martes, 19 de julio de 2016

Educación y Reforma del Entendimiento: la Atención y el Sentimiento de Respeto (6a Parte) Por Alberto Espinosa Orozco

Educación y Reforma del Entendimiento: la Atención 
y el Sentimiento de Respeto
Por Alberto Espinosa Orozco
(6a Parte)




   Atención y respeto van de la mano. El las situaciones de convivencia formativa hay, en efecto, siempre una fijación, un detenimiento, una atención, un cuidado respecto a aquello que se presenta como digno de respeto, que se valora, que se reconoce –y por tanto en la persona que articula tal situación de convivencia, la cual también tiene como propósito comunicar y contagiar su querer, su voluntad o su anhelo respecto de aquel contenido de la cultura fijado, al cual de tal manera atiende y sirve al recordarlo, al reconocerlo, al mirar atrás. Se establece así el marco de se debe hacerse, de la conciencia moral, de la orientación del sentido, pues al visitar la tierra de los antepasados de donde venimos se precisa y da rumbo al horizonte hacia donde dirigimos nuestros pasos.
    Así, a lo que invita la figura del maestro de del educador es a seguir una voluntad, pues a lo que se atiende y lo que se respeta es en último término una voluntad, un querer que algo se haga: es decir, una misión –implicando por tanto esos dos componentes tanto el trasmitir ese querer como el servir a esa misión. La atención así tiene como objeto penetrar (internalizar) esa consideración, ese sentimiento de respeto en el sentido del cumplimiento de un querer, de una voluntad –siendo por tanto una proyección a priori del sentimiento moral, de la acción práctica. Atención y respeto son, pues, un anuncio orientado de la voluntad en espera de su cumplimiento inmediato o futuro, que es la esencia misma de la formación.
   Así, de nada vale reflexionar sobre el respeto si ello sólo se hace formalmente, volviéndose por tanto estéril su definición, como si se tratar de un lenguaje que habla del lenguaje en ausencia del mundo, como si se tratara de una traducción o como si se enseñara una lengua extranjera. Es por ello que resulta indispensable acudir a ejemplos de respeto, es decir, a las figuras que representan a los verdaderos formadores de la persona –justamente por ser el sentimiento de respeto comunicado esencialmente por los sujetos destinados a orientar la voluntad y las acciones humanas de los destinatarios. El valor de las figuras de respeto no puede así ser más elevado, al ser ellas justamente las orientadoras de la calidad, de la cualidad, del afecto o voluntad moral en el sentido de los valores éticos –valores que son en última instancia los que al despertar nuestra conciencia moral ordenan la totalidad de nuestras vivencias y experiencias del mundo.
   Tal ordenamiento no podría realizarse en toda su elevación si el sentimiento de respeto o del deber moral no estuviera integrado por las notas de la autonomía y la universalidad de la acción que dirige. En efecto, las dos notas distintivas de la acción moral, del deber, del sentimiento de respeto, son la autonomía de la voluntad (pues nadie actúa moralmente si está determinado por la cohersión, por el convencionalismo o conformidad social, por la presión, por la demagogia o el engaño) y la universalidad de la norma, del modelo o del ejemplo (pues precisamente lo contrario de la acción moral es la particularidad, sea el azar, la conformidad, la contingencia o la arbitrariedad, es decir, los multiformes caprichos y equívocos de la subjetividad).
   Puede haber ordenación forzada, en la sumisión, en la abyección –entonces habría expansión de la voluntad del sujeto al destinatario pero…  sin sentimiento de respeto –pues se puede forzar la obediencia, por motivos de interés material, mediante engaños o presión social, pero entonces se estaría atentando precisamente contra la voluntad, contra la libertad y la autonomía del sujeto moral. Se puede también actuar sin atender en lo absoluto a la universalidad del sentimiento de respeto, movidos por el egoísmo, por la ambición, por la el sentimiento del resentimiento o de la rebeldía, se puede incluso llegar a ser muy auténtico, desplegando la propia existencia en toda su particularidad posible –lo cual sin embargo no dejará de entrañar la mezquindad de la propia subjetividad, sin generalización posible, siendo por tanto tales acciones modelos o ejemplos de la mala conducta, finalmente disolvente de los lazos sociales, por ser actos dispersos, excéntricos, fugados del eje radial valorativo fundado por el respeto, que por contraposición se presentaría como núcleo o centro de la acción moral.
   Así, ni la libertad forzosa ni la autenticidad del existencialista, que es meramente de hecho y sin razón práctica de ser, son capaces de sustituir la orientación moral otorgada por el sentimiento del respeto. Por su parte, el sentimiento de respeto se funda en la coherencia interna del deber, también en la concordia que implica el mandato y la obediencia, fundado a su vez en valores que apuntan a un mismo querer, a una misma voluntad, a un mismo bien a una misma expansión de la voluntad –formadora por tanto de comunidad (no dejando de ser una paradoja insalvable las comunidades que quieren sólo el bien propio, amalgamadas sólo por intereses egoísta, dándose en ellas por tanto o la lucha innoble feroz competencia, la predación del más fuerte o la traicionera insidia, sustituyente entonces la genuina tensión espiritual por las tensiones de las tendencias evasivas, por el ocultamiento y el consecuente tensión meramente anímica del estress).
   La estructura básica de toda situación de convivencia humana es la de la relación entre sujeto y destinatario que se refieren a un objeto por medio del lenguaje (de la expresión, verbal o escrita, o de la expresión mímica, donde habría que incluir no sólo los gestos e indicaciones o ademanes sino también un buen número de las artes, que si bien se mira son representaciones mímicas).
   Se trata de la gama de expresiones que van de la mera insinuación y la indicación a la sugerencia, el consejo y la recomendación, pasando por el mandado, la comanda y la encomienda, hasta llegar a la orden explícita, imperativa, urgente, incuestionable, absoluta, que en sus grados más altos se erige en grado de ley de ser propiamente universalisabilizable.
   Socialmente la relación entre la orden y la obediencia de quien acata un mandato configura la estructura jerárquica de lo social, entre alguien superior a quien obedecer, a quien seguir, a quien atender, y alguien  inferior que obedece, sigue y atiende. El sentimiento de respeto estaría así enderezado a garantizar un orden social.
   Por su parte el imperativo implica un tono de voz, que esencialmente significa el deseo de una expansión de la voluntad en el destinatario, llamado comúnmente voz de mando. En las situaciones educativas tal tono de voz es comúnmente el de la mera recomendación, estando emparentado con el tono imperativo con el meramente enunciativo, ecuánime, teórico, pues el valor que persigue es el de la verdad y el del conocimiento. Sin embargo la tensión espiritual del imperativo puede subir el tono de voz para volverse orden irrevocable, irresistible, ardiente, cuando se refiere a valores largamente desoídos, amenazados o en peligro, referentes a la solidaridad entre las personas, la equidad o la justicia –precisamente por atentar la desatención o desconocimiento de tales valores con erosionar, minar o corromper el fundamento de una comunidad.
   El sentimiento de respeto muestra así lo que tiene de principio de la acción moral al estar constituido por los imperativos mismos de la moralidad, siendo propiamente su reino o dominio el del deber ser –cuyo reino se divide por un abismo del reino del ser (el gap entre ontología y axiología). En efecto, el lenguaje de los imperativos, en toda su ancha gama de prescripciones, consejos y recomendaciones, no puede en modo alguna reducirse a un lenguaje de meros hechos o puramente empírico –implicando por tanta todo lo que hay en el hombre, no de sobrehumano, sino de sobrenatural, de ser espiritual o enderezado a fines que lo trascienden como individuo o que orientan al sujeto en un sentido de elevación moral hasta romper en el círculo de lo propiamente metafísico.       
    El lenguaje de la atención y del respeto es, en el fondo, el mismo lenguaje de la educación y de la moralidad: el lenguaje de los imperativos, donde un sujeto le indica a otro, el destinatario, una orientación general de la acción.
  Hay que distinguir, sin embargo, del imperativo propiamente moral el imperativo meramente operativo, utilitario, técnico, ingenieríl, que indica que debe hacerse sea cualquiera el fin propuesto o siendo ajeno a los valores morales, sino económicos, de eficiencia o eficacia práctica.
   Ser respetuoso, ser respetable, es decir, la respetabilidad, no puede consistir sino el sentimiento derivado del puro reconocimiento del valor de la persona, propia y ajena, derivado a su vez de la consideración de los valores morales.
   Las categorías morales, sin embargo, ni están sujetas ni son subsumibles bajo las categorías empíricas de causa-efecto, ni bajo conceptos con los que conformamos las sensaciones yuxtaponiéndolas al espacio y al tiempo. Los juicos morales, en efecto, no son ni pueden ser juicios sobre fenómenos, pues versan sobre lo que no puede ser nunca fenómeno, sino entidades ideales, metafenoménicas, como los valores, o metaempíricas, como el alma humana. Porque además de lo físico o material hay la moralidad y sus sujetos: los sujetos morales (o, por defecto, inmorales, se entiende; que son aquellos que por su comportamiento califican para la reprobación justamente moral).
   El mundo de la moralidad, así, puede caracterizarse como el dominio de las acciones u omisiones de la conducta humana guiadas por el sentimiento del respeto, que no es otro que el sentimiento del deber. El sentimiento del respeto nos obliga a actuar, efectivamente, liberándonos de las cadenas de los bajos impulsos y de los tropismos y convenciones, por atención a miras más altas, a la vez considerando las figuras pasadas dignas de respeto que han sido guías de la acción moral, y proyectando hacia el futura el comportamiento de acuerdo a una constelación de valores ideales que se pretenden realizar –como pueden ser la concordia, la justicia, la igualdad, la cultura o el refinamiento de las costumbres, la verdad objetiva, la verdad personal y la misma rectitud moral.
   Sin embargo, el juicio respecto de un valor o una persona, ya humana, ya divina (porque aún Dios es concebido como persona), sólo puede establecerse sobre la base de los postulados de la razón práctica, los cuales son, de acuerdo a la idea de Kant, como los razonamientos propiamente estéticos, juicios sintéticos a-priori –los cuales versan directamente sobre la altura, elevación y dignidad de los valores de las personas, siendo por tanto juicios sobre el alma, sobre el invisible amor y valores que esconde, la cual al ser invisible sólo es posible juzgar por indicadores –como al viento invisible, u otros entes no perceptibles directamente por medio de los sentidos, como son el índice de bienestar social o los átomos, entidades estas últimas también metaempíricas.
   La superioridad del conocimiento de los valores humanos respecto del conocimiento fáctico estriba en ser los primeros guías de la acción de los sujetos en el sentido propiamente axiológico o de los valores. que es propiamente el reino del espíritu, del alma superior del ser humano cuando se ha liberado, cuando ha quemado la escoria del alma inferior (vegetativa), que se dirige hacia la muerte.
  Sin embargo el respeto o sentimiento del deber puede sufrir de parálisis o de ambigüedades cuando sólo se apela a la ley moral como un mero formalismo (fariseísmo, filisteismo, etc.). Tal es el defecto del puritanismo laico del imperativo categórico kantiano que reza: “Actúa de tal manera que tu acción pueda elevarse a norma de aplicabilidad universal”. Imperativo que, sobre ser poco o nada práctico, se presenta desencarnado, omitiendo por tanto el costado propiamente personal de la moralidad, que implica un sentimiento de respeto no sólo a la norma, sino al sujeto de ella, es decir, el ejemplo moral, del cual depende en última instancia todo respeto y todo sentimiento moral.
   Esto es particularmente visible en la ley moral de la religión, que prescribe obedecer la ley moral por respeto al prójimo (amar al prójimo como a uno mismo) y a la persona divina (amar a Dios sobre todas las cosas). La falta, el pecado, la mancha moral, inversamente, es así o una falta de respeto al deber, por una ausencia de sentimiento de respeto o hacia el prójimo o hacia Dios –contra el cual, finalmente se peca o al quien ofende tal comportamiento. No se peca, en efecto, en abstracto, sino contra el espíritu, el cual evidentemente se ausenta. Es el hoyo en la conciencia moral, el cual deja abierto un espacio que es llenado inmediatamente por una malignidad, por un deseo de aniquilación del otro, de uno mismo, o de Dios (asunto sobre el que volveremos).
   Por un lado, tanto la unión de la bondad y de la felicidad –en la otra vida o la esperanza de la bienaventuranza en el más allá-, como la concepción de la existencia de Dios como siendo el ser eterno, esencial y necesario, por el otro, se presentan como postulados de la moral. Dios aparece así como el garante metafísico de la unión de bondad y felicidad y de la inmortalidad del alma bienaventurada, pero también como promotor de la justicia en el más acá de este mundo, pues la acción valiosa desde una consideración puramente moral, la vida recta del hombre justo, implica simultáneamente también una restricción del placer y una limitación del poder, tanto ajeno como propio, en razón precisamente de la equidad y de la pureza de comportamiento, que frenaría la desmesura (la hybris fáustica) propia del alma inferior, siendo por tanto ideal de la moralidad el liberarnos de los grilletes de los deseos meramente egoístas y de sus servidumbres, anhelos, temores y sufrimientos, pudiendo entregarse el sujeto a pensamientos, sentimientos y aspiraciones que tienen un valor suprapersonal, por la fuerza misma de sus significado y de su contenido –siendo misión de la educación alcanzar clara conciencia de tales valores, fortaleciendo y ampliándolos prácticamente, de hecho, la calidad de sus efectos mediante el apoyo, colaboración y concierto de las comunidades sapienciales.
  Así, si el imperativo categórico kantiano está fijo en la universalidad del contenido moral, invitando en su escueto formalismo desencarnado a actuar como cualquiera lo haría al pretender la normatividad de su conducta; el imperativo individuado de Kierkegaard  -“Actúa de tal manera que realices lo que sólo tu puedes vislumbrar como tu deber”-, pone el acento en la autonomía del principio moral, es decir, en la perspectiva o situación concreta bajo cuya óptica se presenta el mundo a un sujeto, a una persona, a una individualidad, que así se liberaría de las convenciones y conformismos sociales que pueden ser un peso, opresivo o coercitivo, a la acción –realizada más por lo que una determinada sociedad espera de alguien que por motivos que manan del auténtico sentimiento del respeto. Entre ambos extremos cabe apelar al ejemplo de las figuras de respeto, quienes como modelos de comportamiento a la vez cumplen con la universalidad de la ley y con la limitación inherente a la finitud humana y cuyo imperativo pudiera formularse en los siguientes términos: “Actúa de tal manera que tu acción esté siempre alimentada por el sentimiento del respeto, tomando como modelo o guía una figura ejemplar, estando el deber que estés llamado a cumplir motivado también por el respeto al prójimo”.
 Así a la pregunta anglosajona de: ¿por qué debo yo ser moral?, tendría que responderse: por el sentimiento del deber, del respeto. ¿A quien?, preguntaría inmediatamente el filósofo analítico o positivista.  La respuesta: Por el sentimiento de deber, de respeto debido a la persona, propia y ajena -y esencialmente a la persona divina o a Dios. No se trataría así de un sentimiento abstracto, dirigido meramente a la moralidad como estatuto de norma o como llano procedimiento (en tiempo y forma), sino al espíritu que alimenta su promesa, en la figura de los casos ejemplares de respeto, pero también al verbo de la verdad encarnada –no menos que a la asamblea que participa del espíritu, no tanto en lo que tiene de jerarquía, sino de comunidad axiológica y comunidad de fe trascendente (la cual toma más en cuenta la fe de sus participantes que sus pecados o sus faltas).
   Recapitulando puede decirse que figuras de respeto son: el hijo y la madre, depositarios del honor de la familia y de la honra. Especial atención y respeto merecen por tanto también la viuda y el huérfano, en situaciones de desamparo social, y por lo mismo el peregrino. Así mismo los héroes, los ancestros, los antepasados, a los maestros de verdad  y a los padres, a los que debemos honra y nuestra misma felicidad. La gloria de una nación depende enteramente del respeto a tales figuras, pues la tierra de los antepasados establece nuestra pertenecía, nuestra identidad, de dónde venimos… y por tanto nos guía también hacia donde nos dirigimos, o hacia que mundo de valores pretendemos dar cumplimiento y validez,  esforzándonos así en cada una de nuestras tareas en realizar para dar cuerpo material a los ideales colectivos. Por último solo debemos adoración a la persona divina, por ser creador de todo lo creado y garante de la ley moral misma, ante la cual sólo cabe la obediencia, la fidelidad, pues, para ser plenamente hijos de la luz.
   Así, el sentimiento de respeto alcanza su punto más agudo de elevación no sólo en el reconocimiento de la persona, humana y divina, que es una especie de recuerdo, de volver a ser, y de consideración, de mirar atrás, sino en la reconciliación – donde radica también la redención de los humildes, de los que obedecen al sentimiento de respeto, de deber, de la ley moral -que sería el marco del complejo fabuloso de la religión: de la religación con el prójimo y con Dios.  
   La filosofía es: la ciencia de los primeros principios. Intento de conocerlo todo, no por sus accidentes, sino por la ciencia, la filosofía se interesa en los principios de todas las cosas. La voz griega “arché”, de la que viene la noción de principio, hunde sus raíces sin embargo en la idea de príncipe, de principalidad, la cual a su vez se deriva de la voz ”yo tengo hacienda”, “yo mando”. La filosofía, principalidad del saber de los principios, no deja de implicar la noción también de la principalidad del filósofo mismo, del que es propio no tanto obedecer sino mandar –ya sea por la soberbia que típicamente lo caracteriza, ya sea por el saber de los principios, por su saber principal y, en este sentido, principesco.
   A su vez la filosofía está asociada a la universalidad del saber, al menos a cierta universalidad: la de los principios generales, especialmente a los de la conducta práctica –sin la cual en definitiva no puede considerarse filosofía. La universalidad de la ley moral está enderezada en el sentido de garantizar la continuidad, la unidad y la pervivencia de la tradición y, por tanto del orden social mismo.
      La ciencia por su parte, que puede definirse como el pensamiento metódico orientado por la determinación de conexiones normativas entre los fenómenos, halla sin embargo su frontera en los juicios de valor –ayudando a lo sumo a definirlos y a establecer objetivos provisionales. La ciencia, en efecto, produce inmediatamente conocimiento –pero solo de modo indirecto medios de acción. O dicho de otra manera, la acción metódica de la ciencia sólo existe si previamente se han establecido objetivos definidos y valoraciones fundamentales, los cuales quedan totalmente fuera de su alcance –por lo que ni la ciencia ni la técnica pueden suplantar ni a la moralidad ni a la religión. El conocimiento de la verdad objetiva, maravilloso como es, no puede en modo alguna actuar como guía de la acción moral –como no puede por sí misma fundar el valor de la aspiración hacia ese mismo conocimiento de la verdad objetiva, pues se puede tener el más claro y completo conocimiento delo que es, sin llegar a deducir por ello lo que bebería de ser la meta de nuestras aspiraciones humanas. El conocimiento objetivo puede servir de razón instrumental para el logro de ciertos fines, pero la meta última y el anhelo por alcanzarla, que dotan de sentido la existencia humana, provienen de otra fuente.
   Los dominios de la ciencia y de la moralidad están claramente diferenciados. Toca a la moralidad determinar el objetivo de la acción práctica, mientras que la ciencia ayuda a establecer los medios de contribuyen al logro del objetivo marcado. La inteligencia científica, en efecto, sirve para aclarar las interrelaciones entre medios y fines –pero la mera actividad racional y el mero conocimiento empírico no pueden proporcionar el sentido de los fines últimos y fundamentales.
    La ruina y la desorientación en las humanidades detona cuando la ciencia cree poder sustituir a las creencias axiológicas, a los valores, erosionando los lenguajes analógicos, simbólicos y emotivos al declararlos pura y llanamente sin sentidos (positivismo) y dando con ello pie al surgimiento de todo tipo de metafísicas inferiores (las idolatrías, las herejías). Porque los ideales que determinan nuestra conducta, nuestras convicciones determinantes de la conducta y nuestros juicios morales no están basados en la experiencia y el razonamiento claro, ni en el puro método científico –aunque si hay acuerdo sobre ciertos objetivos y valores, es posible discutir racionalmente sobre los medios por los que se pueden alcanzar esos objetivos.
   Pero los fines últimos y fundamentales de la existencia no se cimentan ni justifican únicamente en la razón, sino que edifican sus principios o se derivan de poderosas tradiciones, que están ahí como algo vivo, con sus significación irresistible, sirviendo de ejemplo y guía de conducta milenariamente a la humanidad. Su razón de ser no la adquieren mediante la justificación racional, sino mediante la concordancia de los motivos de la acción practica,, mediante la revelación intuintiva del valor de un mismo querer y por medio de personalidad es vigorosas que nos hacen captar el significado de los valores simple y claramente. 
   Sin embargo, fines y valores fundamentales pueden ser susceptibles de aclaración, mediante la reflexión de sus motivos y emociones, base de las razones prácticas, que son razones del corazón, también mediante analogías estéticas y mediante la crítica y glosa de tales analogías –pues de hecho no existe la metaconotación (pues hacer la imagen de una imagen no puede ser sino una imagen). En efecto, las metas fundamentales de la conducta, sus fines y valores, permanentes más allá del alcance de la ciencia –pero pueden aclararse recurriendo a los fundamentos emotivos de imágenes, pensamientos y acciones, en la medida en que no están determinados por la estructura genética de la especie. Los postulados o “axiomas” éticos, arbitrarios desde el punto de vista lógico como los axiomas en general, no loson desde un punto de vista psicológico, pues cuando van más allá de las tendencias innatas de la especie, es posible una investigación de carácter filosófico y esencial, pero también psicológico, respecto a las reacciones emocionales del individuo en relación con sus prójimos, las cuales están sujetas a la prueba de la experiencia.
   Como quiera que sea; el valor del sentimiento de respeto toma un lugar central en el proceso educativo, en la empresa educativa toda, siendo a la par de un valor democrático fundamental, pues se refiere esencialmente al logro más elevado en el desarrollo libre de la persona, de modo que ésta al interiorizarlo pueda poner alegremente sus fuerzas y cualidades al servicio de su comunidad y, al través de ella, de todo el género humano al preocuparse verazmente por el destino del hombre. El sentimiento de respeto, cuando es alimentado por tal espíritu, por tal ideal, es a la vez espíritu de cuerpo, de comunidad, de asamblea de los comunes. Porque el fin superior del sentimiento de respeto está en servir, encontrando en él la felicidad y la conformidad –más que en el conformismo de las convenciones, en la comodidad de la acidia o en regir, mandar o imponerse de cualquier otra manera.
   El fin de una educación nacional de verdadera calidad no puede ser otro que ese logro del eudemonismo el cual, frente a las tentaciones de los espíritus egoístas o craticos, prescribe formar al joven en el espíritu del respeto y sus principios fundamentales.    




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