sábado, 29 de abril de 2017

III.- La Melancolía: el Desconsuelo de Josep Limona Por Alberto Espinosa Orozco


III.- La Melancolía: el Desconsuelo de Josep Limona
Por Alberto Espinosa Orozco  



El artista escultor catalán más importante del modernismo Josep Llimona Bruguera (1864-1934), estudió en becado en Roma y luego en París con Auguste Rodín. Fundó con su hermano el pintor Joan Llimona el Centro Artístico de Saint Lluc (1892), afiliado a un grupo católico conservador, entre los que se encontraba Antonio Gaudí, con quien colaboró en la elaboración del Cristo Resucitado, siendo el escultor de La Crucifixión de Jesús en colaboración con el arquitecto Josep Puig i Cadafalch para el Rosario Monumental de Montserrat.[1]







   Llimona había conseguido la medalla de oro en la Feria Universal de Barcelona de 1888 por su escultura ecuestre de Ramón Berenguer III el Grande, hoy en Barcelona, que sigue la escuela florentina renacentista.[2] Su celebrada obra “Desconsuelo”, realizada en yeso en 1903 y otra en mármol en 1907, fue adquirida por el Museo de Arte de Cataluña, siendo una pieza clave en la evolución histórica del arte, que dio finalmente el paso del modernismo al simbolismo humanista. “Desconsol” (“Desconsuelo”) mereció el Premio de Honor de la Exposición Internacional de Bellas Artes de Barcelona. Hay una copia emplazada en el centro del estanque del Parque de la Ciudadela de Barcelona y un mármol en el Museo del Prado de Madrid.



   De entre las obras más importantes de Llimona destacan: “El Ángel exterminador” en el cementerio de Comillas de 1895, “San Jorge” en la Escalera de Honor de la Casa de la Ciudad de Barcelona de 1916 y “San Jorge a caballo” o “Estatua ecuestre de Sant Jordi” en el Parque de Montjuic de Barcelona de 1924. Su obra muestra el paso del modernismo, sujeto a la sensualidad del cuerpo femenino, del ligero erotismo y la elegante melancolía, al estilo del idealismo naturalista que elimina de la realidad su carácter crudo y las bajas pasiones. También la vuelta al simbolismo cristiano, ya presente en la obra literaria de Rubén Darío y patente a lo largo de toda la literatura de Amado Nervo.




Otras Obras de Josep Llimona

Desconsuelo (1903), parque de la Ciudadela, Barcelona





Monumento a Cristobal Colón 

Panteón Alomar Estrany, cementerio de Montjuic (1893)

Panteón Joan Rialp i Ventura, cementerio de Montjuic (1906).

 Monumento al Doctor Robert (1910), plaza de Tetuán, Barcelona

 Monumento a los Mártires de la Independencia (1941), plaza Garriga i Bachs, Barcel
ona.
Ramón Berenguer III el Grande (1950), Barcelona.



Videos de Josep Llimona B,







[1] El Rosario Monumental de Montserrat es un conjunto de obras escultóricas de signo religioso situadas en el camino que conduce del Monasterio de Montserrat a la Santa Cueva donde se encontró la imagen de la Virgen en 880. En su construcción intervinieron arquitectos como Antoni Gaudí, Josep Puig i Cadafalch y Enric Sagnier i Villavecchia, y escultores como Josep Llimona o los hermanos Agapit y Venanci Vallmitjana. Por su variada autoría, no guarda un sello estilístico común, pero en general se enmarca dentro del Modernismo catalán.
[2] Ramón Berenguer III (Rodez, 1082 - Barcelona, 1131), llamado el Grande, fue un noble medieval que llegó a ser conde de Barcelona, tras suceder a su padre Ramón Berenguer II. En primeras nupcias desposó a María Rodríguez, hija del Cid Campeador.3 Casó en segundas nupcias con Dulce de Provenza o de Rouergue, quien le cedió los derechos sobre el condado de Provenza en 1113. De su unión nacieron Berenguela de Barcelona (1108), que fue luego esposa del rey Alfonso VII de León, y los gemelos Ramón Berenguer IV y Berenguer Ramón I de Provenza en 1114. Solicitó el ingreso en la Orden de los Templarios estando ya en su lecho de muerte, en julio de 1131, aunque la Orden no estaba aún oficialmente instalada, convirtiéndose así en el primer soberano de la Península Ibérica que ingresó en dicha orden.

II.- La Melancolía: la Desesperación de Agustín L. Ocampo Por Alberto Espinosa Orozco


II.- La Melancolía: la Desesperación de Agustín L. Ocampo
Por Alberto Espinosa Orozco 






   Agustín L. Ocampo es un artista escasamente conocido en la actualidad y del que poco sabemos. Estudió en la Escuela Nacional de Bella Artes o Academia de San Carlos, donde fue alumno de Santiago Rebull, Félix Parra y Jesús F. Contreras – del que fue ayudante en su Taller de Función y Escultura. Su primera exposición en México la realizó en Aguascalientes en 1891, recomendado por Contreras. Viajó a París en 1897 y no regresó a México sino hasta 1910, para luego vivir en Veracruz pensionado por el gobierno –lo que siguiere haber sido oriundo de aquel estado.
   En Paris estudió en la Academia Julién, donde fue discípulo del maestro de grabado y profesor de composición Navalón. Obtuvo en México el Premio de Escultura y el Premio de Grabado en 1899. En la Exposición Mundial de París de 1900 obtuvo el 2º Premio de Escultura con la obra “Desespoir” (“Desesperación”). A partir de 1901 se desempeñó como Maestro de Modelado, Ornamentación y Talla en Madera en la Academia de San Carlos.




   Agustín L. Ocampo participó, pues en la gran Exposición Mundial de París de 1900 con gran éxito, por lo que vale la pena echar una mirada retrospectiva, por breve que sea, a aquellas fabulosas asambleas. Las Exposiciones Universales comenzaron a realizarse a escala mundial a partir de 1851. Su objetivo era dar a conocer al mundo los adelantos tecnológicos, a la vez que se mostraba lo mejor del arte y la cultura de cada país participante. La Primera Feria Mundial en la que participó México fue la de 1880, sin embargo sus contribuciones más importantes las realizó en las Ferias de 1889 y 1900. En ellas se intentó cambiar la percepción internacional que se tenía de México como la de un país sumido en la violencia y el atraso –situación que ciertamente había campeado ininterrumpidamente en nuestro país prácticamente desde la Independencia.
   La Exposición Mundial de 1889 fue celebrada en el Palacio de Champs de Mars, con una de las mejores muestreas de arte jamás antes vista, donde varias obras mexicanas fueron galardonas por los jurados de la academia.
   Fue la primera Exposición Universal en la que participaron los artistas mexicanos, siendo coordinada por el pintor José María Velasco –quien fue premiado con una Medalla de Plata y se hiso acreedor a la alta condecoración de la Legión de Honor por el gobierno francés. Los asistentes fueron Santiago Rebull, Gabriel Guerra, Antonio Rivas Mercado y Jesús Fructuoso Contreras. El pabellón mexicano estilo neoclásico obedeció al proyecto del arquitecto Antonio M. Anza, decorado interiormente por Fructuoso Contreras de manera original, que llamó la atención, como una vieja casona mexicana.
   Don Raciel Marcos Garcia Chavez nos ha hecho saber recientemente que el Pabellón Mexicano de 1889 fue en realidad un proyecto de Antonio Peñafiel, ejecutado por Antonio Anza, estilo ecléctico-prehispánico en el exterior, por lo que de hecho fue denominado "Palacio Azteca" -aunque su interior fue más bien del tipo francés de la época y sólo las columnas tenían motivos mexicanos. Este edificio tuvo en su exterior 12 relieves en bronce de Jesús F. Contreras, 4 de los cuales estuvieron en el Monumento a la Raza y ahora se exhiben en el Museo del Ejército en la Ciudad de México, mientras que los 8 restantes están en Aguascalientes. 
   La más importante Exposición Universal celebrada jamás fue la realizada en París, Francia, en 1900, junto a los 2dos Juegos Olímpicos de Nuestra Era Moderna, contando con la copiosa participación de 58 naciones. El proyecto del pabellón recayó de nuevo en el arquitecto Antonio M. Anza, quien siguiendo con su estilo neoclásico intentó dar a la percepción internacional la imagen de un país moderno y progresista. El comisario general de los artistas mexicanos fue Jesús F. Contreras –quien ya desde 1898 se desempeñaba en París como inspector de los alumnos pensionados. Entre muchos otros contó con la colaboración de los pintores Leandro Izaguirre, Alberto Fuster y Gerardo Murillo, estando representados los cinceles por el mismo Jesús F. Contreras, Federico Nava, Enrique Guerra. Guillermo Cárdenas, pero también por su ayudante en su Taller Artístico de Fundición, Agustín L. Ocampo. Hay que agregar, como nos comenta el mismo Don Raciel Marcos Garcia Chavez. que la escultura "Desespoir", durante muchos años fue atribuida erróneamente a Contreras, como lo hizo Justino Fernández, seguramente por su similitud estilística con "Magré tout" del aguascalentense, pieza que ganaría el Gran Prix de Escultura y le haría merecedor a la Cruz de la Legión de Honor del gobierno francés..



   Su obra esculpida en mármol “Desesperación” causó sensación en París, haciéndose acreedor, como repito, del Segundo Premio de Escultura y Medalla de Plata en la Exposición Universal de 1900. La obra se popularizó y se volvió un ícono nacional al permanecer por muchos años en la Alameda Central de la Ciudad México –pieza que tuvo que ser retirada para preservarla del polhumo y del bandidaje de la zona, siendo resguardada en la colección de escultura del MUNAL, quedando en su lugar una réplica en bronce.



   La marmórea colección del MUNAL atesora la escultura sobresaliente de Agustín Ocampo que lleva como título “Desesperación” (“Desespoir”, 1900). Se trata de una obra paradigmática del gusto finisecular, desgarrado entre la libertad y sensualidad del cuerpo, emancipado de las referencias mitológicas del arte clásico de la antigüedad, y una sensibilidad decadente, que apelando a un esteticismo formal, moderno y cosmopolita se aliaba a una sensibilidad de honda religiosidad. Porque, en efecto, en esa pieza se encuentra algo más que el esteticismo finisecular: el sentimiento de desasosiego del alma ante un mundo positivista, donde se ha concebido al hombre como mero hijo de sus obras (o de la técnica) y que habiendo roto el cordón umbilical con la tierra y con el origen, dejaba al hombre, funesto y sin esencia, como expósito del cosmos.
   Es verdad que la figura de Ocampo, de pequeñas dimensiones (.54 x 1.04 x .53 mtrs), además de mostrar el contraste entre las superficies rugosas y abruptas del mármol y las pulidas de la carne, tratamiento común en la escuela de Rodín, indica en la forma completamente cerrada de la mujer, la desesperación de hallarse encarcelada en un mundo predominante tangible, presa en la materia, desdeñada por completa su vida íntima, la cual se recoge ante un mundo en crisis roído por el amargo chancro de la indiferencia.



   Expresión estática total del cuerpo humano femenino en actitud de sumisión o derrota, cuya forma envolvente y cerrada refleja, en su recogimiento parcial, que deja las manos lacias caer al suelo, la respuesta de derrota y sojuzgamiento, de caída y dolor ante un mundo atrozmente hostil. La dolorosa humillación del la conciencia del pecado aparece así como una expresión inequívoca de las notas del desasosiego y la desolación interior, como el tomento psicológico del reconocimiento de la enfermedad mortal -que es la conciencia de la desesperanza (Kierkegaard).




   La escultura labra así en piedra una forma, una figura, una idea, que expresa un fenómeno común y universal, sólito en nuestro siglo, era y mundo: la enfermedad de la desesperación, la peor de las desgracias y de las miserias, pues es la perdición misma, por ser la ruptura de la relación del yo, del espíritu, con la eternidad. La desesperación, que es una categoría del espíritu, se manifiesta entonces como un desequilibrio, como una insatisfacción o infelicidad radical, pues implica la alteración de la relación consustancial del yo entre finitud e infinitud, en la que se da el intento desesperado de no querer uno mismo… o de querer sí mismo –o como la ignorancia de tener un yo, de ser espíritu.
   La obra de Ocampo se inspira en la escultura “Danaide” o “La Primavera” de Auguste Rodín (1840 -1917), modelada primero para el portal “Las Puertas del Infierno” (1885), pero excluida finalmente del conjunto. Se inspiró en su su aistente la escultura Camille Claudel, en la época en que fue su modelo y musa. Toca el tema mitológico de las Danaides, hijas de Danao, condenadas a llenar un barril sin fondo en castigo por matar a sus maridos la noche de bodas. La figura, esculpida en mármol por Jean Escuola en 1890, muestra la desesperación de la mujer al darse cuenta de lo absurdo de su tarea, apoyando la cabeza en su brazo, sollozando, mientras su cabello se funde con el agua derramada por su cántaro. La pieza fue comparada por el Museo de Luxemburgo, París, luego de ser presentada en el salón de los Artistas de 1890. 






   La importancia de la obra de Agustín L. Ocampo radica en hacer con ella añicos el decadentismo neoclásico y el paganismo báquico más radical del modernismo, insinuando otra posición, si se quiere romántica, que apuntaba a la posible respuesta ante el callejón sin salida de la modernidad: la vuelta a un nuevo simbolismo, de carácter humanista y crítico, y de raigambre cristiana –característica, por lo demás, que impregna por varios costados a la decimonónica escuela mexicana de escultura, pero que también tuvo un desarrollo propio en la escultórica de Cataluña, España, por ejemplo en uno de sus grandes representantes: Josep Llimona (1864-1934).

miércoles, 26 de abril de 2017

El A Priori Moral del Hombre Por Alberto Espinosa Orozco

El A Priori Moral del Hombre
Por Alberto Espinosa Orozco




I
El a priori moral del hombre  es lo que constituye propiamente la naturaleza humana y debe estar a la cabeza de toda analítica existencial. El hombre tiene el impulso de su voluntad en dos cualidades, y ambas están en él: el bien y el mal. El manantial del mal es una fuerza colérica, sedienta, infernal, la cual da malos frutos, pues conduce a la herejía, al error, a burlarse de la verdad, al pecado y finalmente a la muerte. Es la fuerza colérica que hay en la naturaleza y que hace al demonio furioso y frenético. Por su parte, el manantial del bien es una fuerza santa, amable y celestial, cuyo fruto son los hombres santos, sabios e inteligentes, que constituyen la cabeza de la Iglesia y que son luz del mundo.
La fuerza de Dios es la fuerza santa, quien da a los hombres el mandato del bien, quien exhorta incansablemente al bien, a ser santos como Dios es santo, que exhorta con sus leyes a ser santos en todo, procediendo al ser obedientes, mansos, siervos de la verdad, amigables y misericordiosos, a refrenarse la lengua de hablar mal y de engañar, a no devolver mal por mal, ni maldición por maldición, sino a bendecir, en hacer el bien, a huir del mal, a amar la vida y buscar la paz, a imitar lo bueno y a ser justos teniendo buena conciencia (2ª Cata de Pedro 3. 9-13), pues no quiere Dios la rebeldía ni el mal, dando en cambio el Espíritu Santo a quienes se lo piden (Lucas 11.13).
De acuerdo a lo expuesto por el filósofo zapatero teutón Jacobo Boheme hay una riña violenta en la naturaleza entre las cualidades del bien y del mal, entre las cualidades buena y mala, imagen de la riña y choque que bulle entre el reino infernal, que es demoniaco, inmundo,  y el reino celestial, que mana para formar seres angélicos. El drama de tal riña se escenifica en el hombre como en ninguna otra criatura –salvo el caso de los ángeles rebeldes, quienes con su revuelta obtuvieron como premio, junto con Lucifer, la expulsión del cielo y la caída, que sería el origen del mal en el mundo y de que la cualidad colérica se haya mesclado en toda la naturaleza terrestre. La caída de Adán y Eva se debería a causas análogas: a que se arrojaron a lo colérico, a los deseos de la carne (el pecado original), de tal manera que se le pega el mal al hombre –aunque éste es capaz de vencer la mala cualidad en la naturaleza, por su buena cualidad, que es y viene de Dios, pues en ella es soberano el Espíritu Santo, ya que el hombre es hijo de Dios, quien lo hiso del mejor meollo de la naturaleza para que domine el bien y venza al mal.
Pero el hombre es libre y tiene su impulso en ambas cualidades, pudiendo echar mano de cualquiera de ambas cualidades, pues en este mundo vive entre las dos, estando el bien y el mal en él. Y así, aunque el mal se le pegue al bien, al igual que sucede en la naturaleza,  la cualidad buena del hombre puede vencer al mal, pues si levanta su espíritu a Dios mana en la buena cualidad de su naturaleza y el Espíritu Santo lo asiste para ayudarlo a vencer. En el alma malvada, en cambio, vence la cualidad colérica, pues es el demonio poderoso en lo colérico y su príncipe eterno. Cuando el hombre se hunde en los deseos de este mundo, mana y domina, en efecto, la cualidad colérica de la sabia infernal y se corrompe, pues deja que domine en él el demonio con su veneno.[1]
Por la debilidad de la carne el hombre se ´presta a ser siervo del pecado, entregándose con sus miembros a hacer la maldad y a la impureza. Así, la rebeldía propiamente religiosa consiste en ser el hombre libre relativamente a la justicia, por ser en cambio esclavo del pecado, y cuya vida vergonzosa no tiene otro fin que el de la muerte, que es la paga del pecado -pues la carne es como yerba y su gloria como la flor de yerba, que crecen un día, pero al día siguiente se seca la yerba y la flor cae (1ª Cata de Pedro 1.24).
Por lo contrario, el hombre puede optar por liberarse del pecado para ser reo o siervo de Dios, esclavo del Espíritu, aceptando su yugo, que es suave, teniendo como buenos frutos las obras de la santidad y como fin, como paga y recompensa, la vida eterna como miembro del cuerpo de Cristo Jesús (Romanos 6. 19-23). Opción de la libertad es, en efecto, huir de la corrupción que está en el mundo por obra de la concupiscencia y de la cólera, liberándose de la esclavitud de las pasiones. El hombre es llamado por la virtud de la fe a ser virtuoso -y a mostrar en la virtud ciencia, y en la ciencia templanza, y en la templanza paciencia y en la paciencia temor de Dios, y en el temor de Dios fraternidad, y en el amor sin fingimiento de hermanos el corazón puro de la caridad, para participar así de la naturaleza divina (2ª Cata de Pedro 1. 4-7).
El hombre, en efecto, es llamado a la libertad, pero no para cubrir con ella su malicia o para utilizarla como pretexto para servir a la carne, como los hombres ciegos, que no pudiendo ver de lejos se olvidan de la purgación de sus pecados, de purificar sus almas por la obediencia de la verdad por medio del Espíritu (1ª Cata de Pedro 1. 22: 4. 10); o como hacen los desobedientes, los embusteros y engañadores con las almas débiles, a quienes hablan de libertad siendo ellos mismos siervos de esclavitud (2ª Cata de Pedro).
II
            Desde la perspectiva de la filosofía de la naturaleza puede decirse, de acuerdo con Jacobo Boheme, que la naturaleza misma tiene dos cualidades que manan con gran aplicación: una amable, de sabia de vida, celestial, santa, en la que domina el deseo del bien o el Espíritu Santo y cuya fuerza santa da buenos frutos; otra colérica, huraña, sedienta, infernal, en que domina el espíritu del mundo o la fuerza infernal con su veneno, que da malos frutos, corrompidos, agusanados –dualidad de cualidades cuya distinción conocieron Adán Y Eva en el Paraíso y que originó su caída, porque así como hay bien y mal en la naturaleza, hay bien y mal en el hombre.
            Sin embargo, Dios hizo al hombre para que domine en él el bien y venza al mal –cuando levanta su mirada al cielo, pues el espíritu santo lo ayuda a vencer. Porque al igual que en la naturaleza el mal se le pega al bien, también en el hombre, pudiendo su buena cualidad vencer a la mala por venir aquella de Dios y dominar en ella el Espíritu Santo. En cambio, la cualidad colérica vence en el alma malvada, pues el demonio es soberano en lo colérico y su príncipe eterno. Es la obediencia nocturna, la rebeldía del pecado, que al decir que se le pega al bien ya indica un principio de parasitismo, al que llamamos modernamente enajenación. La obediencia al mal es así debilidad ante lo colérico, que toma por decirlo así todo el control y que otros identifican con el alma inferior. Es la cólera de la naturaleza, pues, que arruina a tanta conciencia noble por el impulso colérico, furioso, frenético y vano, pues el demonio tienta y seduce al hombre con su fuerza mundana, con los placeres carnales, con el orgullo, con el deseo de riquezas y de poder, creciendo por tano en él la herejía y cayendo en el gran error al guasear y burlarse de la verdad y despreciar a Dios –no pudiendo así captar la verdad del Espíritu Santo, que predica penitencia, sino viviendo como vulgares paganos, a la manera de las bestias en medio del arte y la exuberancia mundana.
El impulso de bien, por el contrario, se asocia a la aspiración de las cosas elevadas y por tanto al espíritu, dando por consecuencia frutos suaves, dulces, elevados y válidos, dando por consecuencia hombres santos, sabios, inteligentes, que conocen a la naturaleza y respetan a su Creador, siendo por ello antorcha y luz del mundo.
            El impulso del hombre esta así entre el mal y el bien, pues vive entre ambos y ambas cualidades están en él, pudiendo echar mano de ambas, sirviendo al pecado para la muerte, u obedeciendo a Dios para justificar. Porque a pesar de haber mal en la naturaleza y de pegarse el impulso colérico al hombre, Dios dio al hombre el mandato del bien y la prohibición del mal, porque no quiere Dios el mal, sino que venga su reino y se haga su voluntad en esta tierra, a la manera celeste, haciendo que a diario se le exhorte al hombre al bien –y mereciendo en reciprocidad Dios por parte del hombre eterna alabanza por su obra y por su nombre.
III
El hombre es, por el desequilibrio propio de su doble naturaleza, animal y raciona, un ser que necesita recuperar su verdadero ser, que necesita recuperarse para llegar a sí mismo, a lo mejor de sí que guarda su propia alma como un tesoro; pues estando hecho, como lo está, de mala madera, de dos cualidades una mala y otra buena, tiende irracionalmente al vicio y al pecado, a dejarse fugar de su centro verdadero y arrastrar por el egoísmo, la envidia, o las presiones y convenciones del mundo en torno –muy en particular a dejarse llevar por su alma inferior, cuya energía opaca y tensa suscita las escorias asociadas a la experiencia de la energía negativa y de la pérdida de conciencia, que en el fondo ambicionan la muerte, siendo reacia a la purificación propia del alma superior -cuya energía positiva exige la abolición de la voluntad de vivir egoísta (Schopenhauer) para llevarnos al plano de la conciencia espiritual, donde se da la mezcla de la limitación del individuo, que es su autenticidad, con la participación de los contenidos universales de la vedad.
   El conocimiento se presenta entonces como la fuente liberadora de la ignorancia esclavizante, pues rompe los grilletes que oscurecen o disipan el entendimiento –ya sea por falsas creencias acerca de uno mismo, de nuestra naturaleza propia o de Dios (paganismo e idolatría).  En particular el conocimiento de la palabra santa: “Y así conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres”; “Porque todo aquel que hace pecado es siervo del pecado” (Juan, 8-32 a 35). Lo que equivale, pues a decir que el hombre debe buscar la libertad ascendente del espíritu, la relación sin trabas, tanto internas como externas, con su propia, con su verdadera  naturaleza humana, para alcanzar con ello la verdadera autonomía (frente a la culpa) y los verdaderos fines de su naturaleza, el desarrollo de sus aptitudes o predisposiciones de carácter, o los dones con que la naturaleza le regaló al venir al mundo (autorrealización) –para lo cual se requiere, evidentemente, un concurso de los factores sociales, es decir la armonización axiológica tanto de la esfera privada como pública.
         Para alcanzar tal armonía en el plano individual como social se requiere un criterio para discernir la bondad o la maldad de las satisfacciones humanas (puesto que hay insatisfacciones que resultan benéficas tanto como placer o satisfacciones que resultan perjudiciales, no siendo el puro criterio de lo satisfactorio confiable en lo absoluto). El único criterio disponible es entonces el de la misma naturaleza, divina o demoniaca, en el hombre; es decir, de su naturaleza volitiva, de su querer, ya sea el mero  deseo primario, ya el de la segunda naturaleza del querer motivado por la reflexión intelectual, más pleno y lleno de matices. O dicho de otra manera: el hombre es por naturaleza tanto susceptible como menesterosa de satisfacciones, ya sean éstas superficiales o profundas) –que es precisamente la naturaleza exclusiva, propia del hombre o la exclusiva suya más radical y fundamental de todas. Pero el criterio de lo que es bueno o malo no puede ser dado por la naturaleza divina o demoniaca de las satisfacciones mismas, sino que, por el contrario, sólo puede ser dado por la naturaleza misma de los sujetos, divinos o demoniacos, por lo que puede conceptuarse una satisfacción de buena (amar el bien y odiar el mal) o mala (odiar el bien y amar el mal) –que es donde plenamente se da la evidencia de las perfecciones y las imperfecciones morales.
   O dicho de otra forma: no hay otro criterio para juzgar o discernir las satisfacciones buenas o malas en el hombre que la naturaleza buena o mal del hombre mismo –sean las naturalezas divina o demoniaca infintilizaciones de la naturaleza humana, de lo vivido por el hombre como bueno o malo, o existen de hecho realmente. Estando así el imperativo moral respecto de la bondad o maldad ya en relaciones positivas con la ley natural (o con la ley natural de la sociedad humana generalizadora de máximas individuales, como el imperativo categórico kantiano), ya con la ley de la teología eudemonista, o en relaciones peculiares con la divinidad.
   La explicación de la moralidad se daría así por las relaciones ético-metafísicas con el ser (el amor infinito como deseo de presencia, y de presencia infinita) y con el no-ser (el odio, no menos infinito aunque de signo contrario, como deseo de inexistencia, y de ausencia radical de la persona, como voluntad ya de encubrimiento, de olvido o de aniquilación). La cacodemonología antiteológica postularía así un error, pero radical, entre las satisfacciones, prefiriendo a las más altas espirituales y sociales o altruistas las más bajas sensibles y egoístas, o las más bajas e impuras, la de los placeres propiamente perversos y de los odios demoniacos, las satisfacciones demoniacas de los malhechores o de los inicuos, que por más que puedan resultar si no altas si al menos profundísimas, resultan también impuras y en definitiva bajas. De lo cual no puede desprenderse sino una ontología y hasta una mentología, ambas sui generis.



[1] Jacobo Boheme, Aurora. Ediciones Alfaguara. 1979. Madrid, España.




lunes, 24 de abril de 2017

Irma Escárcega: lo Mexicano Femenino Por Alberto Espinosa Orozco

Irma Escárcega: lo Mexicano Femenino
Por Alberto Espinosa Orozco

   Durango no deja de sorprender por sus figuras artísticas de relieve y talla nacional, las cuales forman parte y constituyen  una ínsula entrañable de la memoria y del espíritu de nuestra cultura. La magnífica pintura de la maestra Irma Escárcega (1932) es, sin lugar a dudas, una montaña más que sumar a la gruesa cordillera de cumbres que levantaron la mirada estética durante la segunda mitad del siglo XX mexicano, continuando sus tremendos movimientos telúricos en algunos casos hasta le fecha. La maestra Escárcega, congruente en su visión con la realidad mexicana y sus símbolos más profundos, continúa una labor personal que se ha extendido por más de medio siglo de labor creativa. Su obra recuerda las visiones más perfectas y profundas de una tradición tocada por la magia y el misterio de lo femenino, que va de María Izquierdo y Angelina Belof a Frida Kahlo, hasta llega a la soberbia pintura de  Teresa Moran.
   Por un lado hay que destacar su compleja concepción festiva de la muerte y la sobriedad simbólica de las prendas del cristianismo, que esponjosa y lapidariamente nos seducen por lo que tienen de alegría irónica, de suave pesantez y de hondo apego a la mentalidad popular. La muerte vista en términos de vida y de festividad, de lucha perruna en una esquina árida y de celebración por lo que tiene de despliegue colorido en la fragilidad de su espontánea caricia. Todas las cosas nacen de su contrario: la vida nace de la muerte y lo animado de lo inanimado. El espíritu, es verdad, ha de retornar a la materia inerte y sin vida, arrastrando sin embargo todo un caudal de experiencia y de vivencia, todo el movimiento que desarrolló en su despliegue, posándose como una capa de animación sobre los dulces huesos del recuerdo.
   Por el otro, hay que destacar su concepción de dignidad y grandeza del tremendo paisaje nacional, con sus altos soles y volcanes y su chaparral de nopales. Pintura realista de encanto y maravilla en la que ha quedado fijada la imagen y los ideales plásticos de toda una etapa de la pintura mexicana y en la que se cifran los símbolos de toda una tradición. No sólo la búsqueda de los orígenes en el paisaje y las tradiciones populares, sino también el intento de desenajenación cultural que buscaba ante todo la articulación de una visión auténtica de hombre y del mundo, la cual representa una bocanada de aire refrescante y salubre en el retrato fiel de la realidad, en el cual aparece nuestro verdadero rostro, a veces dolorido y fatigado, pero nunca vencido. Superficie bidimensional potente para darnos una identidad concreta y para tener un plano en el cual reconocernos sin vergüenza, aportando los ingredientes necesarios para estructurar una comunidad de carácter nacionalista.
   Irma Escárcega frecuentó, no sin precocidad, esa época estelar de la pintura nacional, dejando como testimonio de su participación en el movimiento una serie de gemas preciosas, imágenes inolvidables y memorables para la historia de la pintura. Sorprende por su perfección técnica un cuadro pintado a los 16 años de edad, cuando la joven maestra egresaba de la Academia de San Carlos: Desnudo de niña (1948), donde hay algo de la escuela de Diego Rivera, pero también de la grandeza metafísica con que se trata al modelo y al paisaje –oriunda de una concepción del hombre en donde se magnifican y privilegian los planos emotivos de la persona y los escorzos simbólicos e históricos del paisaje natural.
   Dos obras suyas deben ser contadas entre las más significativas y reveladoras de la pintura durangueña en general: el dibujo del Cerro de los remedios (1949) y el lienzo extraordinario del Cerro del Mercado y de los Remedios (1950). El último una preciosa imagen del paisaje más íntimo de Durango, un testimonio de los tiempos idos donde reverbera desde el fondo del tiempo como un eco una perspectiva armónica de singular belleza, reposo y sosiego, en donde los dos cerros amigablemente se superponen, comulgan  y se visitan, antes de ser asaltados por la oleada urbanística en donde se disuelve esa feliz conjunción del paisaje, ese romance, ya sordo y ciego, de los dos colosos de tierra y roca. Pintura que a la vez nos habla del respeto por la arquitectura sacra y el hábitat provinciano, ahora sólo  material del recuerdo y de la nostalgia.
   Porque Irma Escárcega creó imágenes de un tremendo poder plástico, cuya fuerza no es otra que el de la realidad concreta, de carne y hueso, en cuya vitalidad casi eléctrica y desentumecedora poder alcanzar un sentimiento de belleza cercano a la revelación de nuestra esencia patria, partiendo de imágenes cotidianas (Perros, 1959, grabado). Dos cuadros más destacan por su rescate antropológico y urbano, de un México que se abría a sí mismo, que se exteriorizaba para mostrar su modesta grandeza y su temperado recreo: Calle de Violeta y Soto (1959), paisaje urbano de la colonia Guerrero, y Alameda central (1959), pintura arqueológica de un momento de la cultura nacional donde se refleja algo muy delicado que acaso hemos perdido: el rescate de la belleza apacible de lo sencillo, de propio y nuestro, de lo tradicional encarnado en un jardín en donde todavía podía darse el encuentro con la esperanza, con lo real maravilloso o con el misterio.
   Otra pintura de la misma etapa, Estudio de Rechy (1959), vuelve sobre el cuarto-taller del artista, recinto de la cotidianidad donde el creador convoca a los espíritus que guían a la reflexión plástica, donde se entraña toda una concepción de una forma de vida artística, de carácter riveriano,  donde en su barroca frugalidad se privilegian los objetos populares y los cuadros amigos, dando cuenta y razón de ser de una intimidad rica y profunda, en un clima de pureza franciscana, de una alegría pobre, sencilla y amorosa ante la vida y de una actitud simpática con lo popular en que se da una simpatía solidaria que colabora refinadamente con los valores que nos son más propios y caros. Concepción también vangoghiana de la vida, del recinto o claustro de la concentración, teñido de fiesta y de alegre conciencia por lo que nos identifica y nos une. No el folklore hueco del mercado, sino la doble concepción de la muerte y de la vida, del sol y de la luna, que nos hace pertenecer a una misma cosmovisión. La visión de la muerte en el esqueleto de papel brillante, no como un espantajo de la disolución, sino como el fin que nos aguijonea para vivir y rehacernos en este mundo, que nos hace re-murientes re-vividos urgiéndonos e instándonos para superarnos a nosotros mismos en la reflexión contemplativa o en la fraternidad convocada por la convergencia en un cosmos de valores asumidos de forma libre y auténtica como horizonte cultural de vida.
   El cuadro Puente de Nonoalco (1964) es un lienzo clásico, de lo mejor de su pintura, donde resaltan todo tipo de calidades, colorísticas y compositivas, el cual da cuenta de un México modernizado pero más estable, menos vertiginoso, más popular y tradicional, con más carácter y sentido. Por otra parte el Cristo en paja (1966) se atreve otra vez con la interpretación popular de nuestra tradición religiosa, dando amparo a la sencillez colorida y muchas veces abrupta de nuestro horizonte metafísico. Escárcega da pruebas de no haberse desprendido de la reflexión sobre el paisaje nacional (Catemaco, 1989), pero sobre todo de su profunda concepción, de su visión de los símbolos profundos que traman nuestra cultura: Homenaje a Fernando Amado (2000) desentraña una imagen compleja y acaso esperanzadora, en donde un domo abierto a la luz permite que las nubes y el cielo se derramen como un ojo o una gran mirada a los símbolos plásticos que vibran en el fondo de nuestro inconsciente colectivo, sumando a los cristianos de la cruz de roca, emblemas  prehispánicos e ídolos de muerte y resurrección, de renovación del ciclo de la vida.
   Sin embargo, también hay que apuntar que la obra de la maestra Escárcega es tremendamente irregular, afectada por uno de los caracteres más negativos de la época contemporánea: por la prisa y el vértigo, por la rapidez de lo no acabado a conciencia, por el impulso que sólo quiere terminar con la obra y su infinita o ilimitada interpretación, produciendo mecánicamente objetos mudos e ininterpretables. En efecto, en su obra más reciente hay algo así como una imperfección experimental rayana en lo mal hecho, donde se insinúa un ansia inexplicable por terminar, por cerrar la obra, lo cual sólo se puede interpretar como apresuramiento y desgana. La forma es a la imagen lo que la palabra al pensamiento: la superficie material y física donde vibra un espíritu, un sentido. Se presenta entonces la pregunta ¿por qué sustituir las formas e imágenes de una realidad vistas a la luz de una rica tradición nacionalista y desde un punto de vista íntimo y personal, por pseudo-verdades y modas vanguardistas ya rancias? ¿Porque romper con la escuela mexicana de pintura, de la que la maestra Escárcega ha sido un alto representante, para realizar experimentos formalistas azarosos en cuadros neutrales y contingentes, despreocupados y ópticamente venenosos?
   El rasgo más negativo del arte contemporáneo es frecuentado también por la pintora: la falta de desarrollo. Obra abstracta hecha con recortes de tapetes o con carpetas coloridas que muestran una regresión hacia formas balbucientes y  que ejemplifican un retorno al movimiento de la materia muerta y sin vida, a lo carente de esfuerzo visionario que, por lo tanto, no puede labrar ningún arquetipo de belleza, ni producir ninguna visión del mundo y que no alcanza la validez estética de la imagen. Los retratos de niñas o el de Olga Arias ofenden a la vista en su desamparo compositivo. Empero, aún dentro de ese extravío facilista y experimental, la maestra Escárcega ha podido encontrar algunos símbolos y objetos valiosos: la sillita verde hecha con desperdicios automotrices resulta, éste sí, un diseño extraordinario, una escultura en chatarra que nos salva del peso efímero y evanescente de la civilización maquinista y de la tecnocracia, para reelaborar sus detritus irónicamente, dando con ello forma y salvación  a los emblemas de una civilización que amenaza en su aceleración con borrar toda imagen del hombre y del mundo.

2001-10-10


domingo, 23 de abril de 2017

El Monumento al Héroe de Nacozari Por Alberto Espinosa Orozco

El Monumento al Héroe de Nacozari 
Por Alberto Espinosa Orozco 



   El Monumento al Héroe de Nacozari partió de un diseño de Fermín Revueltas, realizado en mancuerna con Ignacio Asúnsolo. Juntos se encargaron personalmente de la construcción, de diciembre de 1931 a marzo de 1932. Puede decirse que ambos diseñaron toda la estructura del monumento, traduciéndola Revueltas a dibujos y Asúnsolo a maqueta. El escultor Federico Canesi litigó para que se le atribuyera la obra , pero sin ningún éxito. 


   Se trata de una estructura de cuerpos geométricos regulares, un hexaedro de cuatro caras, levando sobre una base piramidal. El estilo sobrio de la composición atendía a la idea de reflejar, en el cubo central mediante la pureza de las formas, las ideas abstractas de justicia, verdad y perfección. Para las cuatro caras del hexaedro Asúnsolo diseñó relieves de gran simplicidad, alusivos a la acción heroica de Jesús García, siendo añadidas inscripciones igualmente sobrias sobre las superficies por parte de Fermín Revueltas. La solución arquitectónica, que contaba con un recinto interior, resulto de gran equilibrio y elegancia, influenciando notablemente a posteriores proyectos monumentales. Por tratarse de las tres virtudes abstractas de la justicia, de verdad y la perfección bajo la forma alegórica de tres figuras femeninas, la voz popular ha llamado también a la obra “Monumento a la Madre” –correspondiendo aquellas más bien a los lauros de gloria trascendentes que coronaron las sienes del héroe sonorense sub especie aeternitis.  
   El monumento, efectivamente, cuenta con tres caras marmóreas en bajorrelieves escultóricos, que Asúnsolo mandó chapear con una capa de granito mezclada con cemento.    


   El amor ideal a su patria chica, Durango, y las afinidades electivas, llevó a los dos artistas a un trabajo de gran armonía en su conjunto, levantándose el Monumento al Héroe de Nacozari en el Parque Madero de Hermosillo Sonora, en los terrenos del Puente Colorado, que había sido propiedad del ciudadano francés Pallet, a unos pasos del lugar donde habría nacido Jesús García Corona.[2] Algún crítico ha visto en el estilo de la obra la difícil conjunción entre el Art Decó y el totalitarismo ideológico de la época, planteándose ciertamente la tensión entre un arte revolucionario y un poder cada vez más corporativo, encarnado por el periodo presidencial denominado del “Maximato” (1924-1934), justo en la época en que el gobierno de Sonora era detentado por Rodolfo Elías Calles, el mismísimo hijo del general Plutarco Elías Calles. Lo cierto es que la obra refleja claramente la mano de la Escuela de Talla Directa, antecedente directo de “La Esmeralda”, trasportando los diseños de las virtudes ideados por Revueltas en mármoles extraídos del Cerro de la Campana, símbolo de la ciudad de Hermosillo, también conocida como “La Ciudad del Sol”.[3]  




   Hay que agregar aquí que Fermín Revueltas realizó una obra más para Sonora: el vitral para la Casa del Pueblo de Sonora del año de 1933. Los murales en emplomado, pertenecientes al último ciclo del artista de Santiago Papasquiaro, engalanaron el teatro de la casa del Pueblo, teniendo como tema el “Movimiento Obrero Mexicano”, hecho por pedido del Ingeniero Juan de Dios Bohórquez. El proyecto fue concluido y montado en su lugar por la casa Montaña de Torreón, Coahuila, contando como ayudante de dibujo con el novel pintor Francisco Montoya de la Cruz. La obra constaba de tres dípticos, cuyos anteproyectos a prisma color aun se conservan, que son: “Zapata y la Maestra Rural”; “La Revolución”, y; "Obrero Muerto y Mitin”. La Casa del Pueblo formó parte de un complejo arquitectónico de beneficio social, contando con canchas de tenis, frontenis, alberca, ring de box y el estadio de beisbol “Fernando M. Ortiz”. Las instalaciones fueron convertidas en oficinas del PNR y los vitrales se perdieron, no dejando ninguna huella de su paso, porque a alguno les gustó y se los llevó para su casa.




   Por su parte Ignacio Asúnsolo  Mason dejó varias obras para Sonora, pues tenía una relación con la entidad, ya que su madre, Doña Carmen Mason Bustamante, era oriunda de Pitiquito, Sonora. Para Nogales, Sonora, labró el “Monumento a la Madre”, inaugurado el 19 de agosto de 1946. También realizó dos monumentos del general Abelardo L. Rodríguez, uno de ellos la estatua sedente que se encuentra en la Biblioteca de Sonora. El boulevard Abelardo L. Rodríguez cuenta con dos obras más del autor: dos estatuas de Plutarco Elías Calles y otra de Benito Juárez. Para Hermosillo, Sonora, labra en 1959 una obra más, titulada también “Monumento a Madre”. Por último realizó dos esculturas de primeros presidentes revolucionarios de la nación: Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles .