sábado, 6 de mayo de 2017

Manuel Piñón: el Perpetuo Viaje del Comienzo Alberto Espinosa Orozco

Manuel Piñón: el Perpetuo Viaje del Comienzo
Alberto Espinosa Orozco



“La rosa que resurge de la tenue
ceniza por el arte de la alquimia,
la joven flor platónica,
la ardiente y ciega rosa que no canto”
Jorge Luís Borges





I
   La muestra más reciente del maestro Manuel Piñón, “Orígenes y Vivencias[1], abre un nuevo ciclo en su pintura debido a que en su obra comienza a despuntar una interiorización más activa de la vida, impregnando su paleta de nuevos gérmenes y latencias que aparecen como indicios de un movimiento hacia la regeneración del ser. Sobresaliente dibujante desde el principio, el pintor durangueño da cuenta ahora de la nobleza del oficio en un arte que empieza a dar signos de plenitud, al estar regido por principios más altos, en los que cabe la sabiduría de los símbolos y la piedad que alfombra al mundo de esperanza.
   La razón suficiente de su arte, hermenéutico y heurístico, radica en que en sus imágenes se descifra, expresa y toma cuerpo consciente una región del alma colectiva hasta entonces desconocida o informulada, sumergiéndose de tal modo de las aguas primordiales del comienzo para dar unidad a la multiplicidad de la manifestación sensible. Imágenes concentradas donde se restablece el orden físico de las apariencias sensibles para acceder a la integridad natural de sus figuras. Porque de su inmersión en las aguas primordiales en busca del origen emergen, junto a los seres híbridos o cancelados que dan testimonio de una época en términos de figuras sublimadas, los emblemas de una espiritualidad impregnada de melancolía pero a la vez más sosegada, como si de hiedras en plenitud y de maduros frutos se tratara.  Su paleta así enriquecida hace que los colores adquieran una nueva lozanía que cristaliza sus figuras en términos de valencias simbólicas, donde en medio de la suntuosidad de las formas se expande la atmósfera con una mayor profundad emocional –tomando con ello plenamente su lugar propio en el notable movimiento artístico local de renacimiento de la imagen y el símbolo o “neo-renacentista”.
   Porque sus imágenes, cargadas de peso matérico y de espléndidas formas ostentosas, se han ido cargando también de la gravedad de la tierra y, paralelamente, sublimado por la acción de un trabajo repetido de trilla y de molino. El artista ha ido destilando así sus imágenes, en una procesión de procedimientos pictóricos, cuya serie de matizaciones, esgrafiados y ornamentaciones ha ido logrando, por un lado, solidificar los vapores leprosos e inmundos esparcidos por el aire, para purgar a la materia de su oscuridad y corrupción;  por el otro, disolver la caparazón de los cuerpos fijos para que pierdan su dureza y al quitarles sus excedentes rígidos hacerlos partícipes del aire y de la danza, volatizando de tal manera sus figuras para que puedan rozar el ámbito superior de las esferas, hasta alcanzar con ello un temple de justicia que conserva en la imagen todo lo que  la impregna de las tinturas minerales con las que subterráneamente irradia la tierra. Todo lo cual le permite dotar ahora a los cuerpos reflejados de una nueva forma, que se antoja extraída del reino inteligible. Camino, pues, que va de vuelta a las formas esenciales por lograr unificar a la materia, y al limpiarla de lo imperfecto vivificarla y expresar lo que en ella es continente de virtudes íntimas.


II
   Así, a partir de la  vivencia de las formas, Manuel Piñón ha ido ascendiendo a la visión de los orígenes irrigándolos de contenido. Porque si en los lienzos “La niña de las globos” y “El Lago” el artista marca zonas fragmentadas de memoria para estabilizar la zozobra y superar las turbulencias psíquicas de la imaginación desbordada, también da cuenta de lo que en su obra hay de exploración al ojo de la tierra por medio del cual nos miran desde siempre los seres subterráneos o manan las fuerzas permanentes de la creación –para poder volver a recordar la antigua delicia que hay en cobijarse y arrebujarse entre las frondas de las vida, en el calmoso ovillo que es la ciega raíz del mundo y otra vez entender sentimentalmente todo lo que los ramajes de la vida tienen de nido (“Nido”). Por un lado, pues, imágenes de un mundo agotado y cercano a su disolución; por el otro, la potencia perenne de la madre tierra, que tomando fuerzas de sí misma se rehacerse a partir de la ascesis de sus cuatro elementos primigenios (“La Madre Tierra”). El árbol, semilla de la creación y el abuelo del mundo, recostado difícilmente en un peñón y ya completamente desecado pareciera entonces, vuelto de espaldas a la pareja anonadada que ha agotado sus energías creadoras,  reprocharnos por la impotencia técnica para humanizar a la naturaleza y construir los grandes paisajes cultivados, mostrándonos así que en su pensamiento de figuras y perfiles nos refleja -pues si el arte imita a la naturaleza también es verdad que a su manera la naturaleza imita al arte y al hacerlo a su manera nos refleja, nos piensa  y nos cuestiona.
   El “Arlequín”, que flota en una sumergida Atlántida de olvido, espejea entones un mundo al borde de perderse o ya perdido, en cuyo estanque de horas enmohecidas se hunden las ruinas de la infame Babilonia y la biblioteca alejandrina encalla, quedando en pie sólo una escultura erguida en el húmedo poniente de la Plaza de San Pedro, mientras en el primer plano sobre un diván el malicioso bufón desenmascara con su imagen inconsciente la indeterminación de los seres desindividualizados que en la confusión de los deseos pululan sin principios ni ideas ni carácter y cuyo acto de prestidigitación, queriendo aparentar desnudar su alma, sólo alcanza a mostrar lo que en ella hay de disfraz burlón, de rombos y antifaces, marcando con su despliegue bufonesco de claroscuros el lugar antagónico de las oposiciones delirantes y de los agudos combates.
   En algunas ocasiones el artista retrata las iniciaciones de la carne, donde los cuerpos sucumben dominados por sus propias pasiones para enclaustrarse en cajas de sorpresas y en ceremonias de cuclillas, rindiendo culto al ídolo del pánico y del psiquismo excéntrico, que en lucha contra la naturaleza de la tierra viste la lustrosa piel salmón de soberbia y de serpiente; o gala de sirena al sol sobre la seda cuyo rojo fulgor de alas es una seca sed de ser y una insaciable hambre acorazada por escamas (”Iniciación”). Imágenes perturbadoras que, junto con “Levitación” y  “Ángel”, dan cuenta de místicas inferiores y sin trascendencia alguna, por alejadas de la gnosis real y de la auténtica metafísica. Escenas, pues, donde la maceración de la carne no ha agotado la humedad superflua, ni ha podido volatilizar lo sólido para separarse de la tierra, amenazando el inconsciente con volver en rizomas de cruel enredadera o de estancarse en barro. Alas de celestial querube que al no poder solidificar lo volátil imantan a su lado el lodo de la materia, disolviendo entre volutas de regios ornamentos modernistas las llamas paradojas de peces voladores, anunciando con ello la reintegración pasajera en lo indistinto o su aprisionamiento final en la aguas desintegradoras, quedando por ello sus figuras, al no poder desprenderse de lo informe, en el nivel de lo quimérico o de lo meramente virtual.
   En otras el artista prefiere remontarse al humus mismo del estancamiento, recorriendo las regiones de una memoria necrosada o marcada con los estigmas de fuerzas corrosivas (“Voces”, “Homenaje a mis seres”) o donde recogerse para que el cuerpo dolorido pueda meditar y rehacerse, exorcizando la vacía presencia oscura que lo roe y deshabita (”La habitación”). Así, en su paleta, donde en ocasiones se destilan y licuan los aceites de la sabiduría flamenca (“Lavanderas”), podemos encontrar las huellas de un mundo mágico y secreto donde claramente  se solicita la presencia del numen ( “La Comunión”) o en donde se construye el centro de la rueda cósmica para poder orientarse hacia el espacio sagrado central, para así tocar a las puertas del templo y ofrendar ante el tabernáculo del altar las pruebas de la ascensión iniciática, cuya vía espiral de ascesis  espiritual se ha abierto para el artista al entrar por la el arco de Isis (“Mandala”).
   A la excelencia de florituras y dibujos hay que sumar el supremo poder del pintor en el arte del ilusionismo. “El Ángel Moderno”  constituye una imagen prodigiosa y un verdadero emblema crítico de nuestro tiempo: el del arcangélico hombre alado, deslumbrado por su potencia ilimitada, pero abatido y derrumbado y de hinojos, encadenado por una serie de operaciones, útiles, aparatos, artefactos, maquinarias y procedimientos de la técnica moderna, que hacen más veloces sus movimientos en el tiempo y el espacio, es verdad, pero cuya aceleración comulga con una idea de la máquina erizada de punzones engranajes y peligros, cosificando la exhausta libertad del hombre en un mundo literalmente estupefaciente y sin sentido. Artefactos que  hacen al hombre inválido de sus propias potencias, al grado de arrojarlo a  la ciega  dependencia esclavizadora de la técnica, y cuya híbrida deidad arrodillada en la ciénaga de la impotencia es iluminada por el pintor en términos del hombre dios hermanado con el águila, de un poderoso ángel, pero cuyas multiplicadas facultades quedan abatidas en la abyección del lodo, encalladas por su misma pesada fuerza, encadenadas por las triquiñuelas de su propia astucia. La cabeza, que a la distancia exhibe como un duro rostro inexpugnable de hierro, de cerca miméticamente se transforma en un tramado de artilugios; porque el cráneo de abombada calva se metamorfosea de pronto en ralo cofre de Volks Waguen, dando cuenta así de la parquedad del ideal tecnológico de la abundancia soñado por un diezmado Henry Ford tercermundista. Los crueles resortes de la mirada forman entonces una tensa navaja de retráctil hoja a punto de brincar por el pasar de un pestañeo, asiéndonos sentir  lo cortante de su helada; mientras que el óseo costillar se abre a las espaldas de la monstruosa crisálida injertada en el humano, para romper en las ligeras alas de carburo de tuxteno y aluminio, cuyos novedosos materiales tecnológicos son empero apenas la frágil red de una sedosa mariposa en harapos calada por los fuegos fatuos de las inoperantes fantasías. Imagen del hombre máquina de nuestro tiempo, pues, cuya portentosa vida poderosa resulta materialmente angélica por su fuerza y gigantismo, pero poco diferenciada sexualmente, también incompleta y mutilada por la ceguera moral e imaginativa que no acierta a estabilizarse en un centro de la persona, siendo impotente para recrear los valores y símbolos de la tradición -estando liberada de los orígenes hasta el grado de la autarquía y siendo por tanto ajena a la comunión con las fuerzas y ritmos del cosmos y del diálogo y participación con la naturaleza. Moderna maquinaria adherida con sus artefactos y procedimientos a la mismísima piel del ser humano y que, vuelta ya dermatoesqueleto, prosigue articulando en su inercia los resortes del omnímodo dios de los autómatas en el acelerado despliegue de su libre circulación –pero cuya libertad meramente exterior, estupefaciente e impulsiva, cumpliendo con actos que no pueden ser sancionados, se lanza a las desmedidas regiones del abismo… para caer postrado al suelo hasta  morder el polvo, sin alcanzar empero el vuelo más grande, solemne y grave de la libertad ascendente y creativa, que al comprometer moral y socialmente a la persona alcanzaría también en su despliegue la extensión más amplia y oxigenante de las cumbres y el vislumbre de los horizontes infinitos.



III
   La obra del maestro Manuel Piñón pertenece así al linaje de la fascinación y del misterio por ser un arte real. Con un lenguaje fastuoso el artista durangueño se ha dado a la tarea, más que de inventar, de revelar las formas de la modernidad, puliendo, en base de la maceración del cuerpo y la repetición de sucesivas destilaciones, la imaginación creadora, hasta llegar a una especie de frugal suntuosidad en las imágenes, cuya riqueza humilde pueda dar alberge a la alegría. Porque lo que ahora nos muestra el artista es algo más que un mero virtuosismo técnico o una imaginería hinchada: es una virtud contemplativa, donde la vastedad de las formas no impide la desecación u por tanto la concentración de las figuras, aportando con ello a su obra un ingrediente de corrosión y fuego, pero también pureza y de serenidad.
   Así, su camino y su tarea no ha sido otros que los de un reconocimiento más de la anchura y profundidad de la caverna, pero que por ello mismo se deshace de las apariencias limitadas y las adherencias perniciosas, y al iluminar el tenebrismo e incendiarlo y buscar con afán el “agua viva” que restañe las heridas, lograr lavar las impurezas de las llagas –y todo ello  para que el cuerpo desaloje el chancro del gusano que ata a la materia y que devora por dentro, para que se abra el corazón también y clame por la llegada de las aguas bautismales donde pueda germinar la semilla latente del comienzo. Imágenes que culminan con “La Rosa de los Vientos”, flor que se brinda como la copa de la vida para consagrar con el rocío de la primavera la caída de las aguas primordiales -por arriba de las cuales abrevan y se elevan los campos de verdura, indicando con ello la presencia de la verdadera manifestación y de la plena realización de la obra estética sin falta.

26-III-2009



[1] Museo de Arte Guillermo Ceniceros, 22 enero a 1 de marzo de 2009.







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