lunes, 27 de junio de 2016

Guillermo de Lourdes: los Murales en la Escuela Guadalupe Victoria Por Alberto Espinosa Orozco

Guillermo de Lourdes: los Murales en la Escuela Guadalupe Victoria
Por Alberto Espinosa Orozco 



   En la ciudad de Durango el artista Manuel Guillermo de Lourdes dejó una obra monumental de gran importancia. La primera serie de murales la realizó en el Instituto Superior de Educación Primaria General Guadalupe Victoria (Escuela # 17), que se encuentra frente a la Plaza Baca Ortiz, edificada sobre el antiguo panteón del viejo Hospital Civil.[1] El diseño de la escuela corrió a cargo del gobernador interino Ing. Pastor Rioaux, quien presentó el proyecto en agosto de 1932, una semana antes de concluir su mandato. A la entrada del nuevo gobierno de Carlos Real, encargó la edificación de la obra al mismo Pastor Rouaix, la cual fue finalizada a principiosde1934, con una inversión total de 75 mil pesos.[2]
La Escuela Guadalupe Victoria, fue mandada construir por el entonces gobernador de Durango, Carlos Real, en 1932 e inaugurada el 18 de marzo de 1934 por el entonces presidente de la república general de división Abelardo Rodríguez Luján, abriendo sus puertas a los estudiantes del primer ciclo escolar el 16 de agosto del mismo año.



La arquitectura de la Escuela Guadalupe Victoria sigue, dentro de los patrones tradicionales propios de la región, un estilo art decó o modernista, con una fachada de cantería sobria, material usado con profusión en columnas, arcos, dinteles y cornisas. Destacan sus pisos elevados de metro y medio, y una hermosa fuente en el patio central construida de puro granito. Cuatro placas dan relieve al patio central, adornado con una bella fuente de granito diseñada por el mismo reformador agrario Pastor Rouaix, las cuales consignan sucesivas remodelaciones que ha experimentado con los años la escuela.






En 1934 el gobierno de Carlos Real encargó a Manuel Guillermo de Lourdes su decoración mural, teniendo más como aprendices que como ayudantes a los jóvenes pintores Horacio Rentería y Pedro Ávalos. Realizó cinco tableros murales, hoy en día maltratados por el paso inclemente del tiempo. Dos murales de pequeñas dimensiones a los lados de la dirección, flanqueando el paso de la escalera elevada, enmarcados con remates de cantera en que, representan de forma alegórica, bajo la forma de vírgenes, a la “Justicia”, quien con vestiduras clásicas sostiene con la mano derecha el fiel de la balanza, y; de la “Libertad”, quien con la toga blanca de la santidad, portando adornos medievales porta la larga espada del espíritu. El fondo, imitando emplomados de contornos arabescos, semejan la cristalería de los vitrales con colores: rojo, naranja, azul amarillo y blanco. Trazando con ello los ideales de la educación como obra de auténtica cultura: aquella que por medio la verdad libertad rompa los grilletes de la esclavitud, en una lucha espiritual potente para dar a cada quien según sus obras.[3] 



En la planta superior, acondicionada como biblioteca y salón de actos, se encuentran, además de la decoración de los remates de las ventanas y de cintas en los muros, todos ellos con motivos vegetales y frutales, dos murales más. Arriba de las escaleras el muro del “Río de los Cisnes”, donde se representa un misterioso paisaje, de estilo modernista y abstracciones chinescas en el que, sobre un fondo de sombras vagas que semejan árboles petrificados y delirantes montañas curvilíneas, plácidamente bogan por un río una pareja de cisnes, a mano izquierda, y otro más, solitario, a mano derecha. El cisne, imagen de la virgen celeste a la vez que epifanía de la luz, es por su blancura símbolo del poder y de la gracia, pero también de la fertilidad y fecundación espiritual de la pareja, que reúne las dos luces: la solar del día, que es cálida; y la lunar de la noche, que es fría, dulce y lechosa. Por otro lado, el cisne macho, solitario, activo, recuerda al compañero de Apolo, que simboliza la fuerza de la poesía, siendo emblema tanto del poeta inspirado como del sacerdote sagrado. La figura del cisne representa, así, la nobleza, el valor, la elegancia, la belleza y la pureza, puesto que viene del cielo, como virgen mítica o Espíritu Santo, y que tiende a volver a él, recordando no solo el origen uránico de la luz y de la palabra, sino la elevación del mundo informal hacia el cielo del conocimiento. Criatura celeste que es la forma tomada por los seres del otro mundo cuando penetran en el mundo terreno, siendo símbolo de los estados superiores o angélicos del ser, en curso de liberación, que vuelve al Principio Supremo.




En el muro posterior del salón de actos un interesantísimo desarrollo iconográfico  de exaltación nacionalista titulado: “Homenaje a la Patria”. Arriba, el águila real, en actitud desafiante, une bajo sus alas desplegadas con sus garras las banderas de España y México, atendiendo a las dos culturas y razas que esencialmente nos constituyen. Interpretación original del artista en la que el águila simboliza la fuerza uránica del sol y del padre, de la virilidad y la potencia, y la ascensión espiritual que comunica con el cielo. La agudeza de su visión, su vista penetrante, la identifica, por otra parte, con la luz intelectual (logos-luz). Siendo a la vez, por su poder de mirar directamente al sol, símbolo de la contemplación. Símbolo, pues, de los estados espirituales superiores, de la ascensión y de la realeza y la pasión consumidora del espíritu, el águila es también un emblema de la purificación por el agua y de regeneración espiritual, cifrada, de acuerdo a la síntesis llevada a cabo por Guillermo de Lourdes, en la renovada confección de los valores e ideales que desde nuestro origen han ligado a las dos naciones hermanas, unidas desde un principio no menos por su fuerza, valentía y carácter guerrero que por su espíritu de sacrificio y amor por la luz del día y la racionalidad.



El fondo del tablero, trazado en un tono abstracto y modernista, hace un claro de azul celeste tras la efigie del águila, desplegándose a izquierda a derecha bajo un escenario de espesos nubarrones negros, magentas y amarillos, probablemente en referencia al tormentoso contexto mundial, cuya intención iconografía sería, no solo la de la prevención ante dudosas alianzas, sino también la visión de alarma ante la visión de un mundo convulsionado por engañosos doctrinas, que bajo el pretexto del progreso nos vuelven fáciles presas del afán de dominación ideológica y de la crueldad y rapiña del poder pervertido. Sobresalen en un primer plano las imágenes simétricas de dos indios de penachos y calzones blancos montando sendos caballos níveos con las patas delanteras levantadas al aire, en actitud rampante, en donde se puede ver una sublimación del espíritu guerrero y a la vez una exaltación de la sabiduría ancestral de los chamanes mesoamericanos y su fuente inagotable de sabiduría simbólica. Más abajo, el mural cierra su composición con las imágenes, igualmente simétricas, de dos hermosísimas jóvenes criollas que, no sin coquetería, se asoman a los costados del ventanal, entre  grandes jarrones adornados con festivas flores y grandes esferas decorativas.





Por último, en el patio posterior del edificio, quedó plasmado, sobre el nicho de un corredor a la intemperie, uno de los más bellos murales del Maestro Guillermo de Lourdes, titulado “La Historia: Nuestros Orígenes”. El artista escribió sobre el proyecto de la obra: “Estoy pintando un cuadro que representa la Historia. El símbolo de la Historia es la mujer que guarda el secreto de Dios, la propagación de la especie, y medita sobe un libro marcando una fecha de suprema angustia: 1910. El lauro que nace de la tierra, acaricia el pasado, compuesto por las manifestaciones de Chichen Itzá y Teotihuacán.  A los pies de la Historia se encuentra un soldado moribundo, que enseña a los niños que para conservar su tradición y perpetuar un ideal, se llega al sacrificio de la vida.”[4] 



La obra final, realizada en grisallas y sepias, varió considerablemente, pues tan sólo exhibe en un primer plano el rostro de una bella mujer autóctona con los ojos cerrados, adornada con arracadas, imagen de una deidad, es sostenido por pilastras en las que conviven decoraciones de grecas prehispánicas con roleos y diseños modernistas: es la Historia. En se derredor un grupo de cuatro hombres de la antigüedad mesoamericana, entre místicas nubes de incienso, le ofrece tributo en solemne actitud reverencial. Composición que recuerda vivamente la obra al carbón “La Ofrenda” de Saturnino Herrán.   



Los cinco murales de la escuela Guadalupe Victoria, de estilo clásico y aliento universal, buscan resaltar el sentido educativo del edificio, de acuerdo a una interpretación simbólica de los más altos ideales de la patria. Cultivando un estilo de evocaciones clasicistas, pero añadiendo elementos modernos y afrancesados cercanos al art decó, el admirado artista avecindado en Durango desarrollaría una versión personal de la escuela Española, con notables influencias de Zuloaga, Sorolla, Ramiro de Torres e incluso de Francisco de Goya, Velázquez y José de Rivera, pero añadiendo ingredientes de la escuela mexicana de pintura, siendo uno de los grandes exponentes del nuevo clasicismo mexicano -ya anunciado en la obra de Saturnino Herrán.  Las cinco composiciones murales del Maestro Guillermo de Lourdes,  realizadas al óleo, atacadas por la lepra del salitre, acusan el paso del tiempo luego de más de 75 años de haber sido ejecutadas.
Hay que hacer notar que, paralelamente al desarrollo de esa obra por Guillermo de Lourdes, al pintor regional Francisco Montoya de la Cruz se le encomienda pintar, por parte del gobierno del estado, en el mismo año de 1934, una extensa serie mural para la Casa del Campesino en la ciudad de Durango.




[1] La manzana completa es ocupada por cuatro edificaciones, estando localizada a una cuadra de la Plaza de Armas del centro Histórico de Durango. La escuela Guadalupe Victoria, que se encuentra emplazada junto a la Iglesia de San Juan de Dios, añeja construcción del Siglo XVI, y terminada en 1595. En el Siglo XVIII  se creó a su lado el Hospital Civil, conocido luego como Antiguo Hospital, el cual fue cerrado en 1822, adaptándose los viejos  pabellones como salones de clase en 1934 para crear la Escuela Anexa Alberto M. Alvarado. La cuarta y última edificación la ocupa la Logia Masónica, Guadalupe Victoria y por la Gran logia de Estudios Francisco Zarco, acordes al rito escocés. 






[2] Pastor Rouaix Méndez (Tehuacán, Puebla, 19 de abril de 1874 - Ciudad de México, Distrito Federal, 31 de diciembre de 1950) fue un político y revolucionario mexicano, uno de los primeros agraristas que llevó a cabo el reparto de la tierra a los campesinos. Pasó la mayor parte de su vida en Durango, localidad en la que ocupó en dos ocasiones el cargo de Gobernador. Se dedicó al ejercicio de su profesión y fue uno de los autores de la primera carta topográfica de Durango. Fue diputado al Congreso del Estado y luego ocupó por primera vez la gubernatura de Durango, entre 1913 y 1914, sucediendo a Jesús Perea. Durante este periodo expropió latifundios y bienes eclesiásticos, estableció el primer pueblo libre y junto a la División del Norte colaboró en la Toma de Torreón. Posteriormente se ocupó de la Secretaría de Fomento y Colonización en el gobierno Constitucionalista de Venustiano Carranza, y desde 1914 fue Secretario de Industria y Comercio y luego de Agricultura. Desde estos cargos expidió la Ley Agraria del 6 de enero de 1915, que sería el inicio de la reforma agraria en todo el país. Fue diputado al Congreso Constituyente de 1917 por su natal Tehuacán e intervino de manera fundamental en la redacción del Artículo 27 y del Artículo 123, siendo nombrado Senador. Al producirse la sublevación del Plan de Agua Prieta, permaneció fiel a Carranza y lo acompañó hasta su muerte en Tlaxcalatongo. Volvió a la política en 1924 como diputado federal por Durango y fue por segunda vez Gobernador de septiembre de 1931 a septiembre de 1932, siendo sucedido por Carlos Real.
[3] Javier Guerrero Romero, “Escuela “Guadalupe Victoria”, aulas con historia”. El Sol de Durango. 30 de octubre del 2003.
[4] Javier Guerrero Romero, “Escuela "Guadalupe Victoria", aulas con historia”. Periódico El Siglo de Durango, 30 de octubre del 2003. 

domingo, 26 de junio de 2016

Educación y Reforma del Entendimiento Por Alberto Espinosa Orozco (1ª Parte)

Educación y Reforma del Entendimiento
Por Alberto Espinosa Orozco
(1ª Parte)
“No abatir sino estimular:
No celos, sino generosidad;
No utilizar, sino servir.”
José GAOS


I
   Habría que empezar preguntando, en nuestra época post moderna de crisis profunda, terminal, de su ciclo histórico, cargada de sentimientos de insatisfacción y perturbación crecientes por la conspiración de fuerzas y potencias del mundo actual contra la persona humana; habría que empezar, decía, por preguntarnos: ¿Qué es la educación? ¿Qué significa, cual es la esencia, la naturaleza propia de la educación? Interrogación que pide por su formulación una teoría, una filosofía de la educación.  
   Es decir, la interrogación sobre qué es la esencia de la educación pide como respuesta adecuada una definición de la cosa. La definición es caso eminente de un tipo de lenguaje, que puede llamarse lenguaje sustantivo, pues se refiere a lo que las cosas son, en esencia, o a lo que “es”, siendo por tanto su elemento nuclear el verbo sustantivo –a diferencia de los verbos activos, constitutivos del los lenguajes narrativos. El resultado del lenguaje sustantivo es la definición y el saber teórico –mientras que el resultado del lenguaje narrativo es el saber histórico. La definición es, en realidad, la cifra de un saber implícito, que puede explicitarse, desarrollarse, por medio de la articulación teórica -en el marco de una filosofía y su procesión categorial. La teoría es, en efecto, el saber explícito del saber implícito encerrado en una definición –que es siempre definición de alguna sustancia, siendo la naturaleza del lenguaje y del pensamiento fundamentalmente sustantiva, sustancial o sustancialista, pues el pensamiento y el lenguaje que lo acompaña gravitan siempre sobre elementos sustantivos, de los cuales no puede prescindir el lenguaje narrativo, que es propio del saber histórico.  
   Si filosofía es teoría y teoría el desarrollo de una definición, la filosofía de la educación no puede consistir sino en la definición de la educación y en el desarrollo y explicitación de su definición –por más que de toda filosofía, realidad humana, no tengamos sino un saber histórico. Así, el saber teórico o saber por definición de la educación comprendería la explicitación o las explicaciones de su definición, que serían el desarrollo de su saber implícito. Pero, a la vez, la filosofía no existiría si no fuera su objeto una reforma del entendimiento, una reconstrucción teórica de nuestro modo de pensar el mundo, que afecta por tanto a todos los contenidos de la cultura, al ser la filosofía misma visión de la totalidad. Visión de la totalidad que, justamente, debe reformarse ante la enorme crisis contemporánea, tomando precisamente a la educación como elemento clave, como el gozne a partir del cual emprender una reforma del cabal entendimiento, en el marco de una reconstrucción ab integrum de nuestra idea del ser humano y del mundo que gira en torno.


   La educación es, así, toda expresión, mímica o verbal, que articule una situación de convivencia formativa. Las expresiones de la educación, en el proceso educativo, tienen como esencia o diferencia específica la formación humana. A la vez,  la formación humana se distingue por ser trasmisión, por comunicación en convivencia, de las formas y contenidos de una cultura, que permite entrar en un mundo simbólico de conocimientos, de hábitos y costumbres.    
   La función pedagógica o educativa de la vida es así una realidad parcial de la realidad total de la vida o convivencia humana. En la vida humana, que es esencial convivencia, entra un ingrediente de influirnos mutuamente los seres humanos, de conformarnos unos a otros, de co-educarnos unos a otros los humanos convivientes a lo largo y ancho de la vida, en un proceso que no acaba sino con el fin de la vida misma. En la realidad total de la convivencia entra, así, la realidad parcial de la educación, de la instrucción, de la pedagogía como parte esencial, definitiva, definitoria incluso del ser humano.
   Se puede definir al hombre, por tanto, por la educación. La educación es, en efecto, una exclusiva humana, una propiedad o un propio derivado de su esencia (la del ser o el animal racional). El hombre es así el ser educado –que no es equivalente simplemente a ser adiestrado o instruido, o meramente ilustrado. O, dicho de otra forma, la educación es lo más propio de su humanidad misma, desde el punto de vista del proceso de su formación y conformación, dando por resultado la persona humana, sinónimo del ser educado.
   La formación de la persona humana tiene, sin embargo, una doble vertiente. Por un lado, es formación de lo más propiamente humano de acuerdo a su naturaleza, buena de suyo, que es el desarrollo de su esencia específica,  entrañante de su espiritualidad, del cultivo y florecimiento de su alma y de su moralidad. Por el otro, la educación se adapta a la individualidad de la persona, en el sentido de formar sus particulares aptitudes y predisposiciones de carácter para algún  contenido de la cultura, que sería la vocación, signo de inequívoco del destino del individuo a ser alcanzado mediante las instancias sociales de la educación, cuya función sería, pues, las del desarrollo de las exclusivas humanas latentes en el individuo desde la infancia –pues hay quien nace para ser pintor, otro para abogado, otro más para literato o médico, etc.
   Formación de la naturaleza humana en razón de su propia estructura, pues el hombre no es un ser de naturaleza dada, como el animal, determinado por los instintos, o como Dios, inamovible, simple, estable, sino un ser de naturaleza doble, que tiene que armonizar. El hombre, en efecto, tiene que hacerse en lo humano, dominando su naturaleza o alma inferior y purificando su alma superior; es decir, tiene que descubrir y formar su humanidad –por un lado, adoptando las formas y contenidos de una cultura, por otra, desarrollando las exclusivas generales propias del hombre, y al ir especializando sus aptitudes y predisposiciones de carácter, para así, al humanizarse plenamente, llegar simultáneamente a sí mismo, al centro creador de la persona.
   La humanidad en el hombre, en efecto, no es automática, a diferencia de la animalidad o de los seres biológicos, sino que es una tarea, un hacerse hombre entre los hombres –pues la estructura del ser del hombre es la de un ser abierto, desde el principio ya en comunicación con los demás e incluso abierto a la comunicación con el espíritu. Un hacerse hombre, pues, en cada uno de los momentos de la vida. El fin de la educación, así, no puede ser otro que volverse reconocible entre los hombres; ser reconocido, que se integra a al grupo humano, y que, a la vez, se presenta como un ser reconocedor del otro, de los demás de sí mismo, pues la realidad de las personas consiste, no menos esencialmente, en la de ser un multiuniverso, la de una pluralidad de seres, cada uno de ellos con su tono y esencia personal. Y todo ello sobre el contexto de una comunidad reconocible y reconocedora también, de un mundo humano guiado todo él por la cultura y por la educación, por la tarea y el esfuerzo, por el amor y la ambición de formarnos en lo humano en la relación individuo sociedad, o en la que todos juntos cooperan al desarrollo de cada parte y del todo, 
II
   La educación tiene entonces que apoyarse en la filosofía como una profunda reforma del entendimiento que, a partir de la filosofía de la cultura, de la persona y de la antropología filosófica, pueda suturar la herida fatal en la estructura del hombre moderno, que ahora se desangra por la herida de lo irracional y puramente emotivo, concebido desde su inicio como mónada solipsista, escindido del cosmos, de los otros y de sí mismo. Triple escisión, pues, que ha llevado a la ruptura de la unidad primordial con el prójimo y con la comunidad, envolviendo al hombre en el engañoso espíritu de la envidia, de la división y de los celos, a la prioridad de los intereses egoístas y a las ideologías de la guerra, acabando por estratificarse en sistemas cerrados, abstractos y excluyentes, en los que propiamente no existe la realidad de la persona, donde se le omite o desconoce, estimativa y prácticamente, dando así licencia al espíritu del odio del ausentismo, de la indiferencia o del odio, que termina por proceder brutalmente con ella, dejando sin horizonte a la esperanza.


   Rémoras todas ellas derivadas de una falsa concepción o idea del ser humano prohijada por el racionalismo ilustrado de la modernidad, consistente en comparar al hombre con lo inferior, con lo biológico , abriendo así las compuertas a la predación competitiva, a la salvajería de la adaptación al medio y a la moral del más fuerte, en un mundo que codifica y promueve toda suerte de formas subliminales de agresión al prójimo, que van de la indiferencia, que es una forma simbólica ya de la agresión, a la dominación, pasando por la intimidación y el adoctrinamiento –emblemas todos ellos de la contra educación, incluso de la inhumanidad, donde se encuentra más conveniente ser fuerte que ser deseable, y donde se corre el grave peligro no sólo de la superficialidad de las formas y contenidos de la cultura y en el comportamiento todo del sujeto, sino de acuñar a la anti persona, peligrosa en sí misma por lo que entraña de dejar ser propiamente humana.
   Así, en el contexto de la ceguera para los valores del mundo contemporáneo y del sólito fenómeno del desconocimiento de la persona humana en cuento tal, que está llegando en nuestros días a sus expresiones más dramáticas y exasperantes, no queda sino volver a la consideración de la educación como formación humana, destacando el hecho definitivo que lo humano sólo existe como significación y como valor. Esencialmente, pues, como el valor y la significación que las personas tienen unas por otras, entre sí, y también como comunidad. De lo que se derivan los valores propios del humanismo: la consideración mutua, la deferencia, la atención en un sentido estimativo y práctico, categorías a las que hay que añadir la del respeto, la del reconocimiento de la humanidad y ser mismo del otro, la de su aceptación y por tanto la de la confirmación de su ser.
   Porque en el hombre hay algo más, llámese alma o espíritu, que tiene siempre que ser buscado y rescatado, teniendo a la función educativa de la vida como su órgano rector, todo lo cual se manifiesta como producto acabado y logro distintivo en la cultura, que es una clara ruptura con la animalidad, como un freno al alma inferior humano y una sublimación de su alma superior, la cual puede comunicar con el espíritu.

   El hombre se forma, en efecto, en medio de una cultura que le precede y le sucederá. La educación consiste así, esencialmente, en la transmisión de ese mundo y bagaje cultural, en la adopción, familiarización y recreación de sus lenguajes y sus símbolos, donde el individuo humano se gesta como en una segunda matriz. Matiz cultural, pues, donde se cultiva el ánimo, el alma, el espíritu de cada persona, acuñándose de tal forma también una personalidad colectiva, cuyo fruto es la cultura universal, aquella que habla “la verdadera lengua”, distante tanto de los usos y costumbres relativos de las culturas históricas u oníricas como de la barbarie. No queda así sino considerar la formación humana como el fenómeno fundamental de la educación y a la educación misma como el eje central del sistema filosófico y de la cultura o como visión del mundo en su totalidad y que, reversiblemente, nos proporciona una alma colectiva en la que reconocernos -que se vislumbra articulada en el horizonte como símbolo inequívoco de la patria buscada, querida, formada, y como símbolo también de nuestro desarrollo humano futuro, de inclusión y de pertenencia. 


sábado, 25 de junio de 2016

Figuras de la Mala Educación: el Descarado Por Alberto Espinosa Orozco (1a Parte)

Figuras de la Mala Educación: el Descarado  
Por Alberto Espinosa Orozco
(1a Parte)



   Nos hallamos ahora ante una figura de la rebeldía, ante una imagen de esa desviación moderna constitutiva que se coagula en una serie de tipos humanos caracterizados por reducir, prescindir u omitir al prójimo de su horizonte psico-mental, estableciendo con el mundo, pero también consigo mismos, relaciones de significación no formativas, sino más bien evasivas, dando cuenta con ello de su mala educación –de ser cierto que el criterio de la educación es constituirse alrededor de una serie de expresiones de convivencia formativa.
   Me refiero a la figura del descarado, a la imagen del hombre que se ha vuelto a tal grado inconsistente, incoherente, por exclusivamente obediente a sus pobres, a sus mezquinos intereses, que ha perdido sus rasgos fisonómicos propios, hasta borrarse del todo en una careta que a su vez resulta muda, vacía. El descarado se distingue del carota, del cara dura, porque antes de volverse un ídolo de piedra se ha vuelto por decirlo así una nada, vaporizando complemente lo que se podría denominar una personalidad.
   Hombre de coyunturas, astuto, que va por la vida como una veleta, robaleando de aquí para allá, que comparte su casillero así con el desvergonzado. Porque la característica predominante del descarado es que, al carecer de principios,  bien a bien no guarda, no defiende ninguna posición, ninguna postura, resultando por ello psicológicamente amorfo, pues su memoria resulta también porosa para el olvido al tratase todo en él de una impostura.


   En cierto sentido se trata no sólo del impostor, sino también del pusilánime, cuya pobreza espiritual le vine de tomar sólo en cuenta las cosas que tiene, pero no los lugares a los que entra; no perteneciendo realmente a nada, al no tener un espacio espiritual al cual poder entrar, del cual poder formar parte y al cual pertenecer: al no tener un alma, que serie la pérdida pneumática de la libertad de la que habla Kierkegaard, por lo cual ha perdido a la vez cualquier respeto por sí mismo y por lo tanto por el otro, solazándose en su insensatez, en su desfachatez, en atrevimiento e insolencia, con perfecto desdén a las normas de la cortesía. Su ligereza es así la del hombre falto de espíritu y por tanto de gravedad, siendo sus más sólitas expresiones las de la transgresión de las normas: las de la irreverencia y la procacidad, cuyo desparpajo puede tomarse como valentía, osadía o coraje, pero que es en realidad una redonda despreocupación por el juicio del otro, es decir, una desvergüenza absolutamente irreflexiva, cuya osadía e intrepidez no es otra que la energía que mana de su avilantez, de su vileza activa.
   Así, el descarado, tras sus innobles modos disueltos y acomodaticios, esconde en realidad una hinchada imagen de sí mismo, resultando por ello su actitud, si bien se mira, sobre arrastrada, jactanciosa, ampulosa, arrogante, hinchada –pues detrás de la delgada película aerostática que infla su conciencia, no se encuentra, realmente, sino un ego vacío y sin relación con los demás, una mónada cerrada en sí misma que es, en realidad, una dura cáscara que protege una vanidad, o una nada. Es por ello que es también característica del descarado usar impunemente los ´símbolos de una tradición como si e tratara de cheques, o de cartas en blanco; ya sea embadurándose la cara con jerga socialista a la vez que minando el suelo de lo social en su raíz misma; ya sea doblándose en la jerigonza de los gestos gemuflexos ante cualquier forma de poder por la esperanza de algún favor, de allegarse una influencia o de lograr un mero convite. Su falta es la de la más triste de todas las manías: la locura social del convencionalismo, que sólo está interesada en su continuo acto de trsanformismo, de ponerse y sobreponerse disfraces, al estar movida tan solo por la vanidad de los valores efímeros.




   Un rasgo más: el descarado se caracteriza no sólo por no tener cara, sino por no darla, siendo en este sentido en que se sume, el que no quiere enfrentarse a la vergüenza pública que suscita su fechoría privada, que en este sentido no aparece, que se esconde, para no dar la cara –distinguiéndose así del carota por una especie de medroso refinamiento de la sensibilidad, de extrema susceptibilidad ante la vergüenza pública, todo ello debido a que queriendo que el mal se premie, que es realidad el desplazamiento invertido de las jerarquías para las que trabaja, espera de la instancia publica sobre todo honores. El descarado es entonces también un mago, de la especie del prestidigitador, pues nos está dando la espalda mientras nos muestra la cara –una cara, hay que decirlo, sin rostro, sin personalidad, como esas manos de palo que al estrecharlas nos dicen en secreto, pero a las claras, que no son manos con rostro, manos de amigo.
   Un rasgo más, último ya, que hay que apuntar sobre el descarado es su fingida indignación, pues al intentar escamotear la responsabilidad del yo proyecta la culpa sobre otros, por lo que es también el acusador, el hombre de la denuncia, de la delación. Así, echa en cara a otros sus propias faltas, desplazándolas –aprovechando para ella la falsa jerarquía de valores o de contravalores sería mejor decir, que quisiera imponer. 
   En una palabra, se trata de un curioso modo del desvergonzado: del hombre sin escrúpulos. En efecto, el descarado es propiamente el hombre sin escrúpulos morales, cuya falta de valores ya no le aqueja, pues ha perdido del todo la energía positiva del sentimiento de vergüenza, aletargando por tanto la conciencia. Así, comete un curioso pecado de omisión, pues no toma en cuenta el sentido moral de sus propias acciones, lo cual equivale a una ceguera para consigo mismo, por lo que no es infrecuente que exalte lo que considera hiperbólicamente las faltas de otros.


   Así, cuando el descarado no puede evadirse de la responsabilidad por una falla moral, cuando tiene que enfrentar un conflicto, o se cierra sobre si mismo para volver al ídolo, al caradura, o bien se revuelve, se agita, alza la voz, vocifera, niega, difama, calumnia, advierte, “echa aguas”, en parte para subir el tono vital deprimido que lo convertiría en un blandengue, para mejor borrarse como el pulpo aventando sobre su honor puesto en duda un chisguete una densa tinta negra, tras la cual pueda borrar las huellas de pasos, ocultar sus fechorías y volverse perfectamente inapresable. Doble estrategia de la fuga, pues, cuya misión es la de si no deshacerse de todas sus culpas, por lo menos disimularlas, mediante el bajo subterfugio de culpar a oros, ya sea detectando la viga en el ojo ajeno, ya sea señalando indignado el acné que late en los poros del vecino, al cual escudriña de manera tan inquisitiva como morbosa.
   Se trata, así, de una peculiar condena, de una sui generis esclavitud del pecado que lo tiene sujeto, pues se vuelve el descarado así abiertamente injusto, inicuo, ignorando llanamente el mismo núcleo del deber, añadiendo a su mal otro mal más grave, y cayendo así cada vez más bajo.
   Así, el descarado es también el hombre de la impudicia, que exhibe la nihilidad de la propia alma, ya presa o esclava de sus fuerzas inferiores. Así, si el recato consiste en un ocultar las cosas que no quieren que se vean, el descarado exhibe las faltas ajenas, deleitándose en cierto modo en lo indecoroso de las personas ajenas, en una peculiar lucha contra lo concreto, contra las normas -aunque conservando para sí una especie de máscara en blanco que le cubre el rostro,  por lo que puede adquirir la inestabilidad del payaso que se pinta una cara, o incluso de del psicótico polimorfo que faceta la psique en personalidades disímbolas y encontradas. 

   Por último, el descarado encarna una forma de la deshonestidad que a su vez puede degradarse, puede degenerar en personalidades cada vez nimias, cada vez más tristes, cada vez más vergonzosas: son las del atrevido, las del fresco, las del roto, las del descosido, las del crápula y las del descocado -que se regodean exhibiéndose indecorosamente al poner de manifiesto sus vergüenzas, hasta llegar al grado de la procacidad. Caterva de cínicos, en una palabra, cuyo irrespeto e insolencia cae del lado del hombre inescrupuloso, como del indiscreto u ostensible, no sabiendo por ello guardar la compostura ni la discreción.  
   Por lo contrario, el ideal del hombre educado no es otro que la comunidad humana deseable, presidida por un tipo de general respeto hacia el otro y de todos entre sí, de interés activo y de sabia comprensión, de verdadero gusto y simpatía por lo que se trama en el otro, que es un ideal más alto que el de la tolerancia, al que bien podríamos llamar fraternidad, ideal de toda educación verdadera.  



viernes, 24 de junio de 2016

Ricardo Milla: lo Temporal y lo Eterno Por Alberto Espinosa Orozco (7ta de 13 Partes)

Ricardo Milla: la Cifra de las Horas y el Puente de los Años
Ricardo Milla: lo Temporal y lo Eterno
Por Alberto Espinosa Orozco
(7tma de 13 Partes)



VII.- Lo Temporal y lo Eterno
I
   La reflexión estética-metafísica propuesta por los fotogramas de Ricardo Milla nos insta, así, a pensar en lo estático, también, como lo eterno, como lo inamovible, como la piedra que sirve de protección, como refugio, en tiempos de aflicción, como son los nuestros. Porque lo temporal, cambiante, movible, inseguro, fluctuante, se funda en lo eterno, que es el orbe sobrenatural de Dios, que es firmeza e inmutabilidad en su bondad, que es a la vez verdad y belleza a un tiempo –orbe de lo eterno, pues, en donde se encuentran también el reino de las ideas y de los valores, que pueden ser sin que las cosas sean, pero sin los que las cosas, en definitiva,  no pueden ser.
   Por un lado el acto de la creación del mundo, de la obra ordenadora que sucede al caos y lo supera y por medio del cual comienza propiamente el tiempo. Origen del mundo con el comienza el tiempo: la historia del mundo. Por el otro lado acto de la creación de la luz, en cuyo ámbito se disciernen, se distinguen y diferencia unas cosas de otras, particularmente el bien del mal, la luz, que es la verdad y la vida, de las tinieblas. Revelación, pues, del a-priori moral del hombre, de los dos espíritus, contrarios, hermanos enemigos, que inspiran nuestra conducta; dualidad espiritual que pone en juego la libertad de los espíritus, libertad moral, que cuando es buena nos acerca a Dios, o nos aleja de su presencia cuando la voluntad se engaña, se confunde o extravía, por la rebeldía, por la sublevación o por la desobediencia.
   Visión de la creación y de la voluntad de la palabra, del logos, cuya fuerza trascendente ordena a la materia para que desarrolle sus potencias, que desea siempre la existencia y el bien de cada cosa, y que con la ayuda del Verbo les da forma. Enfrentamiento, pues, con lo otro del tiempo, que es lo eterno; estático en el sentido de idéntico a sí mismo o inmutable y que, por lo tanto, no puede transformarse; que a diferencia del tiempo no es pasajero, sino estable, y por el que no pasa el tiempo y no envejece. Visión también del alma humana, que perdura cuando su cuerpo es caos y del hecho tan notorio de que nadie puede morir, o de la irreductible sustancialidad del alma humana. Porque si las vidas trascurren como ríos, al final se hunden en el mar de lo eterno, en el sueño de la muerte, para la redención final o la condena.       
   El tiempo, en efecto, puede verse como un río que resbala por un camino inmutable de roca, que es lo eterno. El tiempo humano y la historia, propiamente no se entienden sin esa referencia metafísica, que guía y conduce nuestras vidas por una vía recta, sólida, firme, segura. El tiempo histórico depende de lo eterno, pues Dios prepara en lo eterno los tiempos todos.
   Dios: el ser eterno: que no nació y que tampoco muere; que es presencia que es presente perpetuo, motor que todo lo mueve sin ser movido él mismo, omnisciente de todas las cosas temporales en una visión conjunta o simultánea, donde todo es patente y real, y que al igual que su ley, estatutos, mandamientos y principios morales, no cambia ni se altera, resultando con ellos inconmovible.



   La otra orilla de este tiempo mundano es, en efecto, lo eterno: camino seguro e invariable, a diferencia de nosotros los mortales, que somos peregrinos, pasajeros como el tiempo, en tránsito de ser otra cosa… o de no ser.  Lo eterno aparece entonces como el camino de los caminos, como la guía o el oriente, como punto de referencia en el cruce de caminos de este mundo y el otro mundo, también como la roca sólida del descanso y el respiro que es a la vez refugio protector de las insidias y persecuciones soberbias del maligno. Pues Dios es plenitud simple e indivisible, permanente y persistente en sí, siempre igual a sí mismo, que nada de lo que es suyo puede perder, siendo como es invariable e inconmovible y por tanto estable.
   Porque la naturaleza de Dios es simple y es por tanto inmutable, es decir no afectado por el pasar del tiempo o que es eterno. El sumo bien por el que fueron creadas todas los bienes, hechos de la nada y no simples y por tanto mudables y temporales. El Padre, que engendra al Hijo, que es del mismo modo bien sumo y simple de la misma cualidad o esencia, siendo el espíritu del padre y el Hijo otro, el Espíritu Santo, distinto del padre y el Hijo, que no es empero otra sustancia al ser del mismo modo simple, bien inmutable y coeterno don el Padre y el Hijo: trinidad que es un solo Dios. Naturaleza simpe, pues todo lo que tiene eso mismo es o no teniendo algo que pueda perder, siendo así incorruptible de sabiduría simple e inmutable. Sabiduría una cuya luz incorpórea es múltiple en sus infinitos tesoros, que son propiamente las cosas inteligibles, en las que existen todas las causas y razones invisibles e inmutables de las cosas visibles o mudables –que son hechas y criadas por la sabiduría. Porque nosotros, como recuerda San Agustín,  tenemos noticia del mundo porque existe, pero no existiera si Dios no tuviera noticia de él. O prioridad absoluta del reino de los valores y las ideas sobre su realización material, pues las ideas pueden ser sin que las cosas sean, pero las cosas no pueden ser sin las ideas.



   Eternidad también de los ángeles criados de la luz por Dios, que fueron iluminados por la sabiduría para que vivieran sabia y felizmente –aunque unos de ellos se desviaran de tal ilustración divina, no sólo no llegando a conseguir la excelencia de la vida eterna sabia y bienaventurada, sino transformando su vida racional en no sabia, sino en ignorante y destituida de razón, destinados al fuego eterno. Porque los ángeles pecadores fueron, por su malicia, en efecto, privados de aquella luz de suma bondad, perdiendo la bienaventuranza al no perseverar en la verdad, complaciéndose en la soberbia de su alta potestad como si fuese propia, renunciado a la justicia y a la voluntad piadosa al no querer sujetarse a su Creador. Gozando en cambio por participación de la eterna felicidad y bienaventuranza los ángeles buenos, aunque sin ser coeternos con Dios. Así, es eterna también la Jerusalén que está arriba, que es la Ciudad de Dios, que está hecha de luz. La Jerusalén eterna que está en los cielos, que es nuestra madre, la Ciudad de Dios, que acoge a los santos ángeles y a los espíritus bienaventurados como hijos de la luz e hijos del día –pero que excluye, fuera de sus muros infranqueables, a los hijos de la noche y de las tinieblas. Aurora de mañana, amanecer y luz del día de la gloria y del amor de Dios, reservada para aquellos que no dejan al Creador por amor a la criatura ni se confunden con la noche y las tinieblas, para aquellos que gozan alabando y amando al Hacedor. Amor y participación, pues, de la luz eterna, que es la inmutable sabiduría de Dios, que es la luz y el día y la vida, que es el Verbo divino, por el que fueron creadas todas las coas y se hicieron luz y se llamaron día.        
   Luz eterna, en efecto, que ilumina a todos los hombres, que ilumina también a los ángeles puros y limpios para que sean luz, aunque no en sí mismos, sino en Dios –y de la que se separan los espíritus inmundos, que no son ya luz en el señor, sino tinieblas en sí mismos, privados de la participación de la luz eterna –sumidos en el mal, que no tiene naturaleza propia, sino que es la pérdida del bien, que recibe lo mismo el nombre de mal que de tinieblas. 
   Dios, pues, el ser que siempre es, o que es con eternidad inmutable o sin mutación alguna –a diferencia de los ángeles, que si siempre fueron, al ser siempre en todo tiempo, no son en cambio coeternos con Dios, porque fueron creados. Porque Dios precede a sus creaturas, creadas de la nada, con eternidad permanente y ninguna cosa creada es coeterna con su creador. Pero a la vez el señor, que era antes de los tiempos eternos anteriores, nos prometió la vida eterna y lo manifestó a su tiempo por medio del verbo, que es vida eterna, el mismo coeterno con Dios –pues Dios establece y decreta lo que debe ser a su debido tiempo.
   El tiempo, así, procede de la eternidad y comienza con las cosas creadas, estando en el tiempo en mutación constante, en cambio y movimiento, en variación sucesiva de sus formas, en dinámico transcurrir que llega a ser tendiendo a no ser, pues son finitas. La existencia humana, ser hombre, implica así un tener conciencia del tiempo, de nuestro tiempo, y de su finitud –iluminado por la verdadera doctrina que llegó a su debido tiempo, es también la claridad, a la luz del entendimiento, de la eternidad, de donde mana el tiempo, los tiempos, y el fin del tiempo.
   Lección de humanismo es la idea de la eternidad, no tanto concebida como el fluir sin fin del tiempo, de los antiguos tiempos eternos, sino de la instancia creadora que hace brotar el tiempo en un comienzo en la creación del mundo, como el agua que brota de la fuente al ser golpeada por la vara, como la luz que brota de sí misma iluminando el ámbito de lo decible, separándose así de las tinieblas escindidas de la verdad y de la vida.     
   Eternidad de Dios, del Señor que es eterno y sin principio, principio eterno por el que empiezan los tiempos. Creación del hombre también que, de acuerdo a la eterna e inmutable voluntad de Dios, crea en el tiempo al hombre temporal para su eterna bienaventuranza. Porque el hombre, sujeto a la sucesión del tiempo, sujeto a las calamidades y miserias del tiempo, a los horrendos males y carencias, que padece de cuanto dispone al ser inestable y limitado. Pues desde la perspectiva de lo eterno la tragedia del tiempo estriba en su duración finita e incesante movimiento, donde no hay descanso ni estabilidad posible. El tiempo, en efecto, es vivido por el hombre como una experiencia dolorosa que divide y disipa la existencia, pues en el tiempo todo fluye y… pasa… y finalmente muere, siendo como un fuego que nos consume, como un río que nos estraga, como un tigre que nos devora. 
   Y sin embargo, es el tiempo también el foro donde Dios nos revela su designio de salvación. Porque es también el hombre parecido a un ángel con vistas a lo eterno cuando es purificado por la verdadera religión y por la sabiduría, para llegar a l presencia de Dios, para participar de la luz incorpórea e infinitud de la estabilidad divina y aspirar a la felicidad eterna. Inmutabilidad inalterable y plenitud del ser donde las cosas son plenamente -en contraste con la pérdida de Dios y su eterna bienaventuranza, que por medio de los detestables vicios mueven a aborrecer la verdad, enlazándose al torpe drama de la mortalidad infernal y su abominable miseria. Revelación, pues, del bien, de lo justo, de lo que es recto, de lo que no se pierde entre las aguas tumultuosas del devenir. Revelación de la esencia, de la esencias, de la naturaleza misma Dios y de su existencia eterna, porque Dios, que funda el tiempo y lo despliega, también lo orienta, lo mide y le confiere su significación final –pues Dios trabaja siempre, creando continuamente al universo (ceratio continua), orientando los tiempos y dirigiéndolos a su fin. Ser que tiene el grado de máxima elevación, donde se alía plenitud y perfección, y quien dice de sí mismo, revelándose en el Éxodo a Moisés, para darse a conocer entre la zarza ardiente: “Yo soy el que soy”.
   Contenido en sí, concentrado en sí, que es en sí, existiendo por sí mismo, y por sí mismo. Que a sí mismo se llama Ehyen: el que era, es y será; o que es el que es y está, y quien será el que será y estará (YHWH). Elohim: o Él es, a quien solamente pertenece la existencia, que es auto existente o que tiene una naturaleza divina -misterioso nombre del Dios salvador que se acerca y se da a conocer entre los hombres. Que por razón de su eternidad da también unidad al ser, pues es el ser que es, a la vez, todo lo que es, simple en su omnipresencia. Dios Creador, misterioso, a la vez uno y trino e imagen de Jesús mismo, idéntico al Padre, que es ayer, ahora y por los siglos de los siglos, y que dijo a los fariseos cuando lo interrogaron sobre su identidad, que antes de que Abraham existiera “Yo soy”, pues ha existido desde la eternidad o es, con plena inmutabilidad, en ella.
   De Dios, pues, el ser verdadero y la esencia suma, el ser eterno e inmutable, pues existe en grado sumo con inmutabilidad o no cambia, siendo eterno sin origen ni finitud, que tiene plenitud de ser y que no es por tanto pasajero, sino permanente.  El ser creado, en cambio, a medio camino entre el ser y el no ser, pues no es lo que era antes, ni es el que será después; que participa del no ser, hecho de la nada, ser pasajero, que cambia y que no permanece, o que no tiene plenitud de ser. Por lo que: a mayor distancia de Dios, mayor participación en la temporalidad, caída, e incluso rebajamiento, en el ser del tiempo, que es la pura, la nuda, existencia: existencialismo, contingentismo. Por lo contrario, a menor distancia de Dios, menor temporalidad, mayor grado de identidad con la propia naturaleza o esencia, y por tanto mayor racionalidad y mayor grado de identidad, de participación en la esencias, singularmente en la suma, que es la divina: esencialismo.
   El hombre, así, un ser dual, excepcional y extraño: por su vida biológica, natural, animal, un ser finito, inmerso en el tiempo, sujeto al crecimiento y desarrollo de lo temporal, pero también a la caducidad y la muerte.  Pero por su alma superior, por su relación con el espíritu, ser que sospecha y aspira a la eternidad, feliz, bienaventurada, en unión con Dios. Ente, pues, marcado con el signo de la finitud material, corporal, biológica, y a la vez ser que participa y vislumbra la trascendencia metafísica de la creación y del creador, circularmente sujeto a las aguas evanescentes, disolventes, del devenir.


   Vida humana, así, consistente en actuar y desarrollarse en el tiempo con vistas a nuestro espíritu, que es lo que permanece, que es la norma desde la cual se mide el tiempo y da sentido y consistencia a nuestro ser en el presente. Porque el hombre se mueve en una cuádruple dimensión temporal desde el presente, en donde atiende, recordando el pasado o recurriendo a la memoria, a la historia y a los símbolos depositados en el caldo de la tradición, al recuerdo acumulado por nuestra cultura, y proyectándose al futuro, con el deseo y la expectativa –pero también, en la conciencia más plena del espíritu, que vive en la esperanza, en relación por tanto con la eternidad, que le ayuda a transitar por el tiempo, por el devenir y sus realidades mundanas.
   Porque el ser humano no puede descansar enteramente en los bienes y la felicidad de las cosas mundanas: las cosas pasan, los bienes no permanecen, se deslizan entre los dedos cual la arena, pasan; el hombre no permanece, sino que muere y no vuelve. De ahí el deseo de las cosas celestes, no temporales, espirituales, eternas, donde la polilla no corrompe ni el orín disuelve; de ahí el impulso de poner los ojos en las cosas del cielo, en las cosas de arriba, más allá de las huestes espirituales de la maldad, más allá del mundo de la vana gloria y de los deseos de la carne. Porque el mundo pasará con sus deseos, pero el que hace la voluntad de Dios permanece por siempre, (1ª San Juan 2.17).



II
   Las cosas intemporales serían así: sobre todo Dios, pero también los ángeles buenos y las almas de los bienaventurados, estos últimos con principio en el tiempo, por su calidad de creaturas, pero sin fin el él –pues vinieron a ser en el tiempo, pero serán sin dejar de ser ya. Entre las cosas de duración infinita, habría que consideran a los objetos ideales, que son los conceptos, especialmente tal vez los valores. Los primeros sería cuerpos inmortales: incorruptibles, perpetuos y eternos. Los inmortales, en efecto, son seres eternos, como lo son las almas inmortales, de duración infinita en el futuro o que no pasarán. A diferencia de Dios, que dura desde siempre, infinito tanto mirando hacia el pasado como mirando hacia el futuro. Que no pasará, porque fue desde siempre. Todos ellos son, así seres no pasajeros. 
   El reino de lo eterno, es lo no nacido en el tiempo o lo que es siempre en el tiempo, sin haber venido a ser en el tiempo ni haber de dejar de ser en él. Ser que tiene en sí, pues, la imposibilidad de tener un fin., habiendo sido y habiendo de ser siempre en el tiempo. Que es así opuesto a lo intemporal, que es lo que no tiene relación con el tiempo, como serían los objetos intemporales, como los conceptos: “rojo”, “color”, “esfera”, “vocal”, “volumen”, “línea”, “plano”. En el reino de lo eterno, en cambio Cristo, el Hijo del Hombre, que al igual que Dios Padre, no tendrá fin, puesto que venció a la muerte, y ni uno ni otro tendrán fin. Cristo, que nació hombre, en carne y hueso, pero que desde antes de Abraham, ya era: “Antes que Abraham fuese, yo soy” (Juan 8:58). Cristo se da a conocer así ante los fariseos, que tomaron piedras para tirárselas, pero Jesús ocultándose salió del templo. Se identifica así con el Salvador, con la segunda persona de la divinidad, que ha existido desde la eternidad, pues no dice “yo era”, como Abraham, que fue traído a existir, sino “yo soy”, identificándose con Dios (Éxodo 3:14). En el Evangelio de San Juan caracterizará su identidad con una serie de siete hermosas analogías de ser eterno salvador de la humanidad: “Yo soy el pan de vida” (Juan 6.35); “Yo soy la luz del mundo” (Juan 8.12); “Yo soy la puerta de las ovejas” (Juan 10.7); “Yo soy el buen pastor” (Juan 10. 11); “Yo soy el Camino y la Verdad y la Vida” (Juan 14.6), y; “Yo soy la vid verdadera” (Juan 15.1).
   El Creador se presenta como eterno o intemporal, junto con los espíritus inmortales y las almas buenas. Pero a diferencia de todos los demás tendría una visión omnisciente de la historia, ya sea viviendo el tiempo, ya sea de forma intemporal. Así lo hace saber, entre muchas otras confrontaciones con el hombre,  en una página sobrecogedora, cuando invita a las naciones para,  armadas de todo su valor, discutan con Él sobre el asunto de quien hizo aparecer por el oriente a ese rey que siempre sale victorioso, preguntándoles: 

“¿Quién, desde el principio,
ha ordenado el curso de la historia?
Yo, el Señor, el único Dios,
el primero y el último.” (Isaías 41.4)

  O en Daniel, quien refiriéndose al Altísimo, al que vive para siempre, exclama:
“Su dominio es eterno;
su reino permanece para siempre.
Ninguno de los pueblos de la tierra
merece ser tomado en cuenta.
Dios hace lo que quiere
con los poderes celestiales
y con los pueblos de la tierra.
No hay quien se oponga a su poder
ni quien le pida cuenta de sus actos.”
Daniel 4. 35

   Puede decirse entonces que entre este mundo y el otro mundo se da una especie de oposición y a la vez de relación necesaria y subordinación de lo creado al Creador, de lo natural a lo sobrenatural, de lo sensible a lo suprasensible y, por último, de lo real a lo ideal. Con lo que habría tres modalidades de ser en el tiempo: la de Dios, sin principio ni fin en el tiempo; la de los espíritus puros y almas bienaventuradas, con principio en el tiempo pero sin fin en él, y; la de los seres con principio y fin en el tiempo.  
   En el contexto del fin del tiempo, de la destrucción del mundo por el fuego y del juicio final –la vuelta a lo eterno, en consideración a la paciencia de Dios, para que todos vengan a arrepentimiento, pues hay que recordar que el tiempo de Dios, que es eterno, es otro tiempo:

“Recordad que para el señor un día es como mil años,
 y mil años son como un día”.
2 Pedro 3.12

“Porque mil años ante tus ojos
Son como el día de ayer, que ya pasó
Y como una vigilia de la noche”.
Salmo 90. 4

   Tiempo, pues, de vuelta de la mirada al ser eterno, a la eternidad del amor divino, que lleva impreso en sí mismo el sentido de la eternidad, que permanece inmutable, y que no odia al amado, pero lo corrige. Tiempo, pues, de vuelta de la alianza de la comunidad con Dios, con el Creador, con el Hacedor del mundo, no hecho, no creado, sino causa de sí mismo y que en sí mismo tiene la vida –porque no somos nosotros hechos de nosotros mismos, ni en nosotros mismos tenemos la vida. Dios único y eterno que es amor, que es luz y vida, espíritu justo y misericordioso donde no existen las tinieblas y que no puede faltar –a diferencia de las criaturas, de los eres formados de la nada, que son más cuando obran el bien, pero que pueden también faltar, obrar perversamente por cuya causa, al hacer lo que no conviene ni es de provecho, se resuelven en hacer vanidades.
   Tiempo, pues, final, de reconciliación con lo eterno y con el espíritu de verdad y de redención. Vuelta a la tradición y al renacimiento del espíritu de la buena voluntad, en medio de los dolores de un tiempo que pasa, que se acaba, decadente, consumido por sus ambiciones delirantes, por sus vanidades  y minucias. Tiempo desquiciado, sin centro, excéntrico, extremista; tiempo moderno, pues, corrompido por sus excesos e inmoderado afán de novedades, que colado se derrama y que hoyado se vacía, que se extingue y muere. A la vez, venida de otro tiempo que retorna, que nace y crece en el centro de nuestros adoloridos corazones para traer consuelo –pues un tiempo se apaga a la hora que otro, más potente y luminoso, vuelve. Acabamiento interno de una era cósmica, que marca dramáticamente el inicio de otra cuando se apagan unos dioses con sus mitos, tal vez para siempre y no volver jamás, mientras regresan otros tiempos con sus dioses, por la potencia de su espíritu y de su luminosidad.