martes, 20 de octubre de 2015

Guillermo Bravo Morán: la Enseñanza y la Escuela Por Alberto Espinosa Orozco

Guillermo Bravo Morán: la Enseñanza y la Escuela
Por Alberto Espinosa Orozco





I
   Francisco Montoya de la Cruz fue el padre fundador de la Escuela de Pintura, Escultura y Artesanías del Estado del Durango, el centro de artistas más importante de la región. Heredero de la sensibilidad y de los múltiples dotes de su padre, Benigno Montoya de la Cruz, el escultor más notable del Norte del país del siglo XX, la obra de Francisco Montoya de la Cruz es reconocida por la magnificencia de sus planos escultóricos y de sus imágenes grandiosas de carácter épico por retratar con gran imaginación y excepcional dominio de la geometría, exacerbado por la influencia del cubismo tanto en el Instituto de Arte de Chicago como en la escuela del mismo Diego Rivera. Sus figuras colosales dan cuenta también de la tradición del arte monumental prehispánico, que recuerda muchas veces a los gigantes de Tula y a las cabezas olmecas. Hay que apuntar que se encuentra también el espíritu de las enseñanzas del escultor  Ignacio Asúnsolo, unido a Montoya de la Cruz no sólo por ser ambos nativos del estado de Durango, sino por ser el segundo hijo y nieto de escultores. Sin embargo, aunque sus murales son públicos y mas o menos conocidos y visitados en la ciudad de Durango.
   Francisco Montoya llegó a tal perfeccionamiento que vio la enseñanza del arte en toda su amplísima variedad de tonos, es decir, la vio a profundidad, pues la asumió con toda la problematicidad de su composición, la vio filosóficamente. Así para la década de los cincuentas practicó con éxito inusitado el conocimiento de la naturaleza y o perfección de la enseñanza y del estudio artístico, de la única manera en que puede llegarse a esa perfección: practicándola, ejerciéndola con las herramientas públicas que potencian los tiempos favorables para las instituciones públicas. Filosófica, es verdad, por el conocimiento de a naturaleza y perfección de la enseñanza –no sujeta a maniobras  o posiciones políticas.  
   En su situacionalidad la EPEA fundada y dirigida por Francisco Montoya de la Cruz, tuvo una función social de utilidad enrome, tanto en su aspecto de articulación de lo social y formador de un contexto de aficionados y observadores del desarrollo del fenómeno de las artes, como de ahincar en un regionalismo sano y engrandecerlo según el sentido de su propia idiosincrasia y esencial autóctona –tesis que no es otra que la de la misma durangueñeidad, que siendo un estudio y perfeccionamiento de lo nuestro alcance una propuesta que trascienda lo local para, por decirlo así, llegar a universalizarse.
   Los talleres comenzaron su historia en el Edificio Central de la UJED, en la planta alta del edificio emplazado en la calle de Constitución, donde se impartían las clases de pintura, dibujo y modelado –mientras abajo se desarrollaba la escuela comercial práctica más otra escuela. Las clases se daban en las mañanas, mientras que las tardes hacían lo propia labor los responsables de los talleres. El primer maestro en ellos fue Santos Vega Camargo, quien tuvo a su cargo desde el principio el Taller de Vidrio Soplado. Junto con Pablo Ibarra, encargado de las decoraciones, Margarito Palacios, en el centro de cerámica, y Manuel Martínez Velarde encargado de los textiles, todos los cuales abrevaron de la experiencia de don Arturo Ávalos, quien en México sostenía los Talleres de carretones fundados en 1968.  Por su parte Martgarito Flores se especializó en la cátedra de historia del arte, interactuando así con de los talleres de textiles, cerámica, decoración de vidrio, vidrio soplado, modelado y grabado. La fundación en Durango del Taller de Vidrio Soplado en la EPEA  –junto con su hijo, Guadalupe Herrera, Carlos Herrera, Alejandro Serrano, Isidro Herrera y David Vargas. Las decoradoras durangueñas y diseñadoras durangueñas, quienes han sostenido esta augusta tradición por más de 30 años, son: Agustina Pérez Herrera. Cecilia Fernández Pérez, Tomasa Reyes Ortiz y María Tomasa Reyes Hernández. Cultivadores todos ellos de esta bella disciplina en la EPEA –a los que hay que sumar a José Villanueva, Concepción Medina Celia Fernández, Elba Castañeda, Nica García y Tomi García, Agustín Pérez y Maria Elena Barrientos, estando al cargo del taller Ignacio Jiménez: en el Taller de Fundición al maestro Gerardo Molina; en el Taller de Textiles, a los maestros Jesús Ornelas y María Formosa Gallegos, más la maestra Georgina Deras, quienes realizan trabajos de pura lana tejidos en un telar a mano, tales como manteles, cobijas y jorongos; en el Taller de Tintorería María Amada Vázquez, Agustín Torres y a Saúl Cuauhtemoc Castañeda, cuyas labores son las de cardar, teñir, cortar y lavar, y por último, el Taller de Vitrales, donde han destacado los maestros Arturo Orozco y Víctor Gómez.
   Cuando Santos Vega se integra al taller de vidrio soplado era la encargada de los talleres Ignacio Jiménez Serrano, a los que se sumó el maestro Trino, entrando a trabajar con ellos en 1967 el maestro David Vargas bajo la figura de becario, en la época en que el director de la escuela era Don Carlos Galindo. Las mejores decoraciones se lograron en los años 70´s y 80´s, habiendo una gran producción de cerámicas, vasos, copas, jarras, botellas, dulceras y azucareras, figuras varias y licoreras, que era la época en que la escuela compraba las cosas a sus productores, cunado los maestros de dibujo conseguían y abastecían a los estudiantes de pinturas y papeles, pues todos llegaban jodidos y se les abastecía de todo lo necesario para realizar su labor.
   En el Taller de Vidrio Soplado se practican técnicas cada vez más sofisticadas, como son el vidrio a la flama y estirado, el vidrio fusionado y el vidrio fusionado –habiendo sido Francisco Montoya de la cruz el gran impulsor de la enseñanza de las artesanías en Durango, llegando la escuela a un estilo único en objetos decorativos y a la vez utilitarios, decorados finamente con líneas de oro.
   A la ingeniero Leticia Ontiveros, quien fuera director e la EPEA,  se debe el haber dado el tiro de gracia a los talleres de la EPEA, obedientes a un plan anárquico de educación regional, pues en su gestión los hornos de la escuela fueron apagados definitivamente hasta finiquitarlos –empresa iniciada por el maestro Candelario, quien fue el responsable de empezar a matar lentamente a los talleres, permitiendo en su gestión com0o director de la EPEA prender los taller dos veces, una vez al año, personaje que no solo no hizo nada por la escuela, sino todo lo que pudo por desaparecerla.








II
   El Maestro Guillermo Bravo, perteneciente a la polémica generación de la “Tradición de la Ruptura”, enfrentó en su obra, con todo el peso de la gravedad del espíritu, la critica estética de la sociedad y de la historia para encontrar el núcleo sobre el que gira el valor más que de la identidad cultural, de la pertenencia. Para ser habitante, para morar humanamente entere los hombres, tuvo también que destilar el proceso de poner en cuestión a la tradición constituida y al redundante y tautológico “tradicionalismo” –el cual frecuentemente ambiciona la práctica de la herencia a tal punto que recala en las áridas costas de la codicia que se apresura a hincarle la rodilla o el diente e inmediatamente institucionalizarla, quedándose finalmente fijados con toda la herencia y dejando sin nada a sus hijos.
   Al igual que otros artistas de su tiempo descreyó artísticamente de la verdad de la tradición para que ella pudiera aparecer, no en si misma, sino en lo que lo nombra sin saberlo al nombrar explícitamente otra cosa: en los gestos y creencias concretas de la gesta de la cultura –aventura espiritual que sólo puede aparecer como verdad explícita ante los ojos externos de otra cultura.
   También practicó el movimiento del exilio interior, del amor extranjero, cuyo punto de mira permite ver a la tradición directamente y hacerla explícita... pero sin nunca hacerla suya. Así amo y afirmo los valores de la cultura indígena y de los ancestros mexicanos sin necesidad de usar hinchados huaraches o luidos taparrabos de festival lustroso y sin decir nunca “nosotros”, sino siempre “ellos”.
   Porque la vida que el Maestro Bravo buscaba y de la cual participó era la de la pertenencia a una tribu,  a una cultura. Movimiento que no puede ser el estático reflejo, pues no tiene sentido pertenecerse a uno mismo, sino que siempre es el de pertenecer a ellos, a los otros, a los que nos dan cartas de legitimidad y verdadera existencia en el doble intercambio de las miradas.
   Descreyó pues de la fidelidad del fiel, que todo se lo apropia usurpando la verdad de la tradición en el sospechoso gregarismo del “nosotros” –propio del regional patriarca del pueblo igual que del diletantismo cultural, lo mismo en el exasperado charlatán de feria que en el trásfuga de la poesía que pergeña instantáneos coprolitos transitorios; figuras que embozadas bajo la mediocre máscara de la burócrata de ranchería o tras las bambalinas de la esquina trastocan parasitáriamente a la tradición en fetichista fantasma coagulado de abuso, dominación o intolerancia, sin tocar ni pertenecer nunca al pueblo, pero intentando siempre usurpar o representar su imagen.
   Por lo contrario, el arte de Bravo supo valientemente sostener en la infidelidad poética la fidelidad de la tradición al mostrarnos que toda pertenencia al legitimar una tradición la pone a la vez fuera de uno. Por eso el artista es ese ser complejo dividido y doble, porque es siempre uno y a la vez el mismo y su obra. Porque no es la tradición la que depende del artista, no necesitando así de su afirmación, sino que más bien es el artista el que requiere que la tradición lo afirme. 
   Así, la negación de la tradición es ambigua en la medida en que solo es fecunda si permite hablar con los muertos o con el fundamento inabordable permitiendo al artista al mismo tiempo estrictamente expresar y así lo afirma –pero es deformante, tanto del artista como de su obra, si con ella se desfila al deslizamiento de la huida o de la fuga en que el artista rehúye ser afirmado por ella, alcanzado apenas a dar expresión, no a la divina emoción de la nostalgia o de la fantasía creadora, sino a la novel excitación efímera de la subjetividad ilegible(, cuya disonancia y extravío solo puede ser enmascarada por la pétrea seguridad demoníaca de aquellos que no reconocen ninguna autoridad, apoyados sólo en la sombra inconsistente y pétrea de no entender nada del espíritu).
   La frívola creencia del siglo pasado en el poder de derrotar a la tradición en el fondo se revela como una delirante apuesta en contra de lo humano –simplemente porque humanidad es tradición. En la tradición, en efecto, radica otro de los peligros del hombre, peligro radical de dejar de ser, ya no al hundirse en el apeirón de lo amorfo, sino al repetir inanemente o al intentar apropiarse sus formas constituidas o de agotarlas en la cacofonía oratoria (del vago rumiar de la rutina); peligro extremo, pues, porque en ella descansa uno de los fundamento de lo humano –no porque la tradición sea verdad, sino porque la verdad está en la tradición, siendo ella misma inapresable.





III
   Las dotes de inmejorable anfitrión del Maestro Bravo como director de MACAZ radicaban en ese respeto absoluto por la tradición, la cual sabia inapresable pero no inasimilable, y en la que también veía y valoró su indesconocible aspecto social y racional, pues es la tradición lo que permite a los hombres como grupo integrase a lo que consideran que les es propio y característico.
   Así, el gran artista plástico durangueño nunca afirmo la determinación del hombre por las instituciones y estructuras sociales para acabar negando el valor de lo social en su raíz misma. Tampoco perpetro la acusación sólita de ser la traba del progreso, cadena de la libertad o cloaca de oscurantismo, sino que vio en ella la matriz misma de los social, por ser ella fuente y sinónimo de lo histórico.
   En efecto, en cada una de sus obras y en la totalidad de su trayectoria pedagógica pueden palparse con la mirada los hilos y poderes que comunican a sus imágenes y trayectoria entera con la tradición, bajo la forma de una ligazón con la memoria social, tomada como lo que en realidad es: el tiempo orientado que cifrado en la memoria de un grupo permite a la sucesión la permanencia del tiempo, como lo que hace posible todo cambio y todo progreso, jerarquizando los valores en su altura y profundidad, también como lo que hace posible que cada nueva generación no sea el mero sustituto de la anterior, sino su relevo real en el tiempo o su heredera.
   Porque la sociedad humana, a diferencia de la animal, no comienza todos los días partiendo exclusivamente de la memoria genética o meramente individual, en un tiempo repetitivo, estacional o mecánico, sino que recomienza en la historia, en un tiempo orientado cuyo sentido es a la vez el tiempo de la memoria social y la memoria inabarcable e inaprensible de la especie.
   En la búsqueda de ese fundamento y de ese origen, el Maestro Bravo descubrió por sí mismo el drama radical del ser humano: el ser en si mismo a la vez sí mismo, el individuo, y la especie. También el estar el hombre en una síntesis del cuerpo y del alma puesta por el espíritu.
    Quiero decir que revivió el drama existencialista de su tiempo: ser el hombre por su historia y su memoria social, por la tradición, contemporáneo de todos los hombres, reviviendo así la posibilidad inscrita en nuestra singular especie histórica de rozar en el presente la presencia entera de la especie, ya tocando las arduas travesías del magdaleniense, ya vibrando con el rumor primitivo del neardental o sumergiéndose y respirar, como hiciera en su momento José Clemente Orozco, de los oscuros ritos de epifanía celebrados por los pueblos que hoy siguen caminado en la oscuridad de los tiempos. (Por esa vía también intento purificar la sensibilidad estética de las rémoras y costras de la presión histórica.)
   En ese movimiento poético comprendió que la historia humana está siempre ya empezada, que el primer sentido que se busca en el origen de la memoria como fundamente sólo es significativo porque ya había antes que él sentido -pues cuando la memoria recuerda ya recuerda que se acordaba. (El comienzo del tiempo memorable es, en efecto, inalcanzable. Porque el tiempo histórico, al ser tiempo orientado, tiempo de la tradición, de la herencia y de la transmisión o tiempo de la memoria social, sólo puede empezar recordando ya algo, siendo su comienzo inalcanzable. Por ello, nada auténtico puede decirse por primera vez, como inútilmente quisiera hacer creer la masiva y “original” pintura abstraccionista de nuestro tiempo –la cual pareciera creer que se puede ser, de la noche a la mañana, cualquier cosa, o que es posible tomar el cielo por asalto. No.
   El decir de la imagen auténtica sólo puede alcanzar la autenticidad en la plenitud de su sentido –y sólo es plena cuanto más plenamente repita, con la fidelidad de la escucha, no de la engolada rana, lo que una vez fue dicho. La reconstrucción del abanico de la totalidad o de sus imágenes prístinas sólo puede ser reconstrucción, rearticulación, repetición –de lo mismo en el fondo. Mientras que el decir original que no origina o genera ni es originado no puede ser sino un decir parcial rayano en la masiva mudes de los objetos sordos, lastrados por el error de la libertad trasmutada en fuerza ciega, en arbitrariedad insolente o confundido con la escoria de la falsedad formal –maneras todas de la injusticia o la impiedad.)
   Por lo contrario, el lenguaje del Maestro Bravo estuvo siempre y estará en su obra para los durangueños de hoy permanentemente marcado por las notas de su original personalidad, de su amor por  la tradición y el sentido y legitimado por ellos, siendo por ello también una de las formas en que su cultura dio expresión a su tiempo, heredándolo a sus coterráneos bajo la forma de la belleza y me atrevería a decir, también de la piedad y de la justicia.








IV
   Debido a su crítica fidelidad a la tradición, o como su resultado, el Maestro Bravo logró el desarrollo de una sensibilidad refinadísima que le permitió pensar dentro del tiempo, en cierto sentido disolviendo al yo individual. La modestia de su carácter le permitió así situarse en la costa diáfana desde la cual se atisba la vida y su horizonte axiológico como lo que simultáneamente está en una playa inalcanzable, como hambre de ser, como el negro pan amargo de todos que nos desvive y nos desgasta, y a la vez como el pan de sol donde con todos los otros se hace la vida con nosotros, como el amanecer con-partido necesariamente y solitario. Así, la vida y la muerte que habla en su lenguaje nos hicieron comprender el más allá en que la muerte es sólo de los muertos, pero también la verdad presente de que es por ellos que vive entre nosotros y que es por ellos que somos hombres. La ausencia del sentido explícito, de la vida de los otros que nos precedieron, es la contextura del pasado y de la tradición, pero también la imagen misma de la vida o su proyección en el tiempo -pues cada un sabe en secreto que un día no estará, pero estarán los otros, los que nos sobreviven, y que la vida es siempre suya.
   Presiento que en la última etapa de su labor creativa, con la relativa disminución de sus capacidades físicas y su penosa enfermedad,  las imágenes del Maestro Guillermo Bravo alcanzaron una mayor desnudez de su calidad espiritual, una concentración más esencial de su inspiración y en la plenitud de su madurez como ser humano la condición de la mayor profundidad artística de pintor, y la calidad de una mayor pureza  en su amor al arte.
   Aunque los vivos, los despiertos, callen y se ausenten, aunque la vida los consuma como el calor del fuego a la combustión del tabaco, de alguna manera por virtud de la cultura y de la tradición siguen en el humo blanco de su trayectoria midiendo el vago tiempo y dialogando con nosotros, ajenos a los sombras y permanentes en la luz con que entibiaron alguna vez el helado corazón del día. No se marchan del todo, puesto que nos referimos y hablamos con ellos, puesto que así nos escuchan solemnemente sin hablarnos. Porque aunque los muertos callen, nadie se va de veras para siempre y siguen habitando entre nosotros en las palabras que moldeamos cada día o en los lugares en que respiramos todavía de su cálidas miradas, en que vibra la presencia de sus gestos agitando aun entre nosotros el espacio de la atmósfera y haciendo el aire de nuestro tiempo enrarecido un lugar de encuentro salubre y respirable.






V
   La primitiva función del arte no es otra que la de imponerse a la vida bruta, sacarla de las pígnicas narices de la animalidad y del resbalón de la caída hacia atrás que todo vértigo implica, subir al mundo de la civilización al hombre y refinar su salvajería por medio de los estilos y las maneras, de la memoria social, del gesto educado o la gesta repetida y continuada, por la naturaleza modulada o simplemente por la gracia infusa  -por lo que es siempre modelo, renovación del recuerdo y de la tradición.
   La naturaleza por su parte reafirma la primacía de la vida idealmente y es cambio, innovación, trasmutación permanente. La antinomia arte-naturaleza sólo es fecunda y sólo es tradición (incluso tradición de la ruptura) cuando toca su turno a la naturaleza innova a la tradición, reivindicando la excelencia de lo natural –pero es contraria a la naturaleza cuando los privilegios asumidos por el arte se han convertido en dermatoesqueleto muerto y sin vida, cuando se han petrificado como ante la gélida mirada de medusa proyectada sobre las formas constituidas o sus instituciones atinando sólo a volverse superficialmente en contra de la naturaleza que antes la alimentaba, dando expresión a los ociosos dardos esteticistas que intentando formar apenas logran hostigar o violentar la vida.  Porque es por la tradición que hablamos con los muertos –no por aquel inconsciente que sin habitar la tradición agita entre nosotros el alacrán de su bandera o habita en el oscuro chacal de su cartuja.
   El Maestro Guillermo Bravo Morán, par inolvidable de su gran amigo el singular escritor durangueño en huero o trigueño Don Héctor Palencia Alonso, fue así un ensayista en el arte alquímico del Ave Fénix. Porque el hombre, en efecto, realmente o más que ningún otro, es el ser que diariamente tiene que rehacerse de sus propias cenizas –de sus hojas quemados como días, del polvo montarás de los caminos que sigue a las piedras que bajo las pisadas ruedan, del sudor por acceder en el pasado o de hacer castillos en el aire, que es nube, que es gota de agua que rueda también como el trabajo combustible o que se esfuma como el dulce sabor de ayer también hoy flama del hielo.

   Porque del polvo y de los recuerdos fantasmales de recuerdos, de repasados y muertos, de cáscaras y de caricias, tiene que rehacer el hombre sus elementos. Espectros, de los que el hombre al mezclar emoción, fuego e historia, al re-hacerlos otra vez presentes y al convocarlos a ellos, no a estos o aquellos, nunca a nosotros, sino a los que urdieron desde le primer tiempo los relatos, al convocar al misterio o al ser, al traerlos al mundo del ahora, espuma del tiempo, del menguado minuto o de la esperada hora, es que el hombre encuentra el único tiempo en que en verdad existe, porque es el hombre el ser que se rehace cada día. Sed de ser, hambre negra y amarga de ser que nos consume y aniquila cada día, y pan de sol para los ojos, que es la luz del día. 








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