miércoles, 25 de mayo de 2016

Ricardo Milla: Los Tres Tiempos: el Tiempo Interior Por Alberto Espinosa Orozco (3a de 13 Partes)

 La Cifra de las Horas y el Puente de los Años: Ricardo Milla:
Los Tres Tiempos: el Tiempo Interior
Por Alberto Espinosa Orozco
(3a de 13 Partes)





III.- Los Tres Tiempos: el Tiempo Interior
   En una segunda estación, o segundo movimiento de una imaginaria partitura, el reloj del tiempo se detiene en el tiempo de la vida familiar, que es también el tiempo privado, de la vida íntima y personal intransferible. Su imagen: el Reloj de Pared Antiguo, detenido en su carera al marcar las 2:30. El artista del concepto que es Ricardo Milla, lo retira sin embargo de su nicho, rescatándolo del cuarto de trebejos o del rincón olvidado, para retratarlo a pleno cielo abierto, sacándolo por decirlo así de su enmohecido encierro a la luz pública, exponiendo también a la luminosidad misma de las esferas del cosmos, para abrirlo y potencializarlo en toda la plenitud de sus significados. 
   El experimento cronológico, titulado en la galería “La Redonda” de México como “Las Horas Contadas”, y en el Instituto Cervantes de Nueva York como “La Estética de la Estáticaen 2013,  fue plasmado en un políptico de considerables dimensiones murales, de 9 metros horizontales por 2. 40 metros verticales, a manea de una gran cartel publicitario, que lleva la representación temporal  al extremo de la fidelidad: fotografiando su objeto, el reloj familiar, una vez cada minuto durante todo un día, en el intersticio temporal de un fin de año: a partir de las 14: 30 del 31 de diciembre del año de 2007 a las 14:30 del 1 de enero del año de 2008.
   El resultado: una detallada secuencia, minuto por minuto, de 1 440 fotogramas, que a manera de puente conecta un año que fue al otro que le sucede -metáfora de todo un ciclo que pasa, que se apaga, que toca el límite de la caducidad, agotado por la fatiga de su propio movimiento, y que se enlaza y abre paso en el horizonte a un nuevo tiempo, rejuvenecido y regenerado, inédito, futuro, por venir.





    La imagen múltiple de Milla, de ricos y poliédricos significados, representa por sí misma, en su núcleo,  la relación de las generaciones, de la crianza y de la herencia familiar, quiero decir, donde cada nuevo miembro no es el sustituto de su generador, sino más que nada el depositario de su deseo y su palabra, y por tanto su relevo real en el tiempo. Tiempo, pues, de la herencia y de la educación, de la relación de generación, en el que se urde, asimismo también, del destino personal –que va de la cuna y la tumba, del origen de la vida a la muerte, a donde vamos, irremisiblemente, a reunirnos finalmente con nuestros ancestros y antepasados, para cerrar el círculo. 
   El dilatado fotograma del artista nos invita así a una meditación sobre el concepto cardinal de la vida íntima, privada, en contraposición a la pública y social, sobre la vida de relaciones de familia y sobre el ritmo del tiempo, intransferible, de cada persona, con sus innatas aptitudes de carácter, desarrollo de la vocación, surgimiento de las ilusiones juveniles, expresión y modelación de las pasiones propias del individuo en la madurez, y el balance final de la senectud.
    El tiempo simbolizado por el reloj antiguo es, por un lado, el del tiempo de la intimidad personal, que remite al hombre interior, a lo que somos realmente en cuento personas, equivalente por tanto a la gravedad de la persona, a su profundidad de juicio y altura de valores, a la calidad y naturaleza de su alma, de su corazón; en una palabra, a su espíritu. Tiempo de la intimidad con uno mismo, en donde recordar que el hombre es un ser medianero, entre el animal, que no puede subir de su naturaleza, y los ángeles que no pueden bajar de su esencia, como un ser que hacerse, llamado a la superación de los obstáculos para… para encontrarse a sí mismo. 
    Porque el hombre, al ser una síntesis de alma y cuerpo unida por el espíritu, tiene como tarea del hombre refinar su alma inferior, opaca, apetitiva, animal, biológica, mortal, para alcanzar la claridad y transparencia del alma superior, intelectiva, racional, donde se hacen claras ideas superiores, las normas, los principios de bondad, de verdad, de justicia, de belleza –en un proceso de coeducación mutua con otros hombres, que no concluye sino con el fin mismo de la vida. Tarea, pues, de formarse en lo humano, que es una decisión de la persona,  directamente relacionado con la adopción, familiarización y realización o recreación de valores, que son a la vez las satisfacciones humanas más altas. Tiempo de contemplación y reflexión sobre la vida íntima, cuya interioridad nos define propiamente como humanos y sin la cual en poco nos diferenciaría los de los animales.
   Momento que, sin embargo, se entrecruza, no sólo con la propia genealogía, sino también, más en general, con la ronda de las generaciones, que definen la estructura misma de la historia, es decir, de la sociedad humana, donde se deposita el legado mismo de la historia de la humanidad. Se ha visto en las generaciones un ritmo periódico, cuyo módulo sería, en efecto, el de los15 años. No sin razón, pues la historia se da como una superposición necesaria de tres generaciones sucesivas, convivientes a la vez, que se comunican entre sí sus memorias individuales, y en cuya yuxtaposición se trasmite la tradición y la historia, por las cuales saben de su pasado, se educándose mutuamente, heredando un legado cultural y, así, se orientan en el tiempo. Diálogo genealógico, pues, en cuyo contexto responder a las preguntas de: ¿quién soy?; ¿de dónde vengo?; ¿a dónde voy? También en que sortear los obstáculos que presentan como presiones vitales, por acumulación o saturación cronológica de la pecaminiosidad, tanto del mundo, siglo o tiempo, cómo de la propia rama familiar.




   A diferencia de la materia, que no tiene propiamente interioridad, que es exterioridad toda ella, la vida orgánica se distingue por su psique, por su vida interior y su individualidad. A diferencia de la vida animal, sin embargo, se da otra cosa: la intimidad de la personalidad, que es propiamente hablando la vida del espíritu, el huerto interior de cada persona, que es también el estado de su alma. La intimidad es, efectivamente, una exclusiva del hombre. La intimidad psicológica que sólo se presenta ante el sujeto, justamente, como vida interior –como un complejo compuesto de imágenes, sentimientos y pensamientos de la realidad y del sujeto mismo, destacándose notablemente las cosas vividas como bienes o satisfactorias para el sujeto mismo… o como males (que es el a priori moral del hombre). La intimidad se presenta así ante todo a la reflexión interior de la conciencia, a la meditación, al balance de nuestra propia acción en el mundo, y a la reflexión consecuente del mundo entero sobre nosotros.
   El hombre, así, añade algo más a la interioridad que es atributo propio de la vida, del organismo vivo: la intimidad, que es un mundo de representaciones, recuerdos y expectativas y, más en al fondo, equivalente a la propia alma, al propio espíritu, que no es el río fluido de la vida psíquica, sino una entidad ontológica –pues en la intimidad de la personalidad radica el mismo ser del hombre.
   Se puede hablar, así, de la intimidad de una persona, que es el espíritu con que una persona vive su tiempo desde dentro, por si misma o desde sí misma. Cabe también hablar de la intimidad de dos personas, en el amor, en la amistad entre dos seres que se comunican sus intimidades. Acaso pueda hablarse también de la intimidad de una colectividad de espíritu, cuando comparten una misma voluntad, un mismo querer, que es visto como un lugar en el que reina un mismo espíritu, como cuando los cristianos dicen que “son en Cristo”, o que son partes de un mismo cuerpo con una misma cabeza .por participaren una misma cultura o conjunto de ideas, visiones e ideales de vida, ligados a una fe, de carácter sobrenatural.       




   La experiencia más frecuente de nuestro tiempo contemporáneo, sin embargo, es su radical alejamiento del espíritu: es decir, la distancia que cada hombre tiene respecto de su propia alma, de su propia intimidad, que aparece como parca, como anémica y sin desarrollar. Incluso, como una realidad ignorada. Lo que da nuestro tiempo un tono fantasmal, magro, de vida superficial, sin profundidad. Vida vertiginosa y trepidante, donde por la misma aceleración de las máquinas y de los movimientos mecánicos del hombre pasan las cosas demasiado rápido, sin posibilidad de asirlas, de contemplarlas, de detenerse y hacer una parada en sitio para meditar en ellas por un momento o emprender la reflexión creadora de la vida interior, sin poder abrir realmente la interioridad y brindarla a nadie o de rendirse, rindiendo cuentas ante el espíritu.
   Vida por ello mismo de personalidades cerradas u opacas, sin transparencia, sujetas a la simulación, al fingimiento, a la apariencia, al doblez de corazón o a la letal hipocresía, en medio de un mundo, de una vida y una naturaleza vaciadas, evisceradas, desentrañadas de todo misterio, de todo secreto, de todo prestigio. Vida de tecnocracia acelerada y de superficialidad crecientes, en donde las comunicaciones lo visitan todo carentes de principio ordenar, dispersando la atención en todas direcciones. Sobre todo, de primado de la vida pública sobre la vida íntima, donde los sujetos terminan, a partir de una serie de locuras “cultivadas”, por expulsarla de sí mismos, Vida que tiende al exhibicionismo y al consecuente desprestigio público; al codeo y tuteo también con personas anónimas, a la proletarización de una vida insustancial por falta de relieve, de distinción y de nobleza. Vida de confusión de los órdenes, de convivencia sin querer con personas que practican un mismo error inicial pero a niveles cada vez más bajos, más vulgares, más groseros: en que uno niega la divinidad de Jesús para que otro lo reduzca a un gran hombre, otro lo minimice a reformador social, el de al lado a revolucionario, el de más allá a un sentimental, el de acullá a un loco, hasta llegar a los más bajos que niegan de plano su existencia. 
   Prioridad de la vida externa, sujeta a las apariencias, donde reinan los imperativos publicismo y de las condiciones materiales y sociales de existencia, por la velocidad vertiginosa de los medios vehiculares en nuestro entorno y por la presión misma de la historia, que lleva a una vida extremista y extremosa, en una palabra excéntrica, o donde se da el sólito espectáculo de hombres sacados de su centro, fluctuantes, insustanciales, sin esencia y funestos, perdidos, en una vida intima por lo mismo desquiciada.
   Por un lado, pues, primado de la técnica física de la naturaleza o el dominio de artefactos, máquinas y procedimientos, en una especie de invasión desencadenada por todas partes. Técnica de lo mensurable del movimiento en el tiempo y en el espacio, que ha evolucionado en el sentido de una velocidad creciente de traslación y de las comunicaciones, teniendo como efecto y consciencia lógica  la multiplicación desordenada, incontrolada de las situaciones vitales, con una correlativa distorsión y hasta extinción de los módulos normales de la vida, desalojando a la vida de la intimidad y, asimismo, de la dimensión de la profundidad, de experiencias y placeres que exigen la latitud temporal, la calma, la sobra de tiempo, para poder rumiarlas, para hallar su meollo o raíz o para rendir su misterio.
   Vida trepidante de convivencia en correlaciones donde se da la disminución de todo, donde todo se acerca o se llega a todas partes y todo se descubre… rápida y superficialmente; donde no queda tiempo, donde no hay tiempo para la reflexión, para la contemplación, para la abstracción. Vida concreta contemporánea, pues, en donde el espíritu se muestra cada vez más enfermo, empobrecido y abandonado, amenazado incuso por la preponderancia adquirida por la vida material y de dominio o superposición la congénere. Tiempo de la intimidad afectado y reducido por el imperativo de dominar voluntades y de confundir por medio de la manipulación informática o de la publicidad subliminal; también por la aceleración de los acontecimientos y de la historia toda, por la presión de un futuro que se asoma en el horizonte torvo, como negación del tiempo mismo, de la historia, del hombre.   




    Tiempo del progreso material, tecnológico, tecnocrático, cibernético, en contraste con un retroceso de la vida íntima, que anega la intimidad a cada uno por el poder de su capacidad homologante, donde no hay distinción ni personalidad que valga, donde incluso dentro delo público las personas deciden cada vez menos en cuento tales, donde se sepulta el ritmo íntimo, personal, íntimo, con el que cada individuo cumple con su destino.
   Tiempo de escisión con el propio yo, del excentricismo y extremismo contemporáneo, de la absorción de la vida íntima y privada por la vida pública del acoso y bombardeo indiscriminado de la publicidad sobre nuestras vidas, que dispara la atención en todas direcciones; tiempo de la disolución de la pareja y de la familia; de la predación competitiva del vértigo y aceleración por el dominio y la conquista del mundo; tiempo en el que no aparece nunca la persona como tal, absorbido por la vida pública y sin intimidad. Mundo, pues, roído por el tiempo circular donde no aparece nunca el individuo, la persona humana, absorbida por la alienación, la enajenación social y la presión histórica, donde se da el sólito fenómeno  del abierto desconocimiento estimativo y práctico de la persona, que ha caído como una feroz helada entre las relaciones de los hombres. Tiempo envuelto por la dialéctica del relativismo individualista de los valores y el gregarismo las presiones de las sociedades tecnocráticas, de la ceguera moral promovida por el pragmatismo y, sobre todo, de la pérdida del espíritu por falta de libertad interior.





   La obra de Ricardo Milla se presenta, así, ante ese torvo panorama, como una especie de ascesis: como una meditación que es a la vez una responsabilidad: y que se concentra para ello sólo en un hecho esencial; en una significación –despreciando abiertamente la multitud de hechos superficiales, anodinos, átonos, que se ciernen sobre nosotros: desolidarizándose de  las mismas esencias caducas e infernales de lo social; de los eventos históricos que significarían progreso; retraerse del mundo y de su tiempo mismo,  de las cosas que lo ajetrean o lo dislocan. Simplemente, porque un progreso material, tecnológico, económico,  científico, especulativo que no lleve al desarrollo de la intimidad  de la persona no se puede llamar progreso, cuando el mundo se mueve por fuerzas oscuras, inhumanas, no creadoras.
 La respuesta de Milla hay que buscarla entonces en la significación lo más cercano: del tiempo personal provinciano, familiar incluso, que nos hace herederos de un pasado histórico fecundo –descreyendo así del vacío de pueblos improvisados y de la propaganda de sus intereses económicos o políticos. Tesis de la “Durangueñidad”, en efecto, de un provincialismo sano, por inclusión, con la debida autonomía y alejamiento de los centros de dominación ideológica, interesada esencialmente en los logros distintivos de un grupo humano, de nuestro valor como personas, como intimidades, como espíritus –que se interesa también en la comunidad y la historia como conformación de un ser espiritual, de un alma quiero decir, en la cual participar. Que tal es el mundo espiritual de Durango, desleído y desdibujado en el presente, pero resistente y patente en su esfuerzo diario pro salir adelante y por perdurar –en donde, a la vez exaltar lo más acendrado del alma nacional a la que también pertenecemos y que asimismo íntimamente a la vez  nos constituye, dentro del estilo de vida de cada uno de nosotros, que como pautas de conducta, nos distingue como moradores y habitantes de nuestra propia región. Solución, pues, de la crisis de la intimidad por vía de la cultura: del cultivo de huerto interior con el reconocimiento y activación los valores regionales propios, como emblema de pertencia a un alma superior que nos cobija.  
   Yendo más lejos, hay en la obra de Milla Hierro una sed orgánica de reflexión, que también es de escucha: de vencerse a sí mismo, de unirse a sí; que es la vez sed de contemplación, de perspectiva, de espacio. Su obra se presenta entonces como un extraño artefacto estético de crítica y a la vez de creación: de orden, estilo y equilibrio. De búsqueda de un estilo de vida fluyente y a la vez orgánico, pero, sobre todo, de recuperación del “centro”.

    Búsqueda del “camino del centro” es, en efecto, la significación dominante en la obra de Ricardo Milla, también búsqueda de la recuperación de la gracia, de la inocencia primera. Camino de complejos procesos de asentamiento, de ascesis, de contemplación y de síntesis, las manecillas de su obra claramente apuntan a una convicción: que todos poseemos la verdad en sí –pero que no la recordamos. Tarea del artista: actualizar su valor. Es la verdad de que tenemos un alma libre, de que el hombre sufre y padece porque ignora la situación de su alma, de su propio centro. De que el alma es libre y autónoma, pero que por una especie de absurdo desplazamiento, por las locuras cultivas de su tiempo, no se acuerda la verdad ni reconoce su alma. El camino del centro, así, no es otro, que la capacidad del hombre de recordar la verdad, que en él reside como el centro mismo de sus ser –centro que al artista reitera, repite en sus fotomontajes, una y otra vez, para romper la rutina de la petrificación del tiempo íntimo, para activar su valor: para volver a conectar con nosotros mismos, suturando la escisión contraída por el olvido y el absurdo del mundo, para poder abrirse y brindar la intimidad a los otros, para volver a la fraternidad de los hermanos. Porque la verdadera libertad, al llevarnos al centro de nuestro propio ser, nos pone en contacto también con los principios, con las normas o, si se quiere, nos aleja de la estática, del ruido de fondo de la condición profana, de la dialéctica infecunda del devenir,  dejándonos entrar en una zona sagrada, en un templo, que es la realidad absoluta, metafísica, que es el principio ontológico que preside al hombre y lo trasciende.     







   

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