miércoles, 26 de abril de 2017

El A Priori Moral del Hombre Por Alberto Espinosa Orozco

El A Priori Moral del Hombre
Por Alberto Espinosa Orozco




I
El a priori moral del hombre  es lo que constituye propiamente la naturaleza humana y debe estar a la cabeza de toda analítica existencial. El hombre tiene el impulso de su voluntad en dos cualidades, y ambas están en él: el bien y el mal. El manantial del mal es una fuerza colérica, sedienta, infernal, la cual da malos frutos, pues conduce a la herejía, al error, a burlarse de la verdad, al pecado y finalmente a la muerte. Es la fuerza colérica que hay en la naturaleza y que hace al demonio furioso y frenético. Por su parte, el manantial del bien es una fuerza santa, amable y celestial, cuyo fruto son los hombres santos, sabios e inteligentes, que constituyen la cabeza de la Iglesia y que son luz del mundo.
La fuerza de Dios es la fuerza santa, quien da a los hombres el mandato del bien, quien exhorta incansablemente al bien, a ser santos como Dios es santo, que exhorta con sus leyes a ser santos en todo, procediendo al ser obedientes, mansos, siervos de la verdad, amigables y misericordiosos, a refrenarse la lengua de hablar mal y de engañar, a no devolver mal por mal, ni maldición por maldición, sino a bendecir, en hacer el bien, a huir del mal, a amar la vida y buscar la paz, a imitar lo bueno y a ser justos teniendo buena conciencia (2ª Cata de Pedro 3. 9-13), pues no quiere Dios la rebeldía ni el mal, dando en cambio el Espíritu Santo a quienes se lo piden (Lucas 11.13).
De acuerdo a lo expuesto por el filósofo zapatero teutón Jacobo Boheme hay una riña violenta en la naturaleza entre las cualidades del bien y del mal, entre las cualidades buena y mala, imagen de la riña y choque que bulle entre el reino infernal, que es demoniaco, inmundo,  y el reino celestial, que mana para formar seres angélicos. El drama de tal riña se escenifica en el hombre como en ninguna otra criatura –salvo el caso de los ángeles rebeldes, quienes con su revuelta obtuvieron como premio, junto con Lucifer, la expulsión del cielo y la caída, que sería el origen del mal en el mundo y de que la cualidad colérica se haya mesclado en toda la naturaleza terrestre. La caída de Adán y Eva se debería a causas análogas: a que se arrojaron a lo colérico, a los deseos de la carne (el pecado original), de tal manera que se le pega el mal al hombre –aunque éste es capaz de vencer la mala cualidad en la naturaleza, por su buena cualidad, que es y viene de Dios, pues en ella es soberano el Espíritu Santo, ya que el hombre es hijo de Dios, quien lo hiso del mejor meollo de la naturaleza para que domine el bien y venza al mal.
Pero el hombre es libre y tiene su impulso en ambas cualidades, pudiendo echar mano de cualquiera de ambas cualidades, pues en este mundo vive entre las dos, estando el bien y el mal en él. Y así, aunque el mal se le pegue al bien, al igual que sucede en la naturaleza,  la cualidad buena del hombre puede vencer al mal, pues si levanta su espíritu a Dios mana en la buena cualidad de su naturaleza y el Espíritu Santo lo asiste para ayudarlo a vencer. En el alma malvada, en cambio, vence la cualidad colérica, pues es el demonio poderoso en lo colérico y su príncipe eterno. Cuando el hombre se hunde en los deseos de este mundo, mana y domina, en efecto, la cualidad colérica de la sabia infernal y se corrompe, pues deja que domine en él el demonio con su veneno.[1]
Por la debilidad de la carne el hombre se ´presta a ser siervo del pecado, entregándose con sus miembros a hacer la maldad y a la impureza. Así, la rebeldía propiamente religiosa consiste en ser el hombre libre relativamente a la justicia, por ser en cambio esclavo del pecado, y cuya vida vergonzosa no tiene otro fin que el de la muerte, que es la paga del pecado -pues la carne es como yerba y su gloria como la flor de yerba, que crecen un día, pero al día siguiente se seca la yerba y la flor cae (1ª Cata de Pedro 1.24).
Por lo contrario, el hombre puede optar por liberarse del pecado para ser reo o siervo de Dios, esclavo del Espíritu, aceptando su yugo, que es suave, teniendo como buenos frutos las obras de la santidad y como fin, como paga y recompensa, la vida eterna como miembro del cuerpo de Cristo Jesús (Romanos 6. 19-23). Opción de la libertad es, en efecto, huir de la corrupción que está en el mundo por obra de la concupiscencia y de la cólera, liberándose de la esclavitud de las pasiones. El hombre es llamado por la virtud de la fe a ser virtuoso -y a mostrar en la virtud ciencia, y en la ciencia templanza, y en la templanza paciencia y en la paciencia temor de Dios, y en el temor de Dios fraternidad, y en el amor sin fingimiento de hermanos el corazón puro de la caridad, para participar así de la naturaleza divina (2ª Cata de Pedro 1. 4-7).
El hombre, en efecto, es llamado a la libertad, pero no para cubrir con ella su malicia o para utilizarla como pretexto para servir a la carne, como los hombres ciegos, que no pudiendo ver de lejos se olvidan de la purgación de sus pecados, de purificar sus almas por la obediencia de la verdad por medio del Espíritu (1ª Cata de Pedro 1. 22: 4. 10); o como hacen los desobedientes, los embusteros y engañadores con las almas débiles, a quienes hablan de libertad siendo ellos mismos siervos de esclavitud (2ª Cata de Pedro).
II
            Desde la perspectiva de la filosofía de la naturaleza puede decirse, de acuerdo con Jacobo Boheme, que la naturaleza misma tiene dos cualidades que manan con gran aplicación: una amable, de sabia de vida, celestial, santa, en la que domina el deseo del bien o el Espíritu Santo y cuya fuerza santa da buenos frutos; otra colérica, huraña, sedienta, infernal, en que domina el espíritu del mundo o la fuerza infernal con su veneno, que da malos frutos, corrompidos, agusanados –dualidad de cualidades cuya distinción conocieron Adán Y Eva en el Paraíso y que originó su caída, porque así como hay bien y mal en la naturaleza, hay bien y mal en el hombre.
            Sin embargo, Dios hizo al hombre para que domine en él el bien y venza al mal –cuando levanta su mirada al cielo, pues el espíritu santo lo ayuda a vencer. Porque al igual que en la naturaleza el mal se le pega al bien, también en el hombre, pudiendo su buena cualidad vencer a la mala por venir aquella de Dios y dominar en ella el Espíritu Santo. En cambio, la cualidad colérica vence en el alma malvada, pues el demonio es soberano en lo colérico y su príncipe eterno. Es la obediencia nocturna, la rebeldía del pecado, que al decir que se le pega al bien ya indica un principio de parasitismo, al que llamamos modernamente enajenación. La obediencia al mal es así debilidad ante lo colérico, que toma por decirlo así todo el control y que otros identifican con el alma inferior. Es la cólera de la naturaleza, pues, que arruina a tanta conciencia noble por el impulso colérico, furioso, frenético y vano, pues el demonio tienta y seduce al hombre con su fuerza mundana, con los placeres carnales, con el orgullo, con el deseo de riquezas y de poder, creciendo por tano en él la herejía y cayendo en el gran error al guasear y burlarse de la verdad y despreciar a Dios –no pudiendo así captar la verdad del Espíritu Santo, que predica penitencia, sino viviendo como vulgares paganos, a la manera de las bestias en medio del arte y la exuberancia mundana.
El impulso de bien, por el contrario, se asocia a la aspiración de las cosas elevadas y por tanto al espíritu, dando por consecuencia frutos suaves, dulces, elevados y válidos, dando por consecuencia hombres santos, sabios, inteligentes, que conocen a la naturaleza y respetan a su Creador, siendo por ello antorcha y luz del mundo.
            El impulso del hombre esta así entre el mal y el bien, pues vive entre ambos y ambas cualidades están en él, pudiendo echar mano de ambas, sirviendo al pecado para la muerte, u obedeciendo a Dios para justificar. Porque a pesar de haber mal en la naturaleza y de pegarse el impulso colérico al hombre, Dios dio al hombre el mandato del bien y la prohibición del mal, porque no quiere Dios el mal, sino que venga su reino y se haga su voluntad en esta tierra, a la manera celeste, haciendo que a diario se le exhorte al hombre al bien –y mereciendo en reciprocidad Dios por parte del hombre eterna alabanza por su obra y por su nombre.
III
El hombre es, por el desequilibrio propio de su doble naturaleza, animal y raciona, un ser que necesita recuperar su verdadero ser, que necesita recuperarse para llegar a sí mismo, a lo mejor de sí que guarda su propia alma como un tesoro; pues estando hecho, como lo está, de mala madera, de dos cualidades una mala y otra buena, tiende irracionalmente al vicio y al pecado, a dejarse fugar de su centro verdadero y arrastrar por el egoísmo, la envidia, o las presiones y convenciones del mundo en torno –muy en particular a dejarse llevar por su alma inferior, cuya energía opaca y tensa suscita las escorias asociadas a la experiencia de la energía negativa y de la pérdida de conciencia, que en el fondo ambicionan la muerte, siendo reacia a la purificación propia del alma superior -cuya energía positiva exige la abolición de la voluntad de vivir egoísta (Schopenhauer) para llevarnos al plano de la conciencia espiritual, donde se da la mezcla de la limitación del individuo, que es su autenticidad, con la participación de los contenidos universales de la vedad.
   El conocimiento se presenta entonces como la fuente liberadora de la ignorancia esclavizante, pues rompe los grilletes que oscurecen o disipan el entendimiento –ya sea por falsas creencias acerca de uno mismo, de nuestra naturaleza propia o de Dios (paganismo e idolatría).  En particular el conocimiento de la palabra santa: “Y así conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres”; “Porque todo aquel que hace pecado es siervo del pecado” (Juan, 8-32 a 35). Lo que equivale, pues a decir que el hombre debe buscar la libertad ascendente del espíritu, la relación sin trabas, tanto internas como externas, con su propia, con su verdadera  naturaleza humana, para alcanzar con ello la verdadera autonomía (frente a la culpa) y los verdaderos fines de su naturaleza, el desarrollo de sus aptitudes o predisposiciones de carácter, o los dones con que la naturaleza le regaló al venir al mundo (autorrealización) –para lo cual se requiere, evidentemente, un concurso de los factores sociales, es decir la armonización axiológica tanto de la esfera privada como pública.
         Para alcanzar tal armonía en el plano individual como social se requiere un criterio para discernir la bondad o la maldad de las satisfacciones humanas (puesto que hay insatisfacciones que resultan benéficas tanto como placer o satisfacciones que resultan perjudiciales, no siendo el puro criterio de lo satisfactorio confiable en lo absoluto). El único criterio disponible es entonces el de la misma naturaleza, divina o demoniaca, en el hombre; es decir, de su naturaleza volitiva, de su querer, ya sea el mero  deseo primario, ya el de la segunda naturaleza del querer motivado por la reflexión intelectual, más pleno y lleno de matices. O dicho de otra manera: el hombre es por naturaleza tanto susceptible como menesterosa de satisfacciones, ya sean éstas superficiales o profundas) –que es precisamente la naturaleza exclusiva, propia del hombre o la exclusiva suya más radical y fundamental de todas. Pero el criterio de lo que es bueno o malo no puede ser dado por la naturaleza divina o demoniaca de las satisfacciones mismas, sino que, por el contrario, sólo puede ser dado por la naturaleza misma de los sujetos, divinos o demoniacos, por lo que puede conceptuarse una satisfacción de buena (amar el bien y odiar el mal) o mala (odiar el bien y amar el mal) –que es donde plenamente se da la evidencia de las perfecciones y las imperfecciones morales.
   O dicho de otra forma: no hay otro criterio para juzgar o discernir las satisfacciones buenas o malas en el hombre que la naturaleza buena o mal del hombre mismo –sean las naturalezas divina o demoniaca infintilizaciones de la naturaleza humana, de lo vivido por el hombre como bueno o malo, o existen de hecho realmente. Estando así el imperativo moral respecto de la bondad o maldad ya en relaciones positivas con la ley natural (o con la ley natural de la sociedad humana generalizadora de máximas individuales, como el imperativo categórico kantiano), ya con la ley de la teología eudemonista, o en relaciones peculiares con la divinidad.
   La explicación de la moralidad se daría así por las relaciones ético-metafísicas con el ser (el amor infinito como deseo de presencia, y de presencia infinita) y con el no-ser (el odio, no menos infinito aunque de signo contrario, como deseo de inexistencia, y de ausencia radical de la persona, como voluntad ya de encubrimiento, de olvido o de aniquilación). La cacodemonología antiteológica postularía así un error, pero radical, entre las satisfacciones, prefiriendo a las más altas espirituales y sociales o altruistas las más bajas sensibles y egoístas, o las más bajas e impuras, la de los placeres propiamente perversos y de los odios demoniacos, las satisfacciones demoniacas de los malhechores o de los inicuos, que por más que puedan resultar si no altas si al menos profundísimas, resultan también impuras y en definitiva bajas. De lo cual no puede desprenderse sino una ontología y hasta una mentología, ambas sui generis.



[1] Jacobo Boheme, Aurora. Ediciones Alfaguara. 1979. Madrid, España.




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