domingo, 21 de mayo de 2017

La Pandilla de los Sentimientos (Galería Estela Shapiro) Por Alberto Espinosa Orozco

La Pandilla de los Sentimientos 
(Galería Estela Shapiro)
Por Alberto Espinosa Orozco




I
   La galería Estela Shapiro celebra su vigési­mo aniversario con una muestra representativa de su sociedad: "Color, Imagen y Pen­samiento".[1] La exposición que en viaje iti­nerante ha estado en los museos más prestigiosos de la República Mexicana, en una segunda vuelta de tuerca se prolonga, inaugurando los albores del siglo XXI, teniendo como primer puerto de arribada el Museo de Arte Guillermo Ceniceros (Ex Hacienda de Ferrería) de la ciudad de Durango.
   El hombre es también el ser que, entre otras co­sas, intercambia productos y obsequia regalos: sím­bolos de su quehacer, de sus recorridos, hallazgos y pesquisas, al través de cuya circulación y conserva­ción se tienen poderosos lazos de unión entre los hombres. Las galerías han sido uno de los interme­diarios económicos, pero también vehículos de con­tacto y comunicación entre la obra de arte y los cus­todios de sus soportes materiales -pues la creación artística es siempre propiedad soberana e inalienable de su autor. Las galerías de arte han sido así uno de los más especializados motores de la historia contemporánea. El intercambio mercantil, creador de culturas refinadísimas (como la árabe, la persa y la judía), hace a la historia universal, por ser puente entre las ideas, las sensibilidades y las civilizacio­nes. Sin embargo, el mercado de arte también está amenazado por el vértigo circular de la despersona­lización, por la helada materialista de la usura, que transforma la valía de lo precioso y único, en la uni­formidad famélica del éxito: el precio. Más allá de la transacción económica, la sabía y culta conversa­ción entre comerciante y comprador es uno de los ingredientes que, a no dudarlo, representa la tradi­ción que humaniza al mercado (Inés Amor).
   La presente exposición edifica contra el mal de la mercancía el justo remedio del diálogo de las mi­radas en el coloquio de lo admirable. Color, Imagen y Pensamiento es una exposición triple, que se mue­ve y se desplaza en tres niveles simultáneos. Por un lado, se encuentran las obras de veinticuatro artistas plásticos, provenientes de diversas regiones de la infinita gama de los grises extrae con la  máquina de las centellas, a la nerviosa velocidad del dedo índice, una rebanada instantánea de las apues­tas, posturas y actitudes fundamentales de los artis­tas, pero igualmente de su personalidad y carácter. Por último, se imbrica el margen de la leyenda gráfica de cada maestro versando sobre su definición del arte, lo cual representa la mano que habla en la concentrada reflexión de la letra sobre la perspecti­va intelectual que a cada uno de ellos le es dada la; realidad. Asamblea de voces, imágenes caracterológicas y de la inabarcable diversidad de la realidad, todas ellas articuladas por el más noble de los ins­trumentos, por el instrumento de instrumentos: la mano humana.
   México, tierra de volcanes y de pintores, convo­ca en esta ocasión a una serie de artistas originales, cuyo vigoroso corazón late, no al ritmo pernicioso de la novedad rebelde o de la triste uniformidad ser­vil que cacofónicamente sólo sabe imitar monstruos de feria, sino con el temple de la moral estética: aquella actitud de fidelidad del artista en el diálogo con su obra, con sus imágenes y figuraciones. El momento crítico, que debe ser también fiel a esa fi­delidad, muestra que el diálogo solitario del artista con su trabajo es un hilo de conversación que perte­nece también a los otros. Es entonces cuando más plenamente el cuadro interroga y contempla al pin­tor: tiempo de la reverberación de las miradas que vuelve como el boomerang a decirle al artista lo que acaso fue lo que tal vez sea en el fondo, repitiendo en la nueva comba del disco la pregunta esencial del arte: ¿para qué se pinta, para qué se escribe?
   La exposición se abre con la dignificación de esa arcaica artesanía tradicional que es el textil, la cual junte con la alfarería (Picasso) se encuentran en trance de reconocerse nuevamente como hermanas legítima de las artes plásticas mayores (grabado, escultura y pintura). Androna Linartas (Lituania, 1940) trabaja con las cueras sólidas y flexibles como si fuese un arquitecto y un cristaliza: explora con sabiduría gustativa el espacio y sus volúmenes, edificando palacios increíbles de puertas secre­tas, de arcos y amplísimas ventanas, en donde hay algo de la mezquita bizantina con sus piscinas que son mares o son cielos de rojos garambullos o de oro viejo. Pero también de las formas elementales de la conjunción heterosexual humana y sus infini­tas sublimaciones. Dialoga estrechamente con ella la obra de Carmen Tejada (Coahuila 1944), quien enreda, zurce y cose el tiempo en sus tres dimensio­nes (presente, pasado y futuro), para con las fibras más ásperas, duras y resistentes de la cultura indíge­na, realizar la exhumación de un rostro vivo hecho de carne. El barro de la "Tierra Colorada" se vuelve así el campo fértil de las germinaciones: es el rostro barbado de una deidad uránica, que es también un paisaje sembrado de arbusto y montañas o un hori­zonte seco donde se cruzan los caminos.




   En seguida un díptico premonitorio de la afable y amable Rosa Luz Marroquín (San Luis Potosí, 1941). "Los lobos tienen hambre y las ovejas tam­bién" es un símbolo o una alegoría que atrapa una imagen del subconsciente colectivo, en donde un re­baño de ovejas ennegrecido por la noche (acaso por la oscuridad de las convenciones ciegas) tensamen­te aguarda en él aislamiento conjunto, volteando atentamente a izquierda y a derecha, la llegada del pastor o de los guardianes.





   Un poco más allá Mario Rangel (Ciudad de Mé­xico 1938), con una obra espléndida: "La Carta", en donde, con una técnica intacta soplada con la brisa, aparece el naipe magno: el Rey de Corazones Ro­jos. Símbolo ambivalente que en su parte suicida que esconde detrás de su cabeza el metal de las pa­siones y las apuestas fáciles, mientras que arriba el señor sabio se aroma de abstracciones blancas y hu­mildemente reducido en la oración se alista para sa­car de su corona la espada que acaso sea de Miner­va o de Atenea.





   Siguiendo el recorrido una imagen perfecta: el tríptico marítimo de Antonio López Sáenz (Mazatlán 1936). Momento de solaz y de recreo en donde las familias festivas cantan, flotan y conversan en el "Embarcadero de las Islas". Icono de ese otro tiem­po de la modesta pudiente mexicana, en donde hay algo del cromatismo puntillista de Seurat, pero tam­bién un no sé qué... en donde lo que queda es la querencia originaria del mar y de la playa. Quizás el batirse de las alas del sombrero, acaso la nube ex­pansiva y ascendente del paraguas, pudieran ser las escamas del mar o el brazo fuerte de la tierra que en el abrazo da forma a la bahía.
II
   La triple exposición "Color, Imagen y Pensamiento", con la que un grupo de 25 artistas plásticos celebra el vi­gésimo aniversario de la Gale­ría Shapiro, realiza una navegación itinerante por los mu­seos de la provincia mexicana. Al arrancar el siglo XXI, de­sembarcó en las costas de la ciudad de Durango, teniendo como puerto de llegada el Mu­seo Guillermo Ceniceros, Ex hacienda de Ferrería (ICED).



   Adentrándose en el recorri­do de la muestra no queda sino volver con Antonio López Sáenz (Mazatlán, 1936), quien con otro cuadro memorable su­tura la escisión del hombre moderno, tendiendo un puente movible entre el hombre y la naturaleza, al llevarnos a un "Paseo en lancha" por el río verde. La nave como el tiempo resbala vertiginosa siguiendo el agua hacia lo más profundo, o se desliza sigilosa por la du­ración del momento apacible por un cauce trazado hace mil años. De una parte la inquietud y el mareo de los hombres dis­persos que navegan de pie; de otra, la placidez del pasajero femenino y solitario que medi­tando junto a los cristales del reflejo, juega con la fresca ma­no a ser pez o sinuoso timonel por los caminos blandos.





   Frente a ese cuadro las sa­bias imágenes, simbolistas y enigmáticas, de Rodolfo Morales (Oaxaca, 1925). Primero el ícono de la mujer autóctona y morena, ignorada hospedera que olvidada posadera de nuevas naciones que de frente al sol negro y melancólico de la modernidad y su cielo abrasivo de sequía y oropeles, flota sobre la tierra roja de los cactus para encajar en el centro de la tierra su re­bozo o su manto: es la bandera de las casas de esmeralda, de perlas y zafiros. Enseguida una imagen de cuño surrealista: el "Hombre con guitarra", evoca­ción y superación a no dudarlo de su maestro Tamayo, en done una cara regordeta y olivá­cea se abstrae del cuerpo para conectar las manos con las cuerdas y crear con las pautas de las notas un paisaje de tier­nos manzanares sobre un fon-do de azules frambuesales, mientras que el cielo pesado se cuadra de arcos y de muros li­mitando y desdoblando el es­pacio -un poco a la manera de Esther. Imágenes que hacen de la necesidad de expresión que hay en el arte, el arte de lo que necesita ser expresado, de la expresión necesaria y esencial.



   La siguiente cláusula es un descanso para los ojos: las pin­turas "naifs" (ingenuas) de Carmen Esquivel (San Luis Potosí, 1937). En "Un lugar de Chiapas", el Subcomandante Marcos, trepado a la cima de un árbol, atento lee en El Qui­jote la locura simbólica de los grandes ideales redentores, mientras abajo, en la selva roussoniana, un Beatle de lujo sube por el tronco, el niño jue­ga, la mujer teje y el indio tra­baja. Por su parte, "El viejo de los globos", que en canastas lanza pájaros al viento, es un icono surreal de profundas re­miniscencias populares. Vira­do al rosa y a punto de conver­tirse en pastel y empalagar el gusto, maliciosa y alerta la ar­tista lo rescata en un equilibrio último, logrando totalizar la imagen por el juego geométrico de las formas azules; el ciprés y las montañas moradas, la canasta de los gatos que se esconden, y la repercusión del niño navegando en la nube con el viejo sembrador de alas.
   En otro muro una imagen inquietando de Jonathan Barbieri (Washington, 1955): es "El As" de larguísimas piernas y afiladas, que en compases de enormes zancadas viaja sobre el lodo de la ciénega. Imagen de la muerte (acaso del vampiro o del Tezcatlipoca rojo) que descendiendo del sótano insa­lubre del inconsciente salvaje y demoníaco de las regiones obscuras, asciende por un ins­tante al horror de la contempla­ción estética.



   La artista Teresa Aguilar Suro (Guadalajara, 1931) pareciera alcanzar la dicha sólo al pintar sus duros paisajes pétreos y metálicos –fabricados de mosaicos severos fundidos con soldadura autógena de alta industria y tremenda presión geológica. Águeda Lozano (Chihuahua, 1944) visita también los paisajes rigurosos, pero para se reservan os pasajes de las  arenas blancas de los hierros y de­siertos; imantaciones y cristali­zaciones, flujos y reflujos de los acrílicos que son también una imagen, acaso ascética, del vértigo de lo inmediato.
   Siguiendo la ruta del abs­traccionismo Alejandro Cha­cón Pineda (Guanajuato, 1942) colabora con dos espléndidas especulaciones formales: "Espacio rabioso" es una superficie de amarillos bajos, donde se confunden las sensaciones de la adrenalina y de la diarrea en una composición de gestos surcados por los rayos rojos de la cólera, logrando la crueldad del espasmo, pero también la articulación monosilábica del grito, del fuete y del chicote, llegando incluso a ligar el ar­gumento breve y fulminante. Pintor de retratos emocionales y de historias íntimas, Chacón Pineda incursiona también por el paisaje movible, descriptivo y sonoro de las aves: “Paloma". Su exploración no es otra cosa que el seguimiento colorístico de la huella de sus pasos, el recorrido de la parti­tura minuciosa de su pacífico baile y el dibujo fiel de sus quejidos tiernos guturales y es­ponjosos -en todo lo cual hay reminiscencias de la refinadísi­ma pintura japonesa y de la pictografía de la escritura chi­na.
     En mitad de la pureza Palle Seiersen Frost (Dinamarca, 1944), realiza construcciones soñadas en un país eterno, trasmutando el papel de arroz en sólidas edificaciones de memoria. Su bella escritura geométrica es una la de una escultura impermeable al tiempo: tesoros de reflejos sin reflejo (“Morisca II”) o regias edificaciones del  espacio, echa de vanos y colores  para subir al cielo a tra­vés de senderos y eléctricos ca­minos como en un mundo atraído por un lugar de hadas ("Escala"). También el rescate del pensamiento perdido de aquel filosofema estético: "Sueños que el arte es tu me­dio, para descubrir que el me­dio eres tú".





   Carlos Nakatani (Cd. de México, 1934) trabaja con el azar y la mancha traslúcida de la acuarela sondeando profun­didades íntimas; sus papeles parecieran a punto de decirnos una cosa, pero nos dicen mu­chas más y misteriosas. Figu­ras a punto de aparecer o de es­fumarse, donde la aureola del color y las irradiaciones del sol dan flores, cuya vida orgánica apunta al hombre y a la recon­ciliación con la naturaleza. Por su parte, Jesús Martínez (Guanajuato, 1942) no hace otra co­sa que resucitar al mito de la tierra a través de los tótems de ' la tradición prehispánica. Si sus figuras visitan los símbolos zoológicos y sus afinidades, el­lo es sólo para encontrar los emblemas de nuestras tribus, lugar donde trazar un diálogo con la animalidad genérica y con su animalidad específica.
   Annie Rodríguez (Francia, 1954) explora el neofigurativismo contemporáneo en una variación hecha de desgarradu­ras y reconciliaciones; de an­gustias inacabables que pasan con el tiempo y de pensamientos sin tiempo que se posan ya sin sombras. En una tesitura similar parecieran vibrar las obras de Arón Cruz (Cd. De México, 19449 quien, con una paleta más controlada, lúcida y lírica,  enfrenta los rigores de la soledad y su refugio de tenderos, palomas y almohadas (“La espera VI”).





   Cerca de ellos, añadiendo un tono dramático e insípido, las imágenes de Nunik Sauret (Cd. de México, 1951) incursionan en las tensiones colorís-ticas, en sus cromatizaciones, timbres y matizaciones, con in­sospechado arrojo. Exploracio­nes limítrofes del color (las cuales recuerdan a Aceves Na­varro y a Emilio Carrasco) por las que Sauret ha ido recono­ciendo en las formas del cuer­po femenino, el alma y el espí­ritu, la libertad del individuo y la pertenencia a la especie ("Uno navegando") -pero tam­bién en el interior de sí misma, la hermandad con el exuberan­te árbol que canta y la roca que siente ("Trancos").
   Por último, el asombroso descubrimiento de un increíble maestro, abuelo de la reflexión abstracta: Felipe Orlando (Tabasco, 1911), "La vuelta del marino" y "Paseo de sombra" son dos acrílicos en los que las formas, en medio de una at­mósfera opaca, van surgiendo en miradas de imágenes, en donde podemos descifrar cabe­zas, unicornios, venados, hé­roes, montañas, mares. Poesía que nada explica y que pare­ciera implicarlo todo: el borbo­tón natal del tiempo y la fuente cantarina de la vi­da.




[1] *Exposición itinerante del 14 de enero al 13 de febrero de 2000








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