viernes, 9 de junio de 2017

Eloy Tarsicio: la Tierra y la Historia Por Alberto Espinosa Orozco

Extemporáneos
Eloy Tarsicio: la Tierra y la Historia
Por Alberto Espinosa Orozco

   El arte nuevo del espacio trabajado plásticamente, llamado con los diversos nombres de “realizativo”, “performance” “happening”, o más recientemente “instalación“, apenas empieza a cultivarse en nuestro medio, remontándose su ejercicio visual apenas a algunos lustros atrás, siendo hoy día una de las expresiones visuales más contundentes y, por decirlo así, más necesarias. Se trata de significados plásticos que dominan amplios espacios públicos, más dinámicos que la compleja y pesada estructura mural, donde buscar y en casos encontrar los símbolos de nosotros mismos desde nuestra circunstancia, desde el aquí y el ahora (hit et nunc), para dirigir la atención a donde sea. Ejercicios, pues que parten de la circunstancia concreta de cada uno de nosotros en el tiempo histórico moderno-contemporáneo, incluso postmoderno, que nos ha tocado en suerte generacionalmente vivir, para reflexionar en alguno de sus contenidos ópticos o para crear por la imaginación la proyección de una moción o emoción, de una intención o intensidad del ánimo latente en nuestro espíritu.
   En esta ocasión el artista mexicano Eloy Tarsicio presenta la instalación “Actual + Tradicional”, en la sala Fernando Ramírez del ICED, retomando con ello uno de los temas obscedentes de la Escuela Mexicana de Pintura y del movimiento del Nacionalismo Cultural inscrito en nuestra tradición: la pregunta por la búsqueda de los orígenes y el descubrimiento de nuestro ser auténtico. Arte nuevo en el que hay que superar un primer momento de frustración ante la expectativa del lienzo propio al caballete, para luego asimilar, poco a poco, un género estético inédito: aquel que combina la teatralidad de la escenografía con la reflexión in situ del espacio arquitectónico, al través de unos cuantos símbolos, en cuya frugalidad poder leer un radiograma del México moderno, sin perder su color local y su regionalismo peculiar. El artista, así, se concentra en un conjunto de signos visuales tendientes a la reconciliación con la tierra, el viento, el fuego y el agua primordiales, realizando para ello una panorámica macro histórica en donde todas las épocas culturales conviven para edificar la casa de la presencia. Pararrayos o aguja lumínica que como un lente de aumento potencia concentrando la reflexión sobre el espacio arquitectónico de una región geográfica, que envuelve y rodea por todas partes a la instalación, creando con ello, intuitivamente y en formas plásticas, un recinto de intimidad donde los símbolos de nuestro pasado confluyen para su integración.
   Tales expresiones, marcadas con el signo de lo efímero, alcanzan el deslumbramiento estético o la inmersión a un pasado de manera visionaria, como lo logró en su momento José Clemente Orozco. Son entonces poderosos emblemas que habitan enterrados en la memoria inconsciente del mexicano actual: nopales sangrantes que llevamos a cuestas como en una penitencia, o ídolos a punto de formarse, que de pronto se vuelven solamente tierra, disolviéndose en polvo, o transmutándose en campo de labranza y camino recorrido hacia el horizonte. En otras, en cambio, los signos parecieran conformarse con el lugar común del facilismo, derrapando hacia las zonas viscosas de lo morbosos y repelente, como en los corazones bovinos conservados en frascos de formol. Empero, en todos los casos, hay un rescate en la estilización del paisaje donde, de manera más o menos moderna, se muestran ejemplificados  los fragmentos materiales del espacio exterior vivido: vegetales, semillas, tierras incorporadas como tinturas o esculturas a los muros en grandes visiones panorámicas. Sitios que hay que recorrer despaciosamente con la mirada, caminando largamente como en un paseo rural, o que de manera contrapuntística hay que observar de un solo golpe, pues tienen algo también de la vertiginosa vista aérea por aeroplano. Espacio donde quedan inscritas las huellas, las runas o jeroglíficos del trabajo y del viaje –un poco a la manera de las líneas de Nazca. Mediante grandes tomas al paisaje vegetal, como en el muro de los nopales sangrantes, el artista plástico recorre en un instante la dolorosa conformación histórica de nuestra tierra. Estructuras que acaban siendo acercamientos de monumentalidad minimalista –en riesgo de caer en el extremo del folklorismo trascendental. Imágenes, quiero decir, que no llegan a definir ninguna esencia humana que no sea la de la historicidad, pero que, en cambio, dan cuenta de características verdaderamente nacionales, que arrojan luz sobre nuestro presente y nuestro futuro.
   También concepción estética en que el artista más que un hacedor resulta un ordenador, un reordenador del entorno plástico y del paisaje físico. Quiero decir que no se trata tanto de la búsqueda del fantasma interior del expresionismo, tampoco de la mera copia de un modelo trasladado idealmente del natural al lienzo, como en las maneras clásicas, sino de la representación, de la mimesis de un fragmento de la realidad prácticamente trasplantado en grandes bloques o masas al espacio museográfico –con lo que incorpora también algo del arte del jardinero.
    Eloy Tarsicio es un artista visual que agrupa también en su persona las herramientas de la comunicación más moderna, como la videocámara, para tensarla con lo más antiguo, con las reminiscencias del hombre neandertal, con el rupestre y sus pictogramas, llevando a cabo un recorrido histórico imaginario que toca a la cultura azteca impositiva del sacrificio humano, pero también a la colonia con su cúpula ideal de perdón y resurrección. Trabajador del arte que intenta recrear un nacionalismo sui generis, en el cual el misterio estético desciende por las capas de la temporalidad para aposentarse en lo más concreto que hay: la situación de convivencia concreta, articulada por una serie de emociones y sentimientos estéticos electrizantes, causados por la composición artística, por la expresión de símbolos a no dudarlo poderosos, constituidos matericamente por elementos de la flora y la tierra oriundas de nuestra nación: nopales doloridos, tunas esparcidas como la eyaculación de algún monstruo vegetal, que es también el espectro de algún radiograma tecnológico, tierras y anilinas, rizomas y cáscaras de frutas, semillas u hojarasca entresacada del paisaje regional.  
   Trabajo cercano a la escenografía donde el sujeto queda incluido en la obra para poder abstraerse completamente en sus dimensiones sinfónicas, con sus puntos, contrapuntos y movimientos polifónicos. Sin embargo, la exposición resulta también un pequeño libro minimalista, que igual recuerda la escuela japonesa y sus espacios purificados, que a la poesía sintética de Octavio Paz. Espacios en blanco que de pronto se vuelven diminutos cosmos que llevar el bolsillo de la memoria, como si se tratar de timbres postales o pequeñas cajas de cerillos.
2001-11-13












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