jueves, 28 de julio de 2016

Guillermo de Lourdes y las Doradas Manzanas del Sol Por Alberto Espinosa Orozco

Guillermo de Lourdes y las Doradas Manzanas del Sol
Por Alberto Espinosa Orozco


En los muros del patio central del Palacio de Zambrano pueden admirarse las obras murales que Guillermo de Lourdes realizó al oleo entre 1935 y 1936, conocidas en su conjunto como “Historia del Proceso Revolucionario”, ocupando desde el primer corredor de la entrada principal hasta los arcos de la segunda planta. En conjunto se trata de cinco series, todas ellas de altísimo mérito estético, contribuyendo al esplendor de la señorial edificación, siendo el recinto civil que cuenta  con un mayor número de obras pertenecientes al movimiento muralista mexicano en Durango. Los bellísimos murales de Manuel Guillermo de Lourdes comienzan a desenvolverse en el zaguán de la entrada principal, donde el artista pintó las alegorías: “El Trabajo en la Hacienda Porfiriana” y “La Acordada”.
En los corredores del patio principal, el muro frontal y en los laterales, plasmó con un gran sentido didáctico la “Historia de la Revolución”, marcando, a través de las imágenes de sus personajes principales, sus diversas transiciones.  La larga serie de muros titulados en su conjunto “La Lucha de Facciones”, plantea una compleja composición histórica narrativa, cuya lectura está dispuesta, siguiendo el corredor del patio principal, de izquierda a derecha. 


Destaca un segundo tablero, enmarcado en un paisaje, en el que aparece  el revolucionario  Aquiles Serdán (1877-1910), quien en 1909 fundó en Puebla el club político “Luz y Progreso”. Se encuentra resguardado por su madre, en la parte posterior, junto a sus hermanos, Maximino y Carmen Serdán. Aquiles Serdán, al lado de Francisco I. Madero, inician en el Partido Antirreleccionista el levantamiento armado en la ciudad de Puebla, pero es asesinado junto con dieciséis de los dieciocho insurgentes en un tiroteo en su casa, en la ciudad de Puebla, el 18 de noviembre el 1910, a manos del general Miguel Cabrera, jefe de la policía, figura que aparece en el fondo del tablero entre las moriscas construcciones de aquella ciudad.





En la parte baja del muro se encuentra una hermosa representación de Carmen Serdán, llevando entre las manos unas esferas explosivas, puestas a los pies del revolucionario –en clara alusión a las míticas Manzanas de Oro de las Hespérides, símbolo de los más altos tesoros de la abnegación y sacrificio humano. Si observamos en detalle se trata en realidad de un manojo de bombas, parecidas a granadas de mano, ofrecidas por la mujer al revolucionario como explosivo reclamo ante las insufribles injusticias del porfiriato. El mito griego recuerda que  en las bodas de Zeus con Hera, la madre Gea le regaló a su nuera unas ramas de las que pendían manzanas de oro, las cuales otorgaban la inmortalidad, el poder de la vida y la juventud eterna.  Las Hespérides, o las Hijas del Atardecer, aceptaron que fueran sembradas en su jardín por Hera, siendo protegidos los árboles en que se convirtieron por Ladón, el temible dragón de diez cabezas. En el primer mural de Diego Rivera, La creación, aparecen las míticas manzanas de oro de las Hespérides, utilizando Guillermo de Lourdes para esta ocasión el simbolismo en un tono más cívico y heroico. Es uno de los frescos más bellos de todo el conjunto, donde aparecerá nuevamente la figura de la musa que recurrentemente tomó el artista como modelo para su pintura.




  Nota: Existe en Durango un moderno monumento en homenaje a la memoria de la revolucionaria Carmen Serdán, en el Jardín Vizcaya, junto a Transportes, frente a la Primaria Guadalupe Revilla, Escuela # 10 del estado.





miércoles, 27 de julio de 2016

Soneto Visitación Por Alfonso Reyes

Soneto Visitación
Por Alfonso Reyes



—Soy la Muerte— me dijo. No sabía
que tan estrechamente me cercara,
al punto de volcarme por la cara
su turbadora vaharada fría.

Ya no intento eludir su compañía:
mis pasos sigue, transparente y clara
y desde entonces no me desampara
ni me deja de noche ni de día.

—¡Y pensar —confesé—, que de mil modos
quise disimularte con apodos,
entre miedos y errores confundida!

«Más tienes de caricia que de pena».
Eras alivio y te llamé cadena.
Eras la muerte y te llamé la vida.


martes, 26 de julio de 2016

Aquel Nopal de Durango Por Alberto Espinosa Orozco

Aquel Nopal de Durango
Por Alberto Espinosa Orozco



Subió tan alto, tal alto
aquel nopal de Durango
que remontó sin quebranto
sus raíces de cactácea
a la basílica torre
del oeste mexicano
para ser todo un encanto
de gran prodigio y extraño
que entre palomas ya vuela
sobre el frontón de cantera.




domingo, 24 de julio de 2016

Educación y Reforma del Entendimiento: la Crisis: Decadencia de la Conciencia Moral (12a Parte) Por Alberto Espinosa Orozco (12a Parte)

Educación y Reforma del Entendimiento: la Crisis: Decadencia de la Conciencia Moral
Por Alberto Espinosa Orozco
(12a Parte)





Vivimos una época caracterizada por su decadencia moral, la cual se deriva de la pérdida del sentimiento religioso profundo y de la corrupción del sentimiento de la vida (“una vida más vida”, cuyo biologisismo ha sido preconizado paralelamente al dictum de la estética de “el arte por el arte”). Por el abstracto principio rector de la pseudofilosofía del triunfo, del éxito personal a toda costa y de la eficacia competitiva, concebidos como una lucha implacable a costa del prójimo y como algo que nace íntimamente ya de la ambición personal ya del temor al rechazo o a ser excluidos.
El predominio del egoísmo, la predación de la agresión, la competencia innoble, la manipulación de las conciencias y la cosificación del otro en directo detrimento de la dignidad de la persona se postulan así como situaciones derivadas a la naturaleza inherente a los seres humanos (psicología evolutiva) –sosteniendo por tanto indirectamente que la religión y sus constantes principios morales no son más que una serie de ideales utópicos no aptos para orientar el destino humano y desechando por tanto la formación y el desarrollo de los sentimientos de cooperación y fraternidad (sirviéndose muchas para ello de las bárbaras doctrinas políticas contemporáneas, en boga desde hace un siglo, que exaltan la violencia entre los hombres).
   Así, lo que se busca, es lograr imponerse por la fuerza, ya sea mediante la manipulación del individuo (mediante la presión social y los prejuicios convencionales), ya sea de las masas (mediante el adoctrinamiento y el falso comunitarismo apelmasador de masas). Su primer objetivo: ensordecer los imperativos de la conciencia moral y el sentido de la responsabilidad del individuo, de independencia en materia política, menguando así el sentido de justicia del ciudadano (a quien cualquier atropello de pronto le parece “bien”, siempre y cuando o fortaleza o no debilite sus muy particulares intereses egoístas, adoptando por tanto la riesgosísima posición subjetivista del el relativismo moral, que tácitamente declara; “sólo es justo aquello que me conviene”). Actitudes todas ellas reforzadas por el temor del ciudadano de ser eliminado del ciclo económico, teniendo que sobrevivir así con la carencia de todo (exclusión), y condicionadas por la anárquica producción y distribución de bienes de consumo material. Actitudes que también apuntar a matar el espíritu de libertad y del pensamiento crítico; también la el sentimiento de solidaridad y cooperación en que se basa toda la vida de la cultura; minando por tanto el ennoblecimiento del individuo por medio de la extensión de la moral, del arte y la cultura; el imperativo de renunciar al uso de la fuerza bruta para conseguir un objetivo (principio democrático del diálogo); y finalmente socavando el ideal religioso de liberar al hombre de las cadenas meramente existenciales físico-biológicas para guiarle hacia la esfera de la libertad.
Error garrafal de la educación ha sido dirigir las potencias intelectuales solamente hacia la eficacia de la técnica y hacia lo práctico utilitario, creando con ello una serie de hábitos, propios del pensamiento materialista, que forman una atmósfera asfixiante, extendiéndose como una terrible helada sobre la consideración mutua entre los hombres, por erosionar profundamente el sentimiento moral entre los hombres.[1]
   Hay que destacar aquí lo que se ha llamado la “barbarie del especialista”, Se trata del producto propio de una educación orientada hacia la especialización, ya en materia técnica, ya en materia filosófica, psicológica o literaria, etc. Consiste básicamente en enseñar al hombre una sola capacidad mediante la instrucción o el adiestramiento. Pero instruir o adiestrar no son propiamente educar. Bajo tales condiciones el producto humano resultante no puede diferenciarse de una máquina útil –carente por tanto del sentimiento de intimidad de la persona, sin la menor compresión por tanto y sin la menor afinidad con los valores fundamentales de la persona, dando por tanto a colación personalidad o desequilibradas e inarmónicas o bien no desarrolladas.
   Es aquí donde resultan más dañinas las “doctrinas tecnológicas”, con su venenoso carácter ambiguo, pues apelan: por un lado, a la neutralidad y objetividad de la ciencia, que estudia al mundo sin valorarlo, de manera asentimental, presentándose así como doctrinas desprovistas de todo aspecto moral o ideológico; pero, por el otro, están prestas a influir en las decisiones morales. 
El desequilibrio o la falta de desarrollo en la personalidad de hombre contemporáneo se debe básicamente al predominio de los impulsos egoístas sobre los sentimientos y valores sociales –de por sí más débiles, más delicados en proceso de constante deterioro, que dejan la impresión de espíritus cada vez más vacíos y enfermos. En formula de Max Scheler: el instinto es lo menos valioso, pero lo más fuerte (strum und drang); mientras que el espíritu es lo más valioso, pero lo de menor poder.
Así, el deterioro de la naturaleza moral del hombre, desbalanceada hacia el predominio de las tendencias e impulsos egoístas e individualistas sobre los sentimientos sociales, es promovido día con día por la publicidad, que crean el embeleco, la ilusión, de que es posible llevar una vida feliz y sin ataduras, huyendo del dolor y buscando la sola satisfacción personal –quedando el hombre finalmente confinado en los caprichos egoístas de sus deseos inconscientes o de su egoísmo, indiferente e incluso hostil al grupo del que forma parte. Sin embargo, puede replicarse, invitar abiertamente al egoísmo es también invitar al abuso social, es decir, la maleamiento de la conciencia social, pues el éxito y el triunfo a toda costa no tiene otro objetivo que el recibir mucho de la sociedad, incomparablemente más de lo que le corresponde por el servicio prestado a la comunidad –cuando la medi9da que debería imperar ería el ser medido por lo que se es capaz de dar, no de recibir. Espíritu del egoísmo ciego, pues, que va rindiendo finalmente los individuos al llamado de los impulsos más elementales, vencidos por el alma inferior, para hacerlos luego solidarios de los niveles más bajos de la creación.
Nos encontramos así, efectivamente, ante el agotamiento de la época actual, expresado en términos no sólo de desconocimiento de la persona en cuanto tal (en el sentido no sólo de tener pocas nociones sobre la persona, sino sobre todo en un desconocimiento práctico activo, estimativo, del aprecio que se deben las personas entre sí unas a otras), sino también en los fenómenos de excentricidad y extremismo, .en el sólito espectáculo de personas sacadas de su centro, motivadas más que por sentimientos por impulsos y tendencias, llevadas éstas al extremo de solidarizárselas con las formas más bajas de la creación y donde, por tanto, hay un claro declinar de las nobles tradiciones del espíritu y del espíritu mismo o de las humanidades.
La época actual resulta por lo tanto extremadamente confusa y extremadamente degenerada. Tiempos de río revuelto donde florece la semilla del mal: la rebeldía, volviéndose más fuertes las cadenas de esclavitud y confinamiento a las que conducen sus misceláneas actitudes. Tiempos sobre todo de invencible sordera –porque sordera es lo que hay y sordera es desamor.
Cuando a su vez se alcanza tal extremo suele producirse cíclicamente una inversión: una vuelta a los valores, un regreso a la tradición, un retorno a un centro más estable de la persona que trae a su vez aparejada la liberación.
Toca ahora marchar por los vericuetos del camino, por la senda que lleva al país quebrado y de los lugares ásperos, estudiando al contemplar su panorama las figuras de la rebeldía, buscando en ellas las notas esenciales de los actos vergonzosos y reprobables del rebelde o que tienen desde un punto de vista moral justificación.
Vergüenza es palabra derivada de “verecundia”, y tiene el sentido de reserva, pudor, pero también de respeto. Se trata así de un sentimiento que mueve al hombre a no trasgredir los límites, a no ir más allá de las normas, a contenerse modestamente, a cumplir con el deber en una palabra, en todo y del todo. Aspiración a la perfección y a la grandeza, la vergüenza se relaciona entonces con el sentido de la reverencia, a inclinarse, pues, en símbolo de lealtad ante las figuras más altas o dignas de respeto, que por proteger un valor o una causa se encuentra precisamente al frente, presidiendo  en su sede a un agrupo o estando sentado al frente –cosa que implica cierta liturgia y cierta solemnidad que nacen espontáneamente del sentimiento mismo de deber, las cuales puede por supuesto falsificarse y vaciarse en el mero ritualismo inane o en el formalismo de la palabra huera.
Nuestro tiempo puede caracterizarse por la angustia de la inmanencia. Tiempos inmanentistas son los nuestros, que se agotan en si mismos sin trascendencia posible y que así se angostan, se estrechan, presionando y de deprimiendo a las personas, las cuales reaccionan muchas veces con movimientos de fuga o de embotamiento, en una marcha hacia los extremos y excéntricos de la propia personalidad.
El moderno inmanentismo es, en efecto uno de los grandes caracteres de la edad contemporánea. Su manifestación a su vez más característica es la llamada “Tradición de la Ruptura”, que halla su expresión más aplaudida en las vanguardias estéticas contemporáneas, pero no sólo en ellas, sino que es un rasgo sobresaliente y acaso predominante del pensamiento contemporáneo.
Excentricidad y extremismo propios a la extremosidad de nuestro tiempo cuya presión no sólo histórica sino también generacional  lleva inevitablemente al abuso y a la trasgresión de límites, desechando así o desoyendo los consejos de la moralidad tradicional –llevando por tanto pues o a la apostasía o la indiferencia total en materia de religión, postura que se presenta como un terreno fértil para abonar las semillas inconscientes de un oscuro paganismo.
La rebeldía aplaudida y agasajada de ambiciosos, oportunistas de toda laya, de los agitadores agitados y de los adelantados de la modernidad conduce, sin embargo, a la enajenación, a la alienación del hombre –que es precisamente el extravío de la persona: perder la oportunidad de reconocerse. Así, si el imperativo filosófico prescribe conocerse a uno mismo, encontrar el propio límite para alcanzar nuestras potencialidades de universalidad, implica también respetar el valor y a uno mismo. Por el contrario, el desconocimiento, el extravío de la propia personalidad implican perder el respeto a lo valor, el haber sido derrotados en la batalla por preservarlo, impotentes de resistir a las fuerzas que intentan erosionarlo o minarlo,  y por tanto una cierta cobardía, donde se pierde el respeto debido a uno mismo.
         Todo ello da a colación el doloroso extravío del ser humano. Por más que sea humano revolcarse el propio error ello no constituye sino un callejón sin salida, del que no cabe salir sino echando marcha atrás.
El rebelde contemporáneo da la impresión de querer tomar el cielo por asalto –ya sea para tomar un lugar, usurpar el poder o imponer jerarquías o falsas o arbitrarias, corrompiendo por tanto o anulando de alguna manera el sentimiento de respeto. Pues se encuentra siempre latente el intento de la rebelión de los abajo, de los moralmente inferiores, de los subnormales e infradotados –cuyo espacio topológico es precisamente el infierno, es decir, lo que se haya más abajo. Mundo, pues, donde el infierno sube pero el cielo no baja, cuya manifestación más notable es el autoritarismo y la prohibición –por un lado, el abuso de autoridad debido a la usurpación del comando, por el otro el miedo que inmediatamente engendra reglas para lograr un espacio protector cerrado y amurallado.
Su figura es la del dictador, y paralelamente la del adoctrinador, que por un mandato meramente formal obliga, si no al respeto de su figura (cosa muchas veces imposible) al menos si a su obediencia, es decir, o al servilismo de la abyección o la manipulación técnica de los automatismos psicológicos. Porque si bien es cierto no puede haber mando sin obediencia, puede sin embargo haberlo sin sentimiento de respeto
La rebeldía puede caracterizarse por principio como una especie de subjetivismo extremo, donde se confunde la autonomía de la voluntad (consistente en la no cohersión exterior de nuestros actos, que han de ser voluntarios y libres), con el capricho personal, con el hacer la “gana”, la propia conveniencia, que es una especie de anarquía de la conducta moral.
Voluntad al garete, el rebelde niega una tradición, guiada sólo o por la conformidad de la convención social y sus lugares comunes asociados de cómoda complicidad (presiones históricas y generacionales) o por la conveniencia personal dictada por el egoísmo. En ambos casos dando como resultado almas esquivas, evasivas de la realidad objetiva, en un subjetivismo tendiente a escabullirse de la propia responsabilidad moral –sumiéndose ya en la mas de lo subpersonal, ya en el aislamiento del confinamiento existencial. Mundo de automatizados robots, de existencialistas anárquicos, de enajenados, de excéntricos vanguardistas o de cabezas… de ganado en los que se delata un hoyo en la conciencia moral: vivir en ausencia del sentimiento de respeto –dado también por ello mismo el cuadro tanto del hombre de doble ánimo o dubitativo, como del inconstante o del franco ausentismo.
Nada más característico del rebelde que el intento de abolir una jerarquía para inmediatamente reclamar a todas luces la autoridad y tomar su lugar, diciendo perder lo que ha todas luces intentan ganar o confiscar –ejemplos, la vanguardia que se alza contra la tradición y la academia para acabar siendo un academicismo más, reclamando incluso un lugar en la tradición; otro, el del rebelde agasajado que termina por no hacer sino una carrera política; finalmente, el del hereje metido a redentor.
Sin embargo, vale la pena recordar la estructura del infierno, ese lugar destinado a los rebeldes, donde cada demonio le dice al otro: “Non serviam” –es decir, no seré siervo.  





[1] Albert Einstein, “Decadencia moral”, en Mi Vida y mi Pensamiento. Ed. Dante, Mérida, Yucatán. México, 1987. Pág. 14. Ver también la nota “Ciencia y Religión”.



Educación y Reforma del Entendimiento: la Confusión de los Valores (11a Parte) Por Alberto Espinosa Orozco

Educación y Reforma del Entendimiento: la Confusión de los Valores
Por Alberto Espinosa Orozco
(11a Parte)


El rebelde es, en efecto, el bellaco, el que hace la guerra –ya sea mediante el levantamiento de las masas, repitiendo consignas (el ideólogo), ya sea indirectamente, por caso so capa de luchar por una moral más laxa y permisiva, ocultando sus motivos. En el fondo se trata de una guerra  contra la moralidad, contra la ética, contra la filosofía, contra el espíritu, incluso contra la objetividad y lo concreto, hasta que se revela como una guerra ya no digamos contra la religión, sino contra el mismo Dios. Nada mejor entonces que hacerse pasar por filósofos, por moralistas, por reformadores, como el coyote aquel que va a dar a la jaula de las gallinas, o como el cocodrilo metido a redentor –lo que ya les permite minar los límites, las normas, desde dentro, introduciendo de tal manera la confusión. Nada más común entonces en el rebelde que ser evasivo, que esquivar el bulto, que no querer agarrar nunca el toro por los cuernos perdiéndose en asuntos tangencias o en cosas vanas. Nada más sólito, también que el refugiarse en los caprichos o en una fantasía de grandeza acuñada desde la infancia.  
Por ello el hombre rebelde es esencialmente el anarquista, quien no reconoce ninguna autoridad ni ninguna figura de mando y respeto –refugiándose así en el racionalismo del positivista,  ciego para los valores, apertrechándose entonces sistemáticamente en un lenguaje cerrado (estenolenguaje), y en una sociedad cerrada, ante el cual todos los otros lenguajes dejan inmediatamente de tener sentido –lo mismo si se trata de un código de albures, de la lucha de clases o fórmulas lógicas bien formadas, pues en sendos casos se da en realidad al lenguaje una función iniciática y casi mágica.


   Así su refugio en la razón toma las veces de la autonomía de la voluntad, de manera perfectamente mal entendida, pues a la larga no se trata sino de una autonomía meramente existencial, que termina por no distinguirse ni de las oscuras alianzas, ni del libertinaje o el permisivismo moral, ni del capricho consistente en querer salirse siempre con la suya –llegando a su punto de máxima confusión al tomar el non esse por el esse (o el todo por la nada).
El rebelde es así tanto el neurótico como el endemoniado, encontrándose una sutil gama de enajenaciones en sus manifestaciones concretas, continum en el que cabe destacar desde al macho mexicano hasta el bárbaro del norte, caracterizándose todos ellos por un desequilibrio o movimiento, por un desplazamiento notable en su escala de valores, que en casos de abierta perversidad moral, llegando a la plena inversión o trasmutación, hallando lo dulce amargo y lo amargo dulce, alejándose por tanto de país del agua donde el plomo tiene siempre el mismo sabor.
Sus figuras, así constituyen legión: desatentos, groseros, irresponsables, irrespetuosos, burdos, pelados, pendejos, crápulas, rotos y descocidos pueblan la ilimitada extensión de sus fronteras. Algunos de ellos, como el pelado, tienen una violenta manera de no ser, pues ante una responsabilidad que no quieren asumir vociferan, dan manotazos, rebajan, insultan, gritan, asoman los colmillos –anunciando con ello que se han hechos de la mortal angustia. Zorras astutas transitan despreocupadamente por la región urdiendo sus argucias, paseando junto con el delator y con el abyecto. Oportunistas de toda laya, trepadores, falsarios, simuladores, falsificadores, volteados, facundos y ambiciosos, prestidigitadores y mistagogos, cirqueros y payasos, actores, hipócritas o fariseos, demagogos y neogogos, engañadores, traidores, mentecatos y crédulos, farsantes e iracundos, chantajistas y provocadores -sin olvidar, por supuesto, ni a la nutrida escuela de los cínicos, ni al psicólogo evolutivo, que completan esta lista.



   Su historia es la historia del error que bien puede definirse como el mismo error del inmanentismo y del existencialismo: ser de hecho y sin razón de ser, no importar que razones dar, no importar tener razón, no importarle, pues, en absoluto, la razón, o el logos, por el cual la tradición ha definido precisamente al hombre. Historia del irracionalismo contemporáneo, pues, que no puede desembocar sino un generalizado y asfixiante inmoralismo que hoy en día está abriéndole de par en par las puertas al caos.
   Ensayo frustráneo de humanidad que al trasgredir las normas por buscar el provecho del alma inferior o por imprudencia acaba por caer en las garras del demonio /el enemigo, el adversario de la humanidad, el tentador, el nefasto, el maldito), siendo finamente reclutada la persona bajo las abstractas filas numéricas del ensanchado Behemot o del temible Levitán.
Lo que en definitiva más odia el rebelde es la jerarquía, la autoridad, el orden, la norma, el principio, la ley, que es propiamente la instancia ante la que revela. Se trata de un comprobado odio a los que son superiores en algún sentido a él, por lo que conlleva algo de lo propio en el envidioso: su intento de sacar a sus competidores del camino para usurpar su puesto o su lugar. Intento de sustitución, pues, como el artista que anhela no la creación sino el éxito, como el político que anhela no el servicio y el provecho social sino el poder, que al logar lo que lo desea dejando atrás una fila de excluidos o de cadáveres descubre que no era nada, que logrando la jerarquía deseada se convierte en humo y en nada, pues en realidad andaban perdidos cada quien por su lado pues lo que perseguían no era sino una ilusión, una quimera.
Se trata en general del trágico intento del ser humano de querer hacer lo que no vale, declarando perder lo que se intenta ganar, confundiendo así lo profano, lo histórico y transitorio, lo demasiado humano y por tanto lo ilusorio, con la realidad, tomando el cobre lo inmanente por oro sólido de la trascendencia –y cuyos extremos de excentricidad, mentira y apariencia no pueden sino conducir derecho y en plomada al non ese del vacío absoluto.
   Así, lo que el rebelde propiamente revuelve son las jerarquías, mediante un desplazamientos de los valores y aun de la inteligencia, estando a sus anchas en el campo minado de la confusión de los valores donde irrumpe para erigirse y elevarse el  profano vulgar, cuya figura más propia es la del oportunista.
El oportunista, en efecto, incurre en el pecado espiritual de la confusión de los valores cuando se pone a juzgar realidades que conoce de manera somera, imperfecta, de las que no tiene la intuición vívida, a las que no ama. Así, por ejemplo, cuando el existencialista moderno, esa mala mezcla de marxista y positivista, con crudos tientes de historicista o de racista, se pone a juzgar sin ninguna competencia ya sea la metafísica, ya sea alguna forma de mística, atreviéndose, qué más da, a descalificarlas. Confusión de los órdenes, pues no se puede juzgar una realidad espiritual más que conociéndola, ya sea contemplándola desde una punto de vista estético, ya sea estando esencialmente y comprometido calificado para juzgar tal realidad: amando las realidades suprasensibles, creyendo en su existencia y en su autonomía espiritual (esferas de autonomía). Es decir, respetando sus límites, su sentido, sus normas.


La cultura vive desde hace demasiado tiempo ese clima de confusión de los órdenes, de los valores, es decir, bajo el signo de lo profano –donde cualquiera se siente capacitado para juzgar la metafísica, el mito o el dogma, cosas para las que hace falto estar calificado, no confundir los órdenes, no ser profano.
En otros tiempos la contienda por los valores se daba a un nivel más elevado: la filosofía disputaba con la teología; la teología con las ciencias naturales. Hoy en día los profanos se han ensanchado en una magnitud de pesadilla, al grado que se permea sobre la superficie de la cultura toda la confusión de los valores espirituales a niveles cada vez más bajos, más sordos, más vulgares, más gordos, más toscos. Hoy en día, en efecto, se confunde el lenguaje con el pensamiento, y el pensamiento con el cerebro; el genio con la locura; la santidad con la sexualidad reprimida; la poesía con la gramática; el arte con la sexualidad y ésta con la coprofilia o el tanatismo; la filosofía con la pedofilia; la espiritualidad con la lucha de clases y hasta la cultura con el racismo, con el nacionalismo, con los murales de las pulquerías. Así todo ha llegado al punto que se quisiera juzgar la realidad por criterios puramente sensoriales –solidarizándose el hombre así con los niveles más bajos de la creación: con el mundo de los insectos.
Lo propio de los espíritus de la rebeldía es, así, ese intento por saltarse las trancas, por barrer las fronteras y las normas, y con ellas la autonomía de los valores artísticos, estéticos, morales y metafísicos. De ahí la injerencia de los existencialistas, de los cínicos en la cultura, hollando los campos de la vida espiritual como militantes no cualificados, que sin ninguna formación ni compresión minan desde dentro la poesía, el arte, la moral, las normas, resultando sin embargo sus pretensiones a la postre perfectamente desautorizables.












Educación y Reforma del Entendimiento: Figuras de la Mala Educación: sobre el Libertino (10a Parte) Por Alberto Espinosa Orozco (10a Parte)

Educación y Reforma del Entendimiento:
Figuras de la Mala Educación: sobre el Libertino
Por Alberto Espinosa Orozco
(10a Parte)

“Tengo mis vicios y mis virtudes en equilibrio perfecto:
un vicio más y me inclinaría definitivamente por los vicios.”
Julio Torri




Antes de despedirnos del tipo inmoral del descarado hay que agregar, a manera de repaso o de recapitulación, que se trata del hombre que ha optado por borrar su rostro para escabullirse de cualquier situación que lo comprometa, no queriendo así dar nunca la cara. Ser despersonalizado que propiamente carece de identidad, que no es ni puede entrar a ningún lugar, a ningún ámbito del espíritu, manteniéndose siempre a considerable distancia, fuera, a la manera de un lejano espectador; que a nada pertenece tampoco, siendo la suya un alma débil, propiamente pusilánime, que prefiere la inacción a quedar avergonzado delante de los otros por la somera penetración de sus tareas, siempre más o menos superficiales, incompletas, dispersas y, sobre todo, roídas por la fantasía de un delirante y extremo subjetivismo –que sin embargo, está vacío, pues todo se reduce al mundo del deseo, imantado en su querer por la feroz urgencia de la materia y por el mundo de las apariencias y las ilusiones, es decir, por la vanidad -la cual al resultar sobreabundante quisiera hacer pasar como mérito, como orgullo, exhibiendo por tanto en su trato una apariencia jactanciosa, arrogante, hinchada, pero que al carecer de toda consistencia pronto se desinfla de nuevo en la niebla de la pusilanimidad.
Hombre sin principios, ni nobleza, ni moral alguna, carente por tanto de todo sentimiento auténticamente social, su fingida filantropía no atiende sino a un esquema primario de acción, pues sólo sabe moverse instintivamente por mor de su mera conveniencia, tocando entonces un caso vergonzante del egoísmo: el del convenenciero –por más que se gusto lo lleve en incontables ocasiones a hacer lo que no conviene, lo que no es de provecho. Es por ello también y todo el tiempo el tipo psicológico del volteado, el del hombre fraudulento que quiera vernos la cara al pasarse de listo, fingiendo así todo el tiempo una cara que propiamente hablando no tiene a la vez que quiere hacer pasar el gato por liebre. Se trata así también del hombre que expide u otorga licencias, que invita a trasgredir los límites, entablando con ello una guerra soterrada contra las normas, contra la ley, contra la moral, deseando íntimamente la máxima impunidad por sus fechorías: que es la del vicio premiado, triunfante. Hombre que no sólo no tiene principios, sino que quisiera o borrarlos del mapa o invertirlos, voltearlos en una especie de consenso socialmente admitido, para ganar así el fervor del público, de los adeptos, a los que desea embaucar para que sigan la corriente de sus bizarras locuras insaciables, por lo que no es infrecuente que termine trabando alianza en asociaciones delictuosas que se regodean en las conductas moralmente ilícitas del adulterio, de la fornicación, de la orgía, por lo que esencialmente es también el hombre de la impudicia: el libertino.
Porque la desvergüenza del descarado estriba, en efecto, en no tener cara con que hablar ni de estética ni de moral, por ser sus acciones invertidas, por sus feas maneras, no sólo de mal gusto sino incluso volteadas: corruptoras del sentimiento de la sensibilidad. Aún así el descarado habla… y no sólo, sino que quisiera adoctrinar: llenar con su pobre palabra y su alma envilecida un espacio vacío; y a la vez queriendo irrefrenablemente comandar, dictar normas, dirigir… pontificar –llevándose por supuesto entre las patas a los inocentes cretinos que le siguen haciéndole de tal modo el caldo gordo, por carentes a fin de cuentas de personalidad, de posición, de valor, de especias, y muy precisamente de rectitud moral, de verticalidad.
Vale la pena agregar aquí su variante más patética: la del “risotas”, la del hombre que sustituye su rostro perdió por una perenne risotada idiota, que esgrime en toda ocasión a cambio de la palabra, haciéndose pasar así si no por un ser feliz, jocundo, creativo, pleno, realizado, al menos por ligero, pero siendo su insoportable ligereza en realidad no tanto materia de frivolidad, sino de una total carencia de espíritu (perdida neumática de la liberad). Su expresión mímica de la risa, sin embargo, al no tener objeto propio, al no apuntar a nada que sea cómico, ingenioso o risible, resulta ambigua por ser a su vez doble, hablándonos más bien del estado emocional propio de la caída que, por su fuerza descendente, produce sensaciones de explícito cosquilleo y temor interno, los cuales traduce el sujeto en términos de visibles temblores estomacales y en toda ocasión bajo la forma compulsiva de la risa -que, por decirlo así, lo deja sin cara, con menos que una máscara o una careta por rostro, sino apenas con una figura sonora de risa, desencarnada, paupérrima, que flota abstracta, al modo del Gato de Chesseare, fantasmalmente en el aire.
En cifra y resumen: el descarado toca un extremo de lo subhumano, pues no lleva propiamente nada dentro que no sea su ampulosa vanidad, que no sea su gusto particularísimo: el impulso de su vientre a seguir creciendo, queriendo hacer siempre su capricho, su gana, su soberana y regalada gana. Su vida se resuelve así en una mascarada inútil pues detrás de su cremosa cara no habita en realidad nadie, identificándose así con ninguno –cosa que al llenarlo de pavor quisiera volcar sobre los otros, siendo por antonomasia el hombre del ninguneo, del desprecio y de la exclusión del prójimo. Ser evasivo y amorfo, políticamente anárquico, agnóstico en materia de religión, el descarado va por la vida zozobrando, primero hundiéndose abyectamente al amoldarse, sobajarse, rebajarse e incuso arrastrarse ante otros para lograr sus propósitos, recuperando después el tono vital perdido en tal desequilibrios mediante intermitentes expresiones de soberbia, estando siempre necesitados de reclutar socios al su alrededor…  para negarles luego la sociedad. Así el descarado, oscilante entre el desmayo y la dominación, es no sólo el libertino, sino también el disoluto, el ser que se disuelve en un magma amorfo al no estar determinado en lo absoluto por su razón, sino por los móviles más bajos del alma humana, por el deseo o por el mundo – siendo sus conductas (que van del prometer en vano y el dorar la píldora a otros agravios y crímenes de mayor fuste: asechanzas, fraudes, adulterios, incitación al comunismo de salón, y demás lindezas) disolventes finalmente de la sociedad misma.
Nada hay más adverso no ya digamos que al hombre del recato, de la continencia, del pudor, del respeto, del decoro, de la santidad, sino a toda sociedad de fe trascendente que el descarado –detrás de cuya sonrisa raída, de su espolvoreada careta, de su troquelado gesto amable, se encuentra el nihilismo activo del libertino, del licencioso que, al regalar permisos a diestra y valiéndose de la indignación de la izquierda, manifiesta una urgencia por la temporalidad, por la fuga del tiempo, que irremediablemente pierde, que lo condena también no sólo a la finitud, sino al vacío; pues lo que se va en el tiempo a él mismo se lo lleva, quedando en nada como la arena que no puede ser retenida entre las manos, disimulando con su cara de nadie, con su rostro vacío, su insoportable, indesprendible, constitutiva angustia, ya que dentro de sí tan sólo se debaten la desesperación y la nada.
Su ruptura con la tradición, su carecer por tanto de ella, lo lanza así a la barbarie moderna de las místicas inferiores, orgiásticas, negras, pues al romper con la ley y con el pueblo que hace lo que  la ley prescribe, no puede sino trabar una alianza de contrario signo: con las naderías del tiempo, con la cultura histórica, con los hombres dormidos,  pues, o con la muerte que tales instancias del ciego devenir representan –corrompiendo así el gusto y a los mismos jóvenes del grupo, por su agónico afán por invertir las jerarquías e introducir en sus consciencias el degradado culto de un oscuro paganismo que sólo puede conducir al sufrimiento.
El descarado, al igual que el caradura, pertenece por derecho propio, junto con el pendejo, el culero, el pelado, el crápula y el lépero, a la nutrida jauría de lo que se podría denominar “la escuela de los cínicos”. Se trata, así, de una serie de subformas de la rebeldía que entrañan una peculiar ceguera para los valores (al igual que el positivismo, el abstraccionismo y el cientificismo), empezando por el valor de la persona, ya sea ello fruto de la ignorancia, del desconocimiento o de la locura controlada. Porque el rebelde al no distinguir entre el bien y el mal, y lo que es más radical entre el ser y la nada, termina tarde o temprano, por ser llevado a la huerta, para ser un tonto coptado más, por ser esclavo de su propia subjetividad, del alma inferior o de los instintos –estando por tanto sordo a los imperativos de la ley moral, permitiendo y aún exaltando el inmoralismo contemporáneo, que quiera ver triunfante al vicio y, como consecuencia lógica, castigada la virtud. De tal modo que hay una brincadera de chapulines de uno a otro lado, aprovechando el espíritu reaccionario para aparentar, con sus constantes desplazamientos, estar del lado correcto, premiando al rebelde y haciendo pasar la resistencia y aún la mera buena fe como si ésta fuese la rebeldía, para de tal forma socavarla, deslegitimarla, descarrilarla o llanamente par reprimirla. Es por ello que su máxima añagaza estriba en un engaño: infectar de rebeldía a la resistencia, levantándola volviéndola rebelde, para así trabar alianzas con ella o para luego de desactivarla descartarla.  
La caracterización del alma rebelde es así también la del existencialismo contemporáneo: del hombre mortalmente hostil  las esencias, para el cual toda naturaleza le es extraña, donde sin embargo se da la petrificación y el olvido real del ser, tan propio de la los desmemoriados vanguardistas postmodernos que si bien pueden existir, en cambio no pueden filosofar al ser pura y simplemente de hecho, hundidos en la pura existencia y sin razón de ser, sin interesarles realmente que razones dar, sin importarles un comino tener razón –hasta llegar al extremo de definir al hombre sólo por su historicidad, sólo por su temporalidad, renegando de toda otra naturaleza, de toda esencia, y al ser el único ser sin naturaleza, sin esencia, quedar preso del inmoralismo, del irracionalismo y del inmanentismo contemporáneo donde se postula al hombre como un mero mercenario del cosmos que intentará a partir de su vulgaridad o su extravío postular una cultura inferior, por contradictoria, apelando para ello a las doctrinas de la violencia y de la guerra (haciendo paradójicamente con ello de la reacción un dogma y hasta una revolución; terminando su espectacular pero endeble castillo de naipes al hacer de la revolución social una institución y de ésta un burocratismo).
    Hombres de lenguaje impuro, de lengua impura, que es también la lengua impúdica, la lengua de la impudicia, que exhibe lo que más valdría esconder, lo que es material de la escoria, y que en circunstancias normales es más bien causa de vergüenza –vuelto a tal grado sólito que muestra a las claras la convivencia diaria con la impudicia, con la desvergüenza, vindicando con ello ese naturalismo repugnante al que hemos llegado, tan de cínicos, tan de vivir a raíz, tan exhibicionista, tan despojado de todo símbolo, en el que sólo pululan fragmentos deshilachados de inconsciente bajo la forma de signos fragmentados, los cuales hacen alusión a su vez a sentimientos cada vez más ápticos, más toscos, más vulgares, más torales, más primitivos o meramente sensaciones, entrañables, más viscerales y por tanto también más dolorosos -donde puede verse claramente la sintomatología de una interioridad roída por el dolor, acosada por el sufrimiento, en medio de la cual late la yaga pútrida del error o de la estulticia. 
El hombre rebelde es, en efecto, el hombre de cabeza de hierro que no quiere abrir sus oídos –pasando de la incredulidad a la burla, y alejándose por tanto del hombre justo, leal, honesto. Su último grado se encuentra entonces en el necio, en el siniestro, particularmente alejados de la verdad, pecador, metido en cosas torcidas, que no es recto, que termina por caracterizarse por suplicar a dioses hechos de madera (idolatría) –sucintado con ello la ira de Dios, a quien ofende al alejarse de sus caminos, y que serán por tanto arrojados a la vergüenza, a la ignominia, donde se mostrarán a todos la gravedad de sus faltas. Hombres que se encuentran también en extremo conflicto con aquellos hacedores de la ley –que aunque no tengan la ley son ley, y que serán justificados porque escucharon la ley.                                                                
Se trata en el fondo de dos tipos humanos divergentes: el hombre constitutivamente irreligioso, incrédulo, que vive sin temor de Dios, que se deshace de Dios más que en el ateísmo en la indiferencia en materia de religión, que se libera así de Dios precisamente porque la mera idea de Dios le estorba, le atormenta, que es propiamente el hombre irreligioso, que tampoco por tanto ve necesidad alguna de estar justificado pro la ley moral, a la que bien a bien tampoco reconoce; y el hombre religioso, que tiene necesidad de creer, de orar, de tener una relación de cercanía con Dios, porque necesita que su fe en Él lo salve, que por tanto tiene busca su justificación en la ley moral –que es el núcleo de la misma religión cristiana.
Por un lado, pues, en el mismo rango que el descarado o un peldaño más abajo se encuentran toda esa caterva de transgresores, infractores, culpables ante la ley, facinerosos, inicuos, inmorales, injustos, concupiscentes, mentirosos, negadores de Dios, que ni cumplen con el sentimiento de respeto, en su extremo perdiendo todo sentimiento de vergüenza, cayendo por tanto en la falta de recato, de decencia y en el exhibicionismo o en la impudicia; es decir, que habiendo conocido la aguas del Jordán que van hacia arriba, que es el espíritu, regresaron a Egipto, que es el cuerpo, para saciar sus concupiscencias –que siendo y sabiéndose espirituales prefirieron abrazar su naturaleza meramente psíquica.
Porque si el hombre es un animal metafísico que es lo es por tener un alma que puede, quemando la escoria del alma inferior y refinando el alma superior, entrar en una relación con es espíritu –o dejar de tenerla, como tantos y tantos ya no digamos individuos, sino pueblos enteros pervertidos por el paganismo. Por lo que tales individuos, no ya digamos naciones, resultan pobres, escasamente humanos, por negadores conscientes de una exclusiva humana, que resulta la máxima, por coronar el sistema de la filosofía y ser a su vez la categoría misma del ideal (que es la santidad). Porque, a fin de cuentas, el hombre es ese extraño animal, ese ángel caído, que quiere tener una relación con el espíritu, que anhela una comunicación, una relación con el espíritu de la vida, de la luz, y que por tanto piensa en Dios –o que por el contrario se rebela, niega a Dios, al ser tentado por los tenebrismos del diablo o manipulado por la bestia, esas presencias inscritas también en nuestra naturaleza (pecado original)  con loa que todos los seres humanos, de alguna manera o de otra, combatimos.
   Pero el ser metafísico que es el hombre lo es esencialmente también por ser el animal menesteroso de justificación que es, el animal que necesita justificar su trayectoria en el mundo, su ser, su propia vida –ante una instancia externa, social, moral, o incluso teológica, pero que finalmente vuelve reflexivamente sobre si mismo, para intentar mostrar ante el tribunal de la vida el poder estar justificado ante… si mismo. O dicho de otra manera: el hombre es el animal metafísico que es porque requiere justificar su vida moralmente y esencialmente ante sí mismo, ante su propio juicio.
Así, el punto de inflexión de la vida moral y de toda la metafísica estriba enteramente en el respeto que cada uno tenga respecto de sí mismo;… o no, como es el caso de la vergüenza, y maximente en el del desvergonzado, que si le ha perdido el respeto a los otros es porque primero ha tenido que perderse el respeto a sí mismo.
Tal carácter permanece vivo en el hombre y se expresa de manera inequívoca en el deseo del hombre de ser educado: en el prestar atención, en no ser negligente, sino diligente, en tener oídos para escuchar las indicaciones, en el tomar nota y estar pronto para  obedecer -guiado exclusivamente por la tradición y el puro sentimiento del deber moral, o el criterio de la justicia. Es decir, en tener buena leche: leche de sentido, hambre de humanidad. En una palabra: dirigiendo sus obras por el bien hacer, por ser un bienhechor, buscando con ello la honra del espíritu y la gloria del bien –y al que Dios premiará con la paz y con la vida eterna. Porque, en efecto, el hombre justificado no es otro que el que obra el bien, que guarda la ley porque la ley está en inscrito en su corazón y que tiene como testimonio a su consciencia (confesándose y excusándose los hermanos unos a otros sus pecados), que son los circuncisos del espíritu.
Por el contrario, el hombre carente de justificación, es el que condena al congénere por faltas que el mismo comete; el que predica no robar y roba, no adulterar y adultera; que obra lo malo, lo hace lo que no aprovecha; que comete sacrilegios ante los ídolos, que al transgredir deshonra a Dios, o que llanamente es rebelde ante la ley –atrayendo tribulación y angustia, y por su duro corazón, finalmente en el día del juicio, la ira d Dios (Romanos, 2: 6-29).
O dicho con otra formulación: el hombre justificado es el hombre verdaderamente libre, capaz de ser responsable, de poder responder ante la vida y ante cada uno de los actos por él realizados: de acción, de pensamiento, de palabra y omisión –por más que bien a bien no hay hombre sin falta, no haya hombre enteramente recto, justo, pero que por lo mismo encuentra en la libertad responsable, en el sentimiento de la vergüenza, el valor de dar la cara, de no esconderla, para así poder afrontar la propia responsabilidad con todo su peso, para poder ser disculpado, sanado de sus yerros, y al expiar su culpa poder estar purificado, salir de la desgracia, (que es un estado ontológico), y entrar de nuevo en la gracia de Dios (que es la entrada en un ámbito, en una apertura: la puerta o la apertura del espíritu).

El oximoron de la libertad irresponsable sólo puede salvarse si se habla de  la oscura claridad, de la luz negra, producida por una libertad entendida en términos de los máximos derechos conquistados (de pensamiento, de los instintos individuales), es decir de la libertad contractual, de esa especie de derecho de paso que en nada compromete, que en nada responsabiliza, teniendo por tanto muy poco que ver con el problema de la libertad en sí -que es básicamente el ser responsable para con uno mimo. El derecho a la libertad, conquistado por la Revolución Francesa, no es sino aquella libertad exterior, automática, que funciona como un mero permiso de circulación, como algo otorgado por otro, que por tanto no compromete a la persona; mientras que la verdadera libertad significa poder responder a cada acto que uno realiza en la vida, en el sentido positivo de volverla fértil, creativa. En cambio una libertad descendente, fracasada, es la de la vida que al no aceptar cambio alguno, ni diálogo, ni verdadera pluralidad, mutila, moviéndose por exclusiones viscerales, o por inapelables automatismos, lo que viene más bien a ser la definición misma de la esclavitud. precisamente por ignorar el sentido propio de la libertad responsable, ascendente. Ignorancia que es el fondo que se intenta justificar cuando los demagogos, cuando los ideólogos, hablan de libertad: es decir, de renunciar a la libertad en beneficio de los derechos; pero del derecho de ser libre no puede sacarse provecho alguno si por ello se entiende cumplir con actos que no pueden ser sancionados -lo que se parece más al derecho a actuar impunemente, lo cual evidentemente no puede significar ser libre.




Educación y Reforma del Entendimiento: Figuras de la Mala Educación: el Descarado (9a Parte) Por Alberto Espinosa Orozco (9a Parte)

Educación y Reforma del Entendimiento:
Figuras de la Mala Educación: el Descarado  
Por Alberto Espinosa Orozco
(9a Parte)




   Nos hallamos ahora ante una figura de la rebeldía, ante una imagen de esa desviación moderna constitutiva que se coagula en una serie de tipos humanos caracterizados por reducir, prescindir u omitir al prójimo de su horizonte psico-mental, estableciendo con el mundo, pero también consigo mismos, relaciones de significación no formativas, sino más bien evasivas, dando cuenta con ello de su mala educación –de ser cierto que el criterio de la educación es constituirse alrededor de una serie de expresiones de convivencia formativa.
   Me refiero a la figura del descarado, a la imagen del hombre que se ha vuelto a tal grado inconsistente, incoherente, por exclusivamente obediente a sus pobres, a sus mezquinos intereses, que ha perdido sus rasgos fisonómicos propios, hasta borrarse del todo en una careta que a su vez resulta muda, vacía. El descarado se distingue del carota, del cara dura, porque antes de volverse un ídolo de piedra se ha vuelto por decirlo así una nada, vaporizando complemente lo que se podría denominar una personalidad.
   Hombre de coyunturas, astuto, que va por la vida como una veleta, robaleando de aquí para allá, que comparte su casillero así con el desvergonzado. Porque la característica predominante del descarado es que, al carecer de principios,  bien a bien no guarda, no defiende ninguna posición, ninguna postura, resultando por ello psicológicamente amorfo, pues su memoria resulta también porosa para el olvido al tratase todo en él de una impostura.


   En cierto sentido se trata no sólo del impostor, sino también del pusilánime, cuya pobreza espiritual le vine de tomar sólo en cuenta las cosas que tiene, pero no los lugares a los que entra; no perteneciendo realmente a nada, al no tener un espacio espiritual al cual poder entrar, del cual poder formar parte y al cual pertenecer: al no tener un alma, que serie la pérdida pneumática de la libertad de la que habla Kierkegaard, por lo cual ha perdido a la vez cualquier respeto por sí mismo y por lo tanto por el otro, solazándose en su insensatez, en su desfachatez, en atrevimiento e insolencia, con perfecto desdén a las normas de la cortesía. Su ligereza es así la del hombre falto de espíritu y por tanto de gravedad, siendo sus más sólitas expresiones las de la transgresión de las normas: las de la irreverencia y la procacidad, cuyo desparpajo puede tomarse como valentía, osadía o coraje, pero que es en realidad una redonda despreocupación por el juicio del otro, es decir, una desvergüenza absolutamente irreflexiva, cuya osadía e intrepidez no es otra que la energía que mana de su avilantez, de su vileza activa.
   Así, el descarado, tras sus innobles modos disueltos y acomodaticios, esconde en realidad una hinchada imagen de sí mismo, resultando por ello su actitud, si bien se mira, sobre arrastrada, jactanciosa, ampulosa, arrogante, hinchada –pues detrás de la delgada película aerostática que infla su conciencia, no se encuentra, realmente, sino un ego vacío y sin relación con los demás, una mónada cerrada en sí misma que es, en realidad, una dura cáscara que protege una vanidad, o una nada. Es por ello que es también característica del descarado usar impunemente los ´símbolos de una tradición como si e tratara de cheques, o de cartas en blanco; ya sea embadurándose la cara con jerga socialista a la vez que minando el suelo de lo social en su raíz misma; ya sea doblándose en la jerigonza de los gestos gemuflexos ante cualquier forma de poder por la esperanza de algún favor, de allegarse una influencia o de lograr un mero convite. Su falta es la de la más triste de todas las manías: la locura social del convencionalismo, que sólo está interesada en su continuo acto de trsanformismo, de ponerse y sobreponerse disfraces, al estar movida tan solo por la vanidad de los valores efímeros.




   Un rasgo más: el descarado se caracteriza no sólo por no tener cara, sino por no darla, siendo en este sentido en que se sume, el que no quiere enfrentarse a la vergüenza pública que suscita su fechoría privada, que en este sentido no aparece, que se esconde, para no dar la cara –distinguiéndose así del carota por una especie de medroso refinamiento de la sensibilidad, de extrema susceptibilidad ante la vergüenza pública, todo ello debido a que queriendo que el mal se premie, que es realidad el desplazamiento invertido de las jerarquías para las que trabaja, espera de la instancia publica sobre todo honores. El descarado es entonces también un mago, de la especie del prestidigitador, pues nos está dando la espalda mientras nos muestra la cara –una cara, hay que decirlo, sin rostro, sin personalidad, como esas manos de palo que al estrecharlas nos dicen en secreto, pero a las claras, que no son manos con rostro, manos de amigo.
   Un rasgo más, último ya, que hay que apuntar sobre el descarado es su fingida indignación, pues al intentar escamotear la responsabilidad del yo proyecta la culpa sobre otros, por lo que es también el acusador, el hombre de la denuncia, de la delación. Así, echa en cara a otros sus propias faltas, desplazándolas –aprovechando para ella la falsa jerarquía de valores o de contravalores sería mejor decir, que quisiera imponer. 
   En una palabra, se trata de un curioso modo del desvergonzado: del hombre sin escrúpulos. En efecto, el descarado es propiamente el hombre sin escrúpulos morales, cuya falta de valores ya no le aqueja, pues ha perdido del todo la energía positiva del sentimiento de vergüenza, aletargando por tanto la conciencia. Así, comete un curioso pecado de omisión, pues no toma en cuenta el sentido moral de sus propias acciones, lo cual equivale a una ceguera para consigo mismo, por lo que no es infrecuente que exalte lo que considera hiperbólicamente las faltas de otros.


   Así, cuando el descarado no puede evadirse de la responsabilidad por una falla moral, cuando tiene que enfrentar un conflicto, o se cierra sobre si mismo para volver al ídolo, al caradura, o bien se revuelve, se agita, alza la voz, vocifera, niega, difama, calumnia, advierte, “echa aguas”, en parte para subir el tono vital deprimido que lo convertiría en un blandengue, para mejor borrarse como el pulpo aventando sobre su honor puesto en duda un chisguete una densa tinta negra, tras la cual pueda borrar las huellas de pasos, ocultar sus fechorías y volverse perfectamente inapresable. Doble estrategia de la fuga, pues, cuya misión es la de si no deshacerse de todas sus culpas, por lo menos disimularlas, mediante el bajo subterfugio de culpar a oros, ya sea detectando la viga en el ojo ajeno, ya sea señalando indignado el acné que late en los poros del vecino, al cual escudriña de manera tan inquisitiva como morbosa.
   Se trata, así, de una peculiar condena, de una sui generis esclavitud del pecado que lo tiene sujeto, pues se vuelve el descarado así abiertamente injusto, inicuo, ignorando llanamente el mismo núcleo del deber, añadiendo a su mal otro mal más grave, y cayendo así cada vez más bajo.
   Así, el descarado es también el hombre de la impudicia, que exhibe la nihilidad de la propia alma, ya presa o esclava de sus fuerzas inferiores. Así, si el recato consiste en un ocultar las cosas que no quieren que se vean, el descarado exhibe las faltas ajenas, deleitándose en cierto modo en lo indecoroso de las personas ajenas, en una peculiar lucha contra lo concreto, contra las normas -aunque conservando para sí una especie de máscara en blanco que le cubre el rostro,  por lo que puede adquirir la inestabilidad del payaso que se pinta una cara, o incluso de del psicótico polimorfo que faceta la psique en personalidades disímbolas y encontradas. 

   Por último, el descarado encarna una forma de la deshonestidad que a su vez puede degradarse, puede degenerar en personalidades cada vez nimias, cada vez más tristes, cada vez más vergonzosas: son las del atrevido, las del fresco, las del roto, las del descosido, las del crápula y las del descocado -que se regodean exhibiéndose indecorosamente al poner de manifiesto sus vergüenzas, hasta llegar al grado de la procacidad. Caterva de cínicos, en una palabra, cuyo irrespeto e insolencia cae del lado del hombre inescrupuloso, como del indiscreto u ostensible, no sabiendo por ello guardar la compostura ni la discreción.  
   Por lo contrario, el ideal del hombre educado no es otro que la comunidad humana deseable, presidida por un tipo de general respeto hacia el otro y de todos entre sí, de interés activo y de sabia comprensión, de verdadero gusto y simpatía por lo que se trama en el otro, que es un ideal más alto que el de la tolerancia, al que bien podríamos llamar fraternidad, ideal de toda educación verdadera.