martes, 31 de octubre de 2017

Mictlán Por Alberto Espinosa Orozco

Mictlán
Por Alberto Espinosa Orozco  



I
Una de las más hondas raíces tradicionales de nuestra cultura nacional es la cosmovisión prehispánica del submundo y de la muerte. Constelación simbólica que sobrevive floreciente, aunque enterrada viva hasta nuestros días, en las figuras y emblemas más representativos de la mexicanidad: los esqueletos y las calaveras. Figuras preservadas, gracias a la memoria artesanal y a las costumbres populares, bajo todo tipo de presentaciones y materiales, de dulces, panes y juguetes, esculturas de cartón, grafitis, etc., expresando nociones metafísicas y existenciales muy hondas, arraigadas indeleblemente en el inconsciente colectivo del mexicano. La idea de la muerte resulta así la parte más viva de la cultura prehispánica, que se resiste a morir, presente y latente, impregnando las costumbres y maneras de ser más características del mexicano.
El emblema de la calavera mexicana pertenece a la constelación simbólica muerte-renacimiento, siendo por tanto equivalente de la iniciación: invitación a dejar atrás al hombre viejo, a dejarlo morir, para nacer de nuevo a la vida de la luz y del espíritu, a recordar que el hombre fue creado apenas un poco menos que los ángeles, ya que hay en su alma  un elemento de vida inmortal. Así, más que representar la imagen del diablo, que esclaviza a los hombres por el temor de la muerte, o los trofeos rituales de los antiguos guerreros para apropiarse de la sabiduría, el conocimiento, la energía y el poder depositados en el cráneo de los vencidos, por las creencias de la magia simpática de la contigüidad o de la metonimia que toma el continente por el contenido, la dulce calavera mexicana de un paso más allá, haciéndonos recordar la dualidad esencial de la naturaleza humana, compuesta de una parte animal, de un ser mortal por necesidad sujeto a la corrupción, y un espíritu o alma inmortal, imperecedera, entando así en consonancia, pues, con la tradición cristiana.
No se trata así del cráneo que junto con la marmita del mago o el caldero de la bruja sirve como instrumento de adivinación, a manera de la bola de cristal o el espejo mágico, menos aún de los actos supersticiosos o rituales para enlazar a los espíritus del inframundo o pera adquirir poderes de renovación y transformación mediante un pacto con la muerte, tampoco del vaso de la vida y del pensamiento fascinante, que hechiza a los espíritus fáusticos y hamletianos en la irresolución del ser o no ser o en el afán de grandes empresas, sino de la muerte psicológica de la vieja personalidad y de la carne, y del nacimiento de una nueva conciencia. 
El cráneo, como vértice del cuerpo o lo más alto y superior, con su forma de cúpula, es visto como receptáculo del alma y centro espiritual del ser humano, matriz de la inteligencia y del conocimiento, donde se deposita la fuerza vital del cuerpo y del espíritu. De acuerdo a la valoración vertical del cosmos, el microcosmos del cráneo, es análogo, en el macrocosmos, a la bóveda celeste. Cede del pensamiento humano, receptáculo de la vida en su más alto nivel y centro espiritual, el cráneo humano representa el cielo del cuerpo humano por su forma de bóveda celeste, siendo los ojos semejantes a dos grandes luminarias y el celebro a las nubes.   
Por un lado, al igual que en los géneros artísticos del Vanitas o del Memento Mori, la representación pictórica de la clavera nos recuerda la finitud de la vida humana, la limitación esencial de ser hombre, de que vamos a morir, idea que cierra con ello el paso a la soberbia y a las vías de perdición, restringiendo, pues, tanto la disolución de la vida en los placeres mundanos, como limitando el deseo de poder, actitudes que caracterizan a toda verdadera religiosidad, preservándonos de tal manera las aguas tumultuosas, agitadas y caducas del devenir, carentes de trascendencia metafísica. Símbolo del futilidad de todo lo material, de los placeres y del saber humano, recordatorio del “Vanitas vanitartis et omnia vanitas” del Eclesiastés, la monda calavera nos recuerda así la temporalidad finita de la vida y la inutilidad de la vanidad humana, esa flor que pronto se marchita, ese fruto que pronto se pudre, su finitud en una palabra, que nos enfrente al misterio de la inexistencia y finalmente de la nada, indicando la calavera y el mismo esqueleto entonces un vacío de ser, la igualdad que elimina al sujeto individual, que lo reduce a un montón de huesos desindividualizados, que son de cualquiera por no ser de nadie, por ser una mera estructura ósea del hombre ya sin identidad ni nombre propio.
Por el otro, el decorado colorido de su imagen señala el camino de la verdadera vida, pues a diferencia del mundo inmanentista de la época moderna, profundamente materialista, irreligioso, sin idea de trascendencia o necesidad de ascesis espiritual y sin sentimiento profundo del alma como entidad ontológica,  la imagen de la calavera, a la vez que recuerda nuestra precariedad y limitación como seres mortales, nos invita a la purificación de lo más profundo de nosotros mismos: a romper con los apegos materiales y con la avaricia individualista, enseñándonos que la vida no consiste en las cosas que se tienen, sino en los lugares a donde entramos y que habitamos, donde hacer el bien no se pierde y brota de la eterna fuente el agua inmortal de la memoria, siendo entonces semejante a la concha del caracol marino.
La imagen de la calavera abre, así, el ciclo iniciático, siendo la imagen del crisol alquímico, de la muerte corporal, donde el hombre viejo se disuelve y se reduce finalmente a la nada, condición para dejar salir al hombre nuevo o símbolo del reinado del espíritu. Imagen que recuerda al símbolo Quetzalcóatl, al fuego de la serpiente que devora completamente al hombre para transfigurarlo, cubriendo al cuerpo de alas, que es la emplumación del alma, similar a un pájaro (Platón, Fedro). También al horno o atanor alquímico, donde se lleva a cabo la putrefacción final del cuerpo, donde se masera la carne y se disuelve finalmente el deseo equívoco del errar o el error. En su valencia de crisol, la calavera representa entonces la perfección espiritual: la muerte total, la reducción a la nada y destrucción del alma inferior, que equivale a una limpieza o purificación, abriendo el camino a la trasmutación de la vida más plena del alma superior y del espíritu. Símbolo del espíritu, pues, dislocado de cuerpo y sus pasiones.     
Porque si la muerte a todos los hombres nos iguala, llevándose democráticamente con su afilada guadaña igual a ricos que a pobres, a niños que a ancianos,  güeros que a prietos, también es cierto que la calavera y el esqueleto son símbolos de cambio y regeneración. En la carta número XIII del Tarot figura, sin nombre alguno, bajo la forma del esqueleto cuya cabeza en forma de media luna mete su guadaña en el campo rebanando lo mismo hierbas secas que cabezas humanas. Arcano mayor que nos indica la fuerza regresiva de la noche que llega para cortar todo lo malo y dejar salir lo bueno, indicando con ello un cambio violento y repentino o el fin de un ciclo que abre otro mejor.
Inicio o principio de un cambio interno radical, inesperado y positivo. Símbolo de trasmutación, de transformación o renovación y de limpieza profundo que nos invita entonces  romper con nuestros malos hábitos, a dejar atrás en el pasado los falsos apegos y los afectos malsanos, estando por ello asociado al fin del invierno y al inicio de la primavera, al surgimiento de nueva florescencia y a las nuevas ideas. Aviso, pues, de una profunda regeneración interior a cuyo cambio no debemos resistir, la muerte indica entonces el paso de la noche oscura del alma y de las aguas pútridas del estancamiento y su actitud de duelo hacia una actitud positiva del espíritu y de mejora de la autoestima, en un proceso de iniciación, pues, que nos invita a la simplificación del núcleo de la persona.






II
Las innúmeras expresiones estéticas del día de muertos, muestran que el temor a la finitud de nuestra existencia es contrarrestado por el mexicano mediante el humor, la fiesta y la alegría de las tradiciones populares. La calavera y el esqueleto, objetos de fascinación que al mismo tiempo atraen y repelen, son entonces llamados “la Flaca”, “la Pelona” y “la Huesuda”, apareciendo lo mismo en escenas de baile que en versos panteoneros, en el sentido del carpe diem horaciano, de aprovechar el tiempo de alegría que nos taca en suerte vivir, de disfrutas los placeres de la vida sin confiar demasiado en el mañana, que es incierto, pero también en el sentido práctico de hacer lo que podamos hacer hoy, sin postergarlo para el mañana.
La muerte, ángel que todo lo inmoviliza al rozarnos con su vahara fría, queda de pronto también neutralizada en la festividad del día de muertos mexicana del 1º de noviembre, o alza el ponzoñoso aguijón de su estile para hacernos reír con los versos llamados “calaveras”, también llamadas en el siglo XIX “panteones”, que en las vísperas del día muertos la imaginación  popular pergeña a manera de epitafio, ensañándose sobre algún pasado de vivo tratándolo como si estuviese muerto, expresando así verdades difíciles de expresar en otro contexto, sirviendo la situación fúnebre para las razones que justifican que a una persona se lo lleve finalmente la “Tiznada”, que son las cenizas, o la “Flaca”, que es la huesuda, manifestando de tal forma que cada quien muere como vive.
 Las famosas calaveras literarias van generalmente acompañadas por un grabado, viñeta o dibujo, remontándose su tradición a la segunda mitad del liberal siglo XIX, cuando una serie de artistas como Constantino Escalante, Santiago Hernández, Manuel Manilla y José Guadalupe Posada comenzaron a hundir sus buriles hasta radiografiar al mundo, viendo a los vivos como si estuvieran muertos, interpretación que cobró fuerza por medio del muralista Jean Charlot y que se difundió plenamente gracias al Taller de la Gráfica Popular de Leopoldo Méndez.
Mundo en el que campea la corrupción y poblado de muertos en vida en el que el mismo José Guadalupe Posada detectó el arquetipo de la “Calavera Garbancera”, hoy conocida como la “Catrina”, mujer de sobre refinamiento afrancesado (dandizzete), que al seguir la moda puede llegar a la elegancia, parando sin embargo muchas en lo contrario, que es lo cursi, presumiendo de una posición que no se tiene o renegando de su propia raíz, resultando una alegoría entonces de la inautenticidad o de lo snob –figura de la cultura superficial e imitativa, pues, la que aparece frecuentemente también en los papeles de china picados que adornan los altares del día de muertos.
Género de crítica literaria aplicado también a la pintura, que igual desnuda los cadáveres de nuestras miserias sociales, materiales y morales, que punza las desviaciones y atavismos de nuestras enfangadas costumbres o falsos modos de relacionarse entre nosotros,  que exhibe las vergüenzas y quistes de las rémoras políticas.
Por su parte, las ofrendes del día de muertos, compuestas en los altares estéticamente con flores de cempasúchil, hierbas de olor, cañas, panes de muerto, calaveritas de amaranto, chocolate o azúcar, licores y braceros, tienen como función la purificación de las almas. Remiten a los altares prehispánicos dedicados a los seres queridos en el más allá, cuya tradición se resistió a morir, y que se estructuran en tres niveles, pues es creencias que el día de muertos se abre un portal que comunica los tres niveles cósmicos del cielo, la tierra y el inframundo. Las ofrendas así tienen como función fortificar a las formas sin fuerzas de los muertos, que viven en la estación grisácea del pasado y necesitan de nuestro recuerdo, de nuestras oraciones y ayuda espiritual para sobrevivir en el inframundo –exorcizando de tal modo de la memoria los horrorosos Tzompantlis que acumulaban en hileras ensartados en palos los cráneos de los guerreros sacrificados en la plaza mayor del México Tenochtitlan.
Fiesta que es a la vez motivo de duelo y de celebración, en la ceremonia contradictoria mexicana hay una nota optimista: el recuerdo activo de los seres queridos que toca una nota metafísica, ligada a una antigua y rica cosmovisión del ser humano o a una filosofía en la que se entretejen elementos prehispánicos y cristianos: me refiero a la trascendencia o sobrevivencia del alma humana, de la tellolia mexica o el ol maya, en el más allá, en espera del juicio final y la resurrección de los muertos, o la vida en el mundo futuro. Sincretismo religioso que insiste en que el alma de los muertos requiere tanto de alimentos como de ayudas espirituales, simbolizadas por las flores, el incienso y las hierbas de olor, para concluir exitosamente su viaje de cuatro años en la región de los muertos y  descansar en paz en sus moradas. 




III
En la cosmovisión mexicana la Teyolía es la esencia sustancial del ser humano, la entidad anímica o conciencia del ser humano, el soplo de vida inmortal o aliento divino que radica en el corazón y abandona el cuerpo humano al morir. Idea metafísica de nuestros antepasados prehispánicos, estrechamente relacionada con su visión de la muerte en el más allá, la Teyolía es la entidad anímica que otorga vida a los seres humanos y que es fuente de la fuerza y da la vida, pero también del conocimiento, de la memoria y de la voluntad, estando por tanto ligada a los instintos, las tendencias, las afecciones y las apetencias del individuo. Significa la “vida de alguien” (de “te”= vida, y “yolía”, derivada de “yoi” = vida), estando íntimamente relacionada con la palabra “yolotl” o corazón. Entidad anímica que otorga vida a los seres humanos, la Teyolía es la parte del hombre que permanece después de la muerte, quedándose en la tierra por unos días, y que es inmortal. La cultura española la asimiló a la idea cristiana del ánima, alma o espíritu, estableciéndose la equivalencia en el Vocabulario de la lengua castellana y mexicana de Alonso de Molina en el año de 1571.[1]
Los antiguos mexicas, sin embargo, distinguían 5 partes en el ser humano: la primera de ellas es el cuerpo físico, que es una materia pesada. En segundo sitio está la Teyolía o alma sustancial, que reside en el corazón, siendo el centro, la semilla o el núcleo de la persona, asociada a la emoción, al movimiento, a la energía de la persona individual, pero también a diversas formas de conocimiento y a cualidades anímicas como la tristeza, el esfuerzo, la constancia y la libertad. En tercer lugar los antiguos nahuas distinguían la Tonalli, de “tona” o calor, hacer sol, y “itonal” o irradiar”, que es la segunda de las sustancias vitales, siendo el receptáculo de las fuerzas residentes en la cabeza y que anima a las personas en el sentido de la valentía, estando ligada al vigor, al calor y al crecimiento, estando determinada  por el día de nacimiento y a su signo.
La Tonalli es así esa esencia luminosa que llamamos “aura”, ligada a los procesos racionales y las fuerzas psíquicas de la mente (“itonal”), que podía perderse y abandonar el cuerpo momentáneamente debido a un espanto, a un susto, a un sobresalto, a un mal sueño, a una caída o al miedo, emociones negativas relacionadas con el frío que la ahuyentan, como sucedería también en el coito o durante el sueño. En cuarto lugar se encuentra la Ihiyotl, entidad etérea y fría asociada con el hígado y ligada a las emociones, que se vacía y debilita con la violación de las normas o de las transgresiones morales, siendo fortalecida mediante la penitencia. La Ihiyotl corresponde al aliento o espíritu vital, siendo el último de los centros de la vitalidad física y afectiva.
Es concebida como un “hilo de aire” o un gas frío, luminoso u oscuro, usado por los brujos para provocar el “mal de aire” (mal de ojo), que se disipa y pierde tras la muerte, o que vaga por un tiempo por la tumba o por los lugares frecuentados por el difunto, en algunos casos espantando a los vivos bajo la forma de un fantasma luminoso o de una sombra oscura. Por último, en quito sitio, se encuentra el nahualli, que es un animal ligado a la vida y a la personalidad del ser humano.
Luego de la muerte del hombre, su Teyolía o alma sustancial tenía que efectuar un viaje al Mictlán o región del inframundo, caverna creada por el dios Quetzalcóatl presidida por Mictlantecútili, el temible señor del lugar de los muertos, de la oscuridad completa, representado como un esqueleto y una calavera de muchos dientes, de cabellos negros encrespados y ojos estelares, quien cargaba sobre las espaldas un sol negro y que calmaba su cólera reclamando pieles de personas desolladas, siendo sus sacerdotes o Tlamacazqui, quienes realizaban los abominables sacrificios humanos, comiendo su carne y bebiendo la sangre que depositaban en grandes jarrones.





Llevando una vida misteriosa entre el crepúsculo y la aurora. Mictlántecutli, también es llamado Popocatzin, el señor humeante o ardiente, y Tzontemoc, el que cae de cabeza como el sol nocturno. Mictlántecutili está asociado en el calendario a los signos del perro y de la muerte, siendo representado por un cráneo descarnado. El dios del submundo estaba estrechamente relacionado con Tezcatlipoca (el espejo Negro que Humea), dios de la noche, de los brujos y de las tentaciones, que domina el lado norte del universo o Mictlánmpa, que es el rumbo de los muertos, a quien se le llama “yáotl” o el enemigo, pues representaba la maldad –deidad oponente de Quetzalcóatl, quien tuvo que bajar al Mictlán para robar los huesos de ancestros y crear al hombre bañándolos con su propia sangre.[2]
La Teyolía o alma del difundo tenía que viajar al inframundo para limpiar las marcas impresas en su corazón debido a su comportamiento moral, pero también a los ataques sufridos por seres sobrenaturales y brujos que afectan el comportamiento ético de la persona, hasta logar volver a ser como una semilla renovada, libre de toda historia personal y de toda mancha. Al Mictlán o inframundo se entraba por una gruta al norte de la tierra, cuyas insaciables fauces se consagraban a la pareja de dioses ctónicos o terrestres principales Tlaltecuhtli y Tlalcihuatl.[3]



Sitio a donde todos van, región de los descarnados, donde subsiste de algún modo la existencia del ser humano, corriendo el riesgo de perderse en las regiones oscuras, en el Mictlán abundaban los insectos y las sabandijas, los ciempiés, los alacranes y las arañas, los murciélagos y los tecolotes, cuyo canto era fatal para el que lo escuchaba, o plantas que extravían, como el peyote. Por su honda caverna descendente también deambulaban una serie de tristes figuras, sombrías y abstractas, como la Muerte (Miqiztetl), la Tumba o Sepultura (Miccapetlacalli), las Cenizas (Nextepehua), el Miedo (Nexoxcho), el Sueño (Xoaltentli), la Discordia (Necocoyaotl), o el Desierto (Teotlate). En el noveno círculo del Mictlán, llamado Chignauamictlán, era habitado por la pareja de dioses de la muerte Mictántecutli y Mictáncihuatl, quienes hablaban y exhalaban muerte.  
IV
Al Mictlán, región oscura, fría y terrible, consistente en nueve círculos descendentes o planos verticales orientados hacia el norte, contraparte de los trece cielos en la cosmovisión vertical del universo prehispánica, iban a parar los hombres muertos de muerte natural. Las acciones del hombre en este mundo quedan fijadas por la muerte, que les da su acabamiento final. Finitud y mortalidad humana que, sin embargo, da paso al viaje del alma humana al reino de los muertos y al fabuloso tema dantesco del descenso a los infiernos.
Por un lado, especie de registro de lo que hay en esta vida pasajera de muerte, de pavorosa angustia y de las pruebas que hay que superar en esta vida para no ser tragados en la otra por la nada. Visión, en efecto, de lo que tiene esta vida de plano superpuesto con la otra, o visión del más allá, que sin cruzar el Aqueronte nos revela el irrefragable hecho de que cada día visitamos varias veces el cielo y el infierno, dando cuenta así de lo que en esta vida hay de alivio y gloria o de caída y condena, pero también de lucha espiritual contra los oscuros poderes de la nada. Por el otro, figuración del proceso tanatomórfico o de putrefacción y descomposición del cadáver del ser humano, analógicamente enderezado en el sentido de la purificación y elevación de nuestros estados de conciencia coronados por la liberación mística del alma en su integración con el todo.
Lugar de donde no se vuelve, le llamaban, donde el mundo cambiante del devenir encuentra su fin y abre sus fauces la insaciable boca del infierno para, en el sueño de la muerte, entrar en el reino de Xólotl, el señor oscuro, imagen personificada de Venus vespertina, reino que divide al mundo de los de los vivos y de los muertos. El muerto es entonces acompañado por un perro xoloiscuincle de color marrón o parduzco que sirve como guía o psicopompo en los infiernos del Mictlán, para poder pasar hasta el noveno nivel, que representan los ocho pisos o pruebas mágicas o iniciáticas que debe superar el alma para su final liberación. Los pasajes, que van siguiendo el recorrido nocturno del sol, comienzan en el lugar de los perros o Izcuintlan, región que se encuentra a la orilla de un río caudaloso llamado Apanohuacalhuia o Chignahuamictlán, custodiado por una iguana gigante  llamada Xochitonal, que hay que atravesar –quedando varados a la orilla los hombres no dignos de seguir adelante, que son aquellos que en vida maltrataron en vida  los perrillos, imagen del alma humana.
De ahí se pasa a la segunda región o lugar donde se juntan dos montañas, llamado Tepeme Monamictlán (Tépetl Monicyan), donde se corre el peligro de ser triturado, regido por el Señor de las montañas, de los ecos y los jaguares, llamado Tepeyóllotl.
La tercera región es un complejo llamado Itzehecáyan, presidido por Itztlacoliuhqui, conocido como el señor del castigo, quien antiguamente había sido el dios de la aurora, pero que fue cegado por haber atacado a Tonatiuh llevado por los celos. Nivel en el que hay que escalar un cerro, Iztépetl, azotado por fuertes vientos, que despoja a los muertos de sus pertenencias, quienes son desgarrados y heridos por filosísimas puntas de pedernal.
En bajando se entra a la cuarta región llamada Cehueloyán, lugar de ocho collados abruptos donde cae la nieve y es acosado por un viento cortante como la obsidiana. Región presidida por Mictlecáyotl o Mictanpehécatl, que es el viento frío del norte, fuerte y violento carácter, que lleva el invierno a la tierra, dominado la infernal sierra desolada de hielo y de orillas cortantes, desierta y de difícil movimiento.[4]
Más allá empieza la quinta región, llamada Panuetlacaloyán, que es el octavo collado, lugar sin gravedad a merced de los vientos donde la gente vuela y se voltea como bandera, girando de un lado para otro, sin poder salir. Imagen de los hombres que han sido presa de la dispersión, de la superficialidad o de la vanidad, que al perder el centro de gravedad del espíritu encarna la figura del distraído, que es el traído y llevado de acá para allá, de la Ceca a la Meca, en un vai-ven tan inconstante como fútil, propio de los espíritus inconstantes, filisteos o advenedizos que divagan con ligereza de la curiosidad por la cultura a la frivolidad de la moda o a la pesca política, rebajando de tal manera la intimidad personal a favor de lo actual, dando por resultado seres que dan la impresión de lo poco compacto o falto de fundamento, de lo incoherente o volátil, de lo vacío, vacuo o vago, de lo ocioso o sin verdadera personalidad. Analogía con nuestro mundo contemporáneo que da le impresión de ser un mundo de muertos en vida, por ser un orbe poblado por hombres descentrados, sacados de su centro o excéntricos, desequilibrados hacia los extremos polares en qué consiste la naturaleza humana, zozobrantes en la marea de la vida psicomental y sin conciencia del verdadero estado de su alma como entidad ontológica.
El en sexto nivel se entra por un extenso sendero llamado Temiminalóyan, lugar donde la gente es herida por agudas flechas, lanzadas por manos invisibles, que son la saetas perdidas en las batallas que acribillan a los muertos, donde las almas mueren desangradas –y que en este mundo equivale a las habladurías, calumnias, burlas y dardos verbales esparcidos en dichos sin autoría propia todo tipo de malentendidos y delaciones, repetidos como malsanos ecos, que se filtran por las paredes en todas partes, a la manera de rumores rencorosos, cuya fuente propiamente hablando es la de nadie, esparcidos por ese ser sin rostro que es ninguno, y cuyo objeto es el ninguneo de otro, el de su anulación, que lanza al prójimo, a manera de esputo, mediante el bajo recurso de la sanguijuela chupasangre, el venablo mortífero y beligerante de su propio venenoso vacío interior.
En la séptima región llamada Teyollohualoyan se encuentra la jauría de jaguares que desgarran el pecho de los muertos para comer sus corazones, que sería el octavo círculo de los desalmados, donde rige Tepéyóllotl, dios de las montañas, los ecos y los jaguares.
El octavo nivel es una gran laguna de aguas estancadas y negras, que tiene ser cruzada por los muertos, y que analógicamente significa el quedarse atrapado en el apego al pasado, preso de las nostalgias y congojas, de la negra melancolía malsana. Sitio merodeado por la iguana gigante Xochitonal, que amenaza devorar el alma de los dolientes, de los muertos sin corazón que se debaten por salir a flote y alcanzar la desembocadura de la laguna en el caudaloso río Apanohuacalhua, que cierra de tal modo todos los círculos con una vuelta simbólica al principio. Valle de la niebla grisácea que enceguece a los muertos. Lugar de los nueve ríos hondos, afluentes del Apanohuacalhua, en el que las almas corrían el peligro de perderse o de morían ahogadas. 
Camino por el que se llega al noveno círculo o Chiconahmictlipan, habitado por los dos temibles demonios de Mictlantecutli y Mictalncihuatl, y en donde el alma podía alcanzar la final liberación, cuando los dioses del inframundo pronunciaban las solemnes palabras: “Han terminado tus penas. Vete, pues, a dormir tu sueño eterno.”
       Revelación también de los nueve estados de conciencia cifrados en las nueve pruebas iniciáticas, pues para los mexicas era patente que cada quien muere como vive o que la muerte es el signo final de la vida que ha llevado el hombre en la tierra, pero también que los muertos no somos sino nosotros mismos, pues la vida en la tierra es semejante a la vida en el Mictlán.
Las primero cuatro estancias corresponden así al orden interno: el primero significa la lucha por sobrevivir, en donde hay que valorar el esfuerzo de otros muertos para mejorar la propia situación; la segunda prueba se refiere al mal de actuar sin mente, a la enajenación del alma consistente en dejarse regir por los condicionamientos mecánicos, sin aplicar el pensamiento a lo que se hace; la tercera trampa nos advierte sobre los deseos mundanos de dominar a otros, que es la ceguera del poder, que requiere de vencerse a uno mismo para alcanzar la prosperidad interior; ceguera que continúa en la cuarta prueba, que se manifiesta como la oscuridad de no tomar en cuenta a alguien que estaba ahí en necesidad, lo que se combate con la claridad de la mente despejada, que aclara la meta y dirección de la vida, superando así la quinta prueba, referente a nuestra realización externa; profundizando hacia la vida interior, la sexta prueba nos habla de la importancia de sostenerse entre otros, a la ayuda mutua, de ayudar a otros y de pedir ayuda, pues cuando se ha alcanzado el éxito de la propia realización se puede fortalecer a otros; de donde se pasa a la séptima prueba se refiere a pasar los ríos sin quejarse, con lo que sólo se lograría empeorar la situación; la octava prueba conduce al estado de plenitud interna, a la conexión con todo lo que nos rodea en la tierra o al fluir de la vida; mientras que, por último, en el noveno plano se llegaría a la unidad final, en la que no hay división entre dentro y fuera, abolida la existencias separada, llegando a ser uno con todo y se deja de padecer.
Por último, estaban exentos de pasar por el Mictlán los guerreros muertos a filo de obsidiana, ya fuera en combate o en sacrificio ritual, junto con las mujeres muertas en la lucha del parto, quienes iban a la Casa del Sol o Tonatiuhtlan, y los muertos en las aguas, que llegaban al Tlalócan o Casa del Táloc, en las regiones celestes.
Filosofía de la muerte, pues, que es también una sabiduría de la vida, que a la vez que nos hablan de los procesos de cuatro años de transformación de la materia muerta o del proceso tanatomórfico de regresión orgánica, figura las dificultades mortales de la vida en su relación con los compromisos ontológicos del alma con el otro mundo,  previendo que la seca muerte no nos encuentre sin haber hecho lo suficiente para la liberación del alma o Teyolía, en una visión mística del mundo que constituye una de las esencia más notables de la mexicanidad.
Porque hay en la vida del hombre, en efecto, un ingrediente mortal o tendencia regresiva que lo jala hacia abajo, ya hacia el duelo del auto abandono, ya hacia costumbres desviadas por entregadas a la muerte. Es el darse a la muerte por decepción, por melancólica nostalgia de haber podido serlo todo y en venganza dejarse llevar por la nada; es el ceder al hechizo y fascinación de los inmensos ojos negros de la muerte, esas cuencas fijas, vacías, dejándose vencer por la miseria material o espiritual al ceder al instinto de perdición, que por temor a la vida se arroja entonces en los brazos de la muerte, que en las cantinas, luciendo mil llamativos colores, va besando a los huérfanos de amores.
         Visión de las pruebas de que hay que sortear en la otra vida, en el mundo de abajo, y de simultáneamente de lo que tiene esta vida de muerte: planos paralelos, pues, que tienen cierta comunicación entre ellos. Por una parte, educación que invita a reflexionar en lo que hay en el camino de la vida de peligros mortales; por el otro, visión de esta vida como una preparación para la muerte, como querían los estoicos.
Cosmovisión en contraste notable con nuestra vida moderna, puramente inmanente o sin idea metafísica del mundo y  hasta con abierta evasión de todo más allá y de la idea de la muerte, que al comparar al hombre con lo inferior, con lo meramente natural, no puede sino ver en él sino un ser meramente orgánico que nace crece, se reproduce y muere, como un ser meramente contingente debatido entre la angustia, la desesperación, la vanidad y el sin sentido, en un tiempo polarizado hacia el lado opuesto de la filosofía y del espíritu. Era de mitificación de la ciencia, pues, para la cual no hay propiamente valores, ni lo bueno ni lo malo, ni religión, la cual es literalmente incientífica, y que con ello contribuye al oscurantismo de la edad. Mundo sobrenatural, así, que tampoco puede ser sustituido ni por las aparatosas construcciones idólatras y tentaciones del estado totalitario o autoritario contemporáneo, ni por las místicas inferiores que truecan la auténtica metafísica por la sexualidad, el materialismo, la lucha de clases, la Atlántida o el disfrute místico del arte por el arte. 








Notas:
[1] Los modernos mexicanos la llaman “yolía”, “yolo”, teyotl” o “yuhui”.
[2] Las cuatro regiones del mundo horizontal están regidas por los dioses creadores, hijos de Ometecutli y Omecihuatl, Mictlámpa al norte, regido por Tezcatlipoca: Cihuatampa al oeste, regido por Quetzalcóatl; Tlahuiztlampa al este, regido por Xipetotec, y; Huititlampa, al sur, regido por Huitzilopchtli. En el eje central del mundo se encontraba el Calpulli, resguardado por la pareja de dioses del fuego y del tiempo, Xiuhtecuhtli y Xantico. .  
[3] Tlaltecuhtli sería una antiquísima diosa de la tierra que en un principio, antes de la creación, encarnaba el caos bajo la forma de un monstruo serpentino, especie de peje lagarto llamado “cipatli”, siendo partido en dos por Quetzalcóatl y Tezcatlipoca para dividir el cosmos y  formar en centro de la tierra o Tlitipac y el cielo y las estrellas. El culto a la diosa de la tierra Tlatecuhtli era exclusivo del clero sacerdotal, consistente en reverenciarla con sacrificios humanos y ofrendas, pues exigía ser bañada en sangre y corazones humanos para calmar su llanto, siendo el emblema o signo de su rito el llevar el dedo cordial a la boca luego de pasarlo por las cenizas mortales del suelo, en señal de supremo secreto. Se le representaba como un monstruo que tenía muchos ojos en todo su cuerpo o con muchas bocas, una en cada articulación de su cuerpo, que mordían salvajemente con sus filosos colmillos para descarnar los cuerpos. Su cabellera era de color rojo rizado y algunas veces se representaba su rostro bajo la forma de un cráneo, estando su boca compuesta de dos hileras de ocho dientes cada una que dejaba asomar la larga lengua que bebe la sangre de su propio vientre, estando su vestido compuesto de cráneos y huesos cruzados, teniendo por manos y pies poderosas garras con grandes uñas afiladas. Es característica su postura decúbito ventral o dorsal, y en forma de batracio o de alumbramiento, recordando la posición del acto sexual o de la derrota en el sacrificio bélico. Su vagina dentada tiene como función devorar cadáveres, pues se  alimenta de carne y de sangre, representando el descenso de los muertos a una cueva o hendidura de la tierra que comunica al Mictlán, donde el alma de cada persona inicia el viaje infernal de expiación y purificación de la conciencia. Siendo su apetito de carne y sangre insaciable, Tlaltecuhtli devora cada noche al Sol o Tonatiu, cuando en el poniente desciende el astro rey a la noche por las fauces de la deidad, renaciendo cada por las mismas fauces de la diosa cada amanecer. Hay que agregar que el 2 de octubre del 2006 se encontró en el Tempo Mayor de la Ciudad de México un gran monolito representando a la deidad, descubrimiento arqueológico sin paralelo en los últimos 30 años.     
[4] Los hermanos de Mictlecaáyotl o Viento del Norte son el Viento del Oeste o Cihuatecáyotl; el Viento del Este o Tlalcuztecayotl, y; el Viento del Sur o Huiztecáyotl.







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