martes, 19 de julio de 2016

Educación y Reforma del Entendimiento: del Pensamiento Rebelde al Sentimiento del Respeto (7a Parte) Por Alberto Espinosa Orozco (7a Parte)

Educación y Reforma del Entendimiento: del Pensamiento Rebelde 
al Sentimiento del Respeto 
Por Alberto Espinosa Orozco
(7a Parte)





  El hombre puede falsificarlo todo. A través del tiempo a falsificado prácticamente cualquier cosa: el oro, la amistad, el amor, la ciencia, la filosofía, la religión y recientemente el agua, pues ya han inventado el agua en polvo. También puede falsificar sectores enteros de la vida, como la cultura (dando a colación lo que algunos llaman con buen tino la “culturita”). Sus expresiones más cabales han creado todo un paradojario que no deja de producir inevitable asombro: la disidencia unánime del rebelde agasajado y la originalidad uniformada y en masa del disidente aplaudido  no son sino dos de sus expresiones más chirriantes.
   Nada más común en nuestro tiempo que la Frase ; “Ya no hay respeto” -que a sucedió al punzante sentimiento de la pérdida de los valores, conducente a esa nostalgia de ver que todo tiempo pasado fue mejor. Degradación entrópica del sistema de la cultura que tiene como clave el olvido de nuestras nobles figuras tutelares no menos que de tradiciones, sobre cuyas ruinas se yergue sin majestad alguna la figura del rebelde –algunas veces ostentando ya no el clavel, sino el vede gargajo en la solapa.
   Negligencia axiológica a favor de lo genético, de lo biológico, de lo económico y finalmente del naturalismo del stau quo, cuya estructura,  perfectamente reaccionaria, sirviéndose del los más abstrusos lenguajes y procedimientos, encumbra al falsario, al farsante, al macana y al simulador –a toda una caterva de cínicos y rebeldes, pues, que de manera muy postmoderna y con un lenguaje ininteligible sostienen abierta o solapadamente una guerra contra la calidad incluso, viviendo por decirlo así con la virgen de espaldas, esperando a la menor oportunidad trasgredir algún límite de las normas o del sentido para, si es posible, despojar incluso a los descalzos.
    Imponente fenómeno, el cual no es en el fondo sino el de una parálisis moral derivada de una pérdida del sentimiento del respeto. La pérdida de tal sentimiento, en efecto, lleva tarde o temprano a una evasión de la misma realidad y a una soterrada o explícita rebelión contra las cosas elevadas, contra las cosas del espíritu y de la libertad, que son la raíz del bien.
   Todo lo cual impide constitutivamente al hombre tanto a escuchar, que es la luz de los ojos, cuando a mirar lo elevado, que es lo que no tiene forma. Constitutivamente, porque la rebeldía no puede sino derivarse de la abolición del sentimiento del respeto, que es la negligencia, donde hay un olvido real de los seres, de las jerarquías y de las personas, debido a una especie de oscurecimiento del espíritu, a una oscuridad sin forma donde no existe el sentimiento y reina la desatención, pues el espíritu se encuentra como vagando, aferrado a las presencias que se apegan, y donde la mente tiene a escapar y la persona a evadirse, donde se dispersa o distrae para ser lleva de aquí para allá, como las olas fluctuantes, sin tener un punto fijo. Las negligencia, en efecto, no puede sino conducir a la pérdida del sentimiento del respeto y al achatamiento general de los afectos, a una mente nublada, que facilita el vivir con todo tipo de fantasmas, con presencias del pasado que se apegan, resultando así una personalidad doble, dubitativa, cortante y evasiva que alegremente arroja la responsabilidad a un lado por una especie de olvido del ser. Especie de esclavitud sentimental que al ensancharse a escala social crea un estado de cosas donde todos, a fin de cuentas, se encuentran mortalmente insatisfechos.
   La figura del rebelde (de “bellum”, el que hace la guerra), no es ora que la del bellaco, la del espíritu insidioso que busca como dañar al prójimo, ya sea sacando ventaja de él o engañándolo, ya por la simple alegría del mal ajeno (envidia).
   Todo en nuestro tiempo está marcado por su presencia; puede decirse incluso que vivimos en un tiempo revuelto, de rebeldes agasajados, donde hasta el pensamiento mismo ha dado por estar siempre más allá de si mismo, a la vez fingiendo una realidad e inaprensible a la razón: es la razón histórica, la razón dialéctica, a la vez una y consustancialmente cambiante (¿??), la cual intenta el enorme proyecto hegeliano de la legitimación del tiempo por la historia –es decir, la legitimación del la historia por la historia misma y del hombre por la existencia en sí, ajenos a todo logos, a toda esencia o a toda naturaleza, que sería el gran propósito y corona de todo el inmanentismo contemporáneo. Ambición claramente totalitaria de apropiación del tiempo y la historia que no puede lograrse sin la apropiación de la superestructura espiritual de una sociedad (arte, moral , religión, filosofía) para heredarlo todo –a si misma. Intento, pues, de tomar el cielo por asalto fundándose en la postmodernidad tecnológica del progreso material la cual, sin embargo, al resultar ciega para los valores, no puede sino redundar en una decadencia y degeneración moral destinada a enfermar y empobrecer el espíritu, al estar guiados sus resortes de acción  por la lógica del egoísmo inconsciente y la orfandad, siendo imantada por oscuros faros de las ambiciones chaparras propias del inmanentismo: las ambiciones del placer, del poder voluntarista y del consumo –ligadas a su vez a la competencia feroz, a la predación competitiva, y a la lucha por los privilegios, cualidades que por definición son enemigas de la equidad y de la verdad y amiga de la intensidad, pero también de las tensiones, la ocultación y la irresponsabilidad. Imposible desconocer esas dos notas de la rebeldía, consistentes en la irresponsabilidad y el ocultamiento, redundantes en el desconocimiento estimativo y práctico de las personas y en el olvido de los valores.
   El desarmónico desarrollo social del hombre contemporáneo se cifra así en  una fijación por los valores económicos, por lo que es del orden de lo que nos dan o podemos tomar o costear, o que ponen el acento de la voluntad en el querer la posesión de cosas o de personas (dominio), confundiendo todo ello con la felicidad, en detrimento de los valores morales, que ponen el acento del corazón, de la voluntad, no en las cosas que tiene el yo, no en sí, sino en los lugares en los que entra o las que pertenece. Así cuando el yo no deposita su querer en aquello a lo que pertenece o aquello en lo entra se despoja a la vez del alma, quedando desamparado y en la orfandad espiritual –porque todo aquello que se posee está muerto, porque sólo al entrar a un lugar espiritual podemos tener propiamente un alma, hermanarnos en el reconocimiento del otro y de nosotros mismos y estar vivos. Porque la identidad no se determina por las cosas que poseemos, sino por las cosas a las cuales pertenecemos, de las que somos y a las que nos debemos.
   El sentimiento del respeto, efectivamente, es reconocimiento del querer, de la voluntad, en estado puro.
   El respeto es un sentimiento, propiamente moral, exclusivo del hombre. Puede caracterizarse por ser un sentimiento sublime, dirigido a lo más elevado: al espíritu. Su primera forma es el sentimiento de veneración a los antepasados y ancestros, pues directamente se refiere a la grandeza, a la dignidad de la persona. A los ancestros y antepasados por asegurar ellos la continuidad de la tradición, esa herencia de lo huma que se trasmite por medio de los órganos propios de la educación: el ejemplo y la trasmisión oral.
   Reconocimiento de la persona en estado puro, el respeto se aplica en seguida a las mujeres y a los niños; a las mujeres por ser ellas las depositarias de la moral, las custodias de la morada, estando el respeto entonces relacionado con la honra y con el orden del parentesco, estando cifrado en sus brazos la continuidad de la especie como tal (como especie humana, siendo también ellas las encargadas de la primera educación o de la crianza). A los niños, porque de ellos depende la paternidad, el paso de la cría al hijo propiamente dicho, pero también el orden de la herencia propiamente humana; es decir, por ser ellos el puente quienes las puertas del futuro, que unen o suturan el tiempo pasado con el tiempo por venir.
   En el orden de la cultura es el maestro figura de respeto, por asegurar la continuidad de una tradición, de una cultura, la herencia cultural que da un sentido orientado al todo de lo social.
   Así, el sentimiento de respeto resulta vital al ser humano, inscribiéndose muy claramente en el orden de lo temporal, de lo temporal humano, es decir, de la memoria. Todas sus figuras son representantes de la cultura y lejos de las liviandades del tiempo que se va, inmanente, agotado en sí mismo, sin trascendencia alguna, obedece al tiempo o de la continuidad o al tiempo que se queda –pues la cultura es un castillo construido con pilares inmutables de roca, siendo su tiempo otro tiempo, el tiempo de imperecedero o de lo que se construye salvado del diente roedor del tiempo, del tiempo que se va, del que es pasto del olvido.
   El sentimiento de respeto se dirige así específicamente al valor de las personas en sí; pero inmediatamente se relaciona con la autoridad, con la jerarquía, y simultáneamente con la herencia –con un orden temporal de la memoria donde se establece, por un lado, un orden jerárquico de predecesión y de sucesión y, por otro, de autoridad, de mando o gobierno para asegurar la continuidad de una tradición y la subsistencia de una comunidad.
   En efecto, el sentimiento del respeto esta directametne vinculado con el mandato, y por tanto con la obediencia. Su forma verbal es justamente la del imperativo: la de la orden, la del mandato. Se respeta a quien ejerce el mando con apego a la ley moral, por su coherencia a su vez en la obediencia a un imperativo moral supremo (normas over raiding). Me refiero así al manda más, como se dice en mi pueblito, al jerarca, a la figura autorizada para mandar a otros y ser obedecido por ellos.
   Se trata por tanto del reino del “deber ser” –que no se puede encontrar en los hechos, sino que es una creación propiamente humana, que da a colación una serie de enunciados de valor que en definitiva no puede reducirse a enunciados de hecho, sobre los cuales se impone, ante los cuales media un abismo, por referirse a fines. Pero los fines humanas pueden ser operativos, meros medios para alcanzar un fin utilitario, sin calificación moral –se puede querer hacer un puente para comprar mercaderías a los amigos de la tribu vecina o para destruirlos, etc. El sentimiento del respeto, por lo contrario, sólo deriva de aquellos deberes, de aquellas normas de conducta, de aquellas órdenes y mandatos que apuntan a fines propiamente morales.
   Se refiere entonces a lo que debemos hacer o no hacer moralmente, o a fines últimos de la conducta. Relacionándose así negativamente con todo el mundo de las prohibiciones morales –siendo su desacato un error moral, y la omisión del cumplimiento del mandato y la aplicación del consecuente deber juzgado a la vez como un desacato a la autoridad y como una desviación del deber hacer o no hacer, ya sea por desatención o por negligencia. Así, son los rebeldes los que emprenden una batalla contra las normas morales del deber y contra sus autoridades correspondientes, no haciendo lo deben o haciendo lo que no deben, estando en ambos en deuda moral, en falta, exponiéndose por tanto a exhibirse en su rebeldía o a ser reprobados por la autoridad y consecuentemente por comunidad a la que se deben.
   El sentimiento de respeto implica por tanto sumisión, o aceptación de la relación de mando o poder de un superior a un inferior, y por tanto humildad –sin la cual no puede eclosionar el sentimiento sublime del respeto en toda su magnitud, pues implica un tipo de identificación con la ley moral de la cual dimana tal poder y tal mandato. El rebelde hecha por tierra esa relación, en razón proporcional a la distancia que toma respecto de la figura del la ley, es decir separándose de tal figura justamente por rebeldía, alejándose así a tal grado que no puede ver la grandeza del sabio, la pureza del santo, el valor del héroe, y aplanando al mundo entero de la persona al intentar juzgarlo todo de hecho, sin razón de ser, por la mera existencia –porque en el fondo el rebelde no es otro que el hombre de la libertad descendente, inesencial, que es el hombre del existencialismo.
   El deber ser postulado por el sentimiento de respeto afecta así directamente la voluntad, la propia y la ajena, en una relación imperativa, que indica por porte del uno lo que debe hacer o no hacer (acción u omisión) del otro.
   Enfocado desde la perspectiva de la filosofía del lenguaje, corresponde a el tono de voz del imperativo, que imprime en la expresión verbal un significado mímico, el deseo del uno de que el otro atienda y obedezca su voluntad –siendo por tanto una expansión de la voluntad, propiamente social, que cuando es moral, cuando se trata de un imperativo no técnico o ingenieril sino ético, está directamente referido a la buena voluntad, es decir, al bien.
   La búsqueda del bien común es el dominio de la moral, y es tarea de la ética mostrar sus mecanismos de acción mediante la teoría filosófica. Puede así hablarse de una filosofía del imperativo, parte de la ética, encargada de estudiar las relaciones establecidas por la expresión verbal imperativa –las que van del examen de las figuras de autoridad a la estructura misma de los imperativos, pasando por fenómenos tales como la fidelidad, la lealtad y el rango, el poder y la investidura. pasando a los fenómenos negativos del desacato, la disención, la traición  y la defección.  
   En un sentido negativo lo que vemos ante el rebelde es un complejo de fenómenos de aplanamiento de los valores y una vulgarización de los mimos. Nuestra época está saturada de ellos. Acaso el más notable es el del “ídolo de barro” promovidos por la publicidad y las vanguardias contemporáneas –se trata no más que de lo que tiempo levanta, como la cresta de la ola, para asirse por instante del ahora para luego caer, derrumbado, sobre la espuma y arena del siguiente instante y disolverse finalmente en nada (como la moda, que no es sino apariencia, arena y espuma levantada por el viento y dejada caer por el tiempo sucesivo que requiere de otro instante erigido, pues se trata del tiempo constituido por el hora, cuya esencia es, como la angustia, fundamentalmente pasar).
   Las pseudo-filosofías actuales del instantaneismo, así como las vanguardias de lo efímero, han querido consagrar, no sin frivolidad, la novedad, el tiempo siempre en movimiento y cambiante del ahora. Filosofías hedonistas, pues, del inmanentismo contemporáneo que celebran el consumo y con ello el tiempo que se va y no vuelve, que se pierde: es decir, el inmanentismo del ahora, de lo que se agota en sí mismo sin trascendencia alguna.      
   Por lo contario, las figuras dignas de respeto habitan otro lugar y en otro tiempo –el lugar de la memoria donde todo es un perpetuo ahora, el lugar del deber ser específicamente, donde será siempre presente la obligatoriedad universalizabilizable de cumplir con las promesas, o la menos el espíritu con el que fueron hechas, por poner tan sólo un ejemplo. Es así justamente el respeto el que nos mueve más allá en el tiempo a la rememoración y a la conmemoración colectiva de las figuras que nos han dado orientación, que han dado rumbo a las promesas, esperanza a nuestras vidas, luz a la memoria colectiva –justamente por ser o ver sido sus presencias antelación de un tiempo nuevo por venir, promesa de futura. Asidero de la esperanza presente. También por habitar en ese otro tiempo inamovible pero vivo de la memoria donde se asegura la continuidad de una tradición, por haber sabido ser ejemplo, representantes de la ley o de una herencia cultural. Se trata pues de las figuras de las filosofías eudemonistas quienes plantean, con el testimonio y ejemplo entero de sus vidas, una orientación para una vida buena, digna de ser vivida, apareciendo como faros de luz en la tormenta, que día a día pareciera encresparse en los tiempos revueltos, rebeldes, en que vivimos.     



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