domingo, 24 de julio de 2016

Educación y Reforma del Entendimiento: la Confusión de los Valores (11a Parte) Por Alberto Espinosa Orozco

Educación y Reforma del Entendimiento: la Confusión de los Valores
Por Alberto Espinosa Orozco
(11a Parte)


El rebelde es, en efecto, el bellaco, el que hace la guerra –ya sea mediante el levantamiento de las masas, repitiendo consignas (el ideólogo), ya sea indirectamente, por caso so capa de luchar por una moral más laxa y permisiva, ocultando sus motivos. En el fondo se trata de una guerra  contra la moralidad, contra la ética, contra la filosofía, contra el espíritu, incluso contra la objetividad y lo concreto, hasta que se revela como una guerra ya no digamos contra la religión, sino contra el mismo Dios. Nada mejor entonces que hacerse pasar por filósofos, por moralistas, por reformadores, como el coyote aquel que va a dar a la jaula de las gallinas, o como el cocodrilo metido a redentor –lo que ya les permite minar los límites, las normas, desde dentro, introduciendo de tal manera la confusión. Nada más común entonces en el rebelde que ser evasivo, que esquivar el bulto, que no querer agarrar nunca el toro por los cuernos perdiéndose en asuntos tangencias o en cosas vanas. Nada más sólito, también que el refugiarse en los caprichos o en una fantasía de grandeza acuñada desde la infancia.  
Por ello el hombre rebelde es esencialmente el anarquista, quien no reconoce ninguna autoridad ni ninguna figura de mando y respeto –refugiándose así en el racionalismo del positivista,  ciego para los valores, apertrechándose entonces sistemáticamente en un lenguaje cerrado (estenolenguaje), y en una sociedad cerrada, ante el cual todos los otros lenguajes dejan inmediatamente de tener sentido –lo mismo si se trata de un código de albures, de la lucha de clases o fórmulas lógicas bien formadas, pues en sendos casos se da en realidad al lenguaje una función iniciática y casi mágica.


   Así su refugio en la razón toma las veces de la autonomía de la voluntad, de manera perfectamente mal entendida, pues a la larga no se trata sino de una autonomía meramente existencial, que termina por no distinguirse ni de las oscuras alianzas, ni del libertinaje o el permisivismo moral, ni del capricho consistente en querer salirse siempre con la suya –llegando a su punto de máxima confusión al tomar el non esse por el esse (o el todo por la nada).
El rebelde es así tanto el neurótico como el endemoniado, encontrándose una sutil gama de enajenaciones en sus manifestaciones concretas, continum en el que cabe destacar desde al macho mexicano hasta el bárbaro del norte, caracterizándose todos ellos por un desequilibrio o movimiento, por un desplazamiento notable en su escala de valores, que en casos de abierta perversidad moral, llegando a la plena inversión o trasmutación, hallando lo dulce amargo y lo amargo dulce, alejándose por tanto de país del agua donde el plomo tiene siempre el mismo sabor.
Sus figuras, así constituyen legión: desatentos, groseros, irresponsables, irrespetuosos, burdos, pelados, pendejos, crápulas, rotos y descocidos pueblan la ilimitada extensión de sus fronteras. Algunos de ellos, como el pelado, tienen una violenta manera de no ser, pues ante una responsabilidad que no quieren asumir vociferan, dan manotazos, rebajan, insultan, gritan, asoman los colmillos –anunciando con ello que se han hechos de la mortal angustia. Zorras astutas transitan despreocupadamente por la región urdiendo sus argucias, paseando junto con el delator y con el abyecto. Oportunistas de toda laya, trepadores, falsarios, simuladores, falsificadores, volteados, facundos y ambiciosos, prestidigitadores y mistagogos, cirqueros y payasos, actores, hipócritas o fariseos, demagogos y neogogos, engañadores, traidores, mentecatos y crédulos, farsantes e iracundos, chantajistas y provocadores -sin olvidar, por supuesto, ni a la nutrida escuela de los cínicos, ni al psicólogo evolutivo, que completan esta lista.



   Su historia es la historia del error que bien puede definirse como el mismo error del inmanentismo y del existencialismo: ser de hecho y sin razón de ser, no importar que razones dar, no importar tener razón, no importarle, pues, en absoluto, la razón, o el logos, por el cual la tradición ha definido precisamente al hombre. Historia del irracionalismo contemporáneo, pues, que no puede desembocar sino un generalizado y asfixiante inmoralismo que hoy en día está abriéndole de par en par las puertas al caos.
   Ensayo frustráneo de humanidad que al trasgredir las normas por buscar el provecho del alma inferior o por imprudencia acaba por caer en las garras del demonio /el enemigo, el adversario de la humanidad, el tentador, el nefasto, el maldito), siendo finamente reclutada la persona bajo las abstractas filas numéricas del ensanchado Behemot o del temible Levitán.
Lo que en definitiva más odia el rebelde es la jerarquía, la autoridad, el orden, la norma, el principio, la ley, que es propiamente la instancia ante la que revela. Se trata de un comprobado odio a los que son superiores en algún sentido a él, por lo que conlleva algo de lo propio en el envidioso: su intento de sacar a sus competidores del camino para usurpar su puesto o su lugar. Intento de sustitución, pues, como el artista que anhela no la creación sino el éxito, como el político que anhela no el servicio y el provecho social sino el poder, que al logar lo que lo desea dejando atrás una fila de excluidos o de cadáveres descubre que no era nada, que logrando la jerarquía deseada se convierte en humo y en nada, pues en realidad andaban perdidos cada quien por su lado pues lo que perseguían no era sino una ilusión, una quimera.
Se trata en general del trágico intento del ser humano de querer hacer lo que no vale, declarando perder lo que se intenta ganar, confundiendo así lo profano, lo histórico y transitorio, lo demasiado humano y por tanto lo ilusorio, con la realidad, tomando el cobre lo inmanente por oro sólido de la trascendencia –y cuyos extremos de excentricidad, mentira y apariencia no pueden sino conducir derecho y en plomada al non ese del vacío absoluto.
   Así, lo que el rebelde propiamente revuelve son las jerarquías, mediante un desplazamientos de los valores y aun de la inteligencia, estando a sus anchas en el campo minado de la confusión de los valores donde irrumpe para erigirse y elevarse el  profano vulgar, cuya figura más propia es la del oportunista.
El oportunista, en efecto, incurre en el pecado espiritual de la confusión de los valores cuando se pone a juzgar realidades que conoce de manera somera, imperfecta, de las que no tiene la intuición vívida, a las que no ama. Así, por ejemplo, cuando el existencialista moderno, esa mala mezcla de marxista y positivista, con crudos tientes de historicista o de racista, se pone a juzgar sin ninguna competencia ya sea la metafísica, ya sea alguna forma de mística, atreviéndose, qué más da, a descalificarlas. Confusión de los órdenes, pues no se puede juzgar una realidad espiritual más que conociéndola, ya sea contemplándola desde una punto de vista estético, ya sea estando esencialmente y comprometido calificado para juzgar tal realidad: amando las realidades suprasensibles, creyendo en su existencia y en su autonomía espiritual (esferas de autonomía). Es decir, respetando sus límites, su sentido, sus normas.


La cultura vive desde hace demasiado tiempo ese clima de confusión de los órdenes, de los valores, es decir, bajo el signo de lo profano –donde cualquiera se siente capacitado para juzgar la metafísica, el mito o el dogma, cosas para las que hace falto estar calificado, no confundir los órdenes, no ser profano.
En otros tiempos la contienda por los valores se daba a un nivel más elevado: la filosofía disputaba con la teología; la teología con las ciencias naturales. Hoy en día los profanos se han ensanchado en una magnitud de pesadilla, al grado que se permea sobre la superficie de la cultura toda la confusión de los valores espirituales a niveles cada vez más bajos, más sordos, más vulgares, más gordos, más toscos. Hoy en día, en efecto, se confunde el lenguaje con el pensamiento, y el pensamiento con el cerebro; el genio con la locura; la santidad con la sexualidad reprimida; la poesía con la gramática; el arte con la sexualidad y ésta con la coprofilia o el tanatismo; la filosofía con la pedofilia; la espiritualidad con la lucha de clases y hasta la cultura con el racismo, con el nacionalismo, con los murales de las pulquerías. Así todo ha llegado al punto que se quisiera juzgar la realidad por criterios puramente sensoriales –solidarizándose el hombre así con los niveles más bajos de la creación: con el mundo de los insectos.
Lo propio de los espíritus de la rebeldía es, así, ese intento por saltarse las trancas, por barrer las fronteras y las normas, y con ellas la autonomía de los valores artísticos, estéticos, morales y metafísicos. De ahí la injerencia de los existencialistas, de los cínicos en la cultura, hollando los campos de la vida espiritual como militantes no cualificados, que sin ninguna formación ni compresión minan desde dentro la poesía, el arte, la moral, las normas, resultando sin embargo sus pretensiones a la postre perfectamente desautorizables.












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