domingo, 16 de agosto de 2015

Aquella Sacristía Por Alberto Espinosa

Aquella Sacristía
Por Alberto Espinosa




   Nos abrieron la puerta. Habíamos llegado al templo luego de caminar por una pequeña plaza, alrededor de cuya fuente reseca, decorada con pintura barata de aceite de color azul turquesa, unos hombres con sombrero se disponían a matar las horas, las horas muertas, volteando apenas en su entorno con complacientes miradas, como si sus ojos apenas resbalaran por aquella nimia arboleda, sin asirse ninguna rama, sin poderse tampoco anclar en las tenues nubes del cielo o del disminuido estanque, casi seco, de la fuente aquella.
   Un hombre viejo, enjuto, en mangas de camisa salió a recibirnos entreabriendo con gesto aletargado el antiguo portón de cedro. Luego se enfundó una maltratada sotana de color vino pardusco que, al paso, se había superpuesto a sus ropas civiles. Nos indicó con una especie de ademán en el que había algo de insolente que lo siguiéramos a su despacho, mascunzando después ininteligibles palabras. Caminamos siguiéndolo por un breve corredor pintado de blanco pero sin luz.
   Fue cuando pude entrever a un lado las escaleras de cemento improvisadas que conducían a una habitación en la planta alta, la cual  emitía el tenue destello luminoso producido el ojo cíclope de un televisor y un apagado zumbido electrónico y en la que se adivinaba el desorden de sábanas y ropa revuelta, pudiéndose apreciar a la distancia una cómoda repleta de figurillas marrón que se agazapaban entre montones legajos y papeles revueltos.
   El hombrecillo tosía, como si algo le aguijara la garganta, a la vez de forma angustiosa y mecánica. Luego de pasar por un pequeño jardín interior, cuyos corredores estaban tapizados por una ajada celosía roja, llegamos a la oficina, a la vez oscura y vacía, donde nos indicó, con un lenguaje perfectamente administrativo, el cual modulaba como si se tratara de una monótona letanía, que había que hacer un trámite, que el acta de bautismo y la ceremonia tenían un costo, que si disponíamos de flores para el arreglo costaría quinientos pesos más, diciendo todo aquello en un tono a la vez amargo e impersonal, lo que le daba el inequívoco carácter de un mero procedimiento técnico e impersonal, de una especie contrato más que de transacción comercial, cuyas reglas habían sido sepultadas por el uso, vaciándolas completamente de cualquier vestigio de significación, convirtiéndolas en una mera forma sin vida, como si fueran casi en un objeto sólido que se podía mover y que sin dudo venía de otro lugar sin luz.
   Observé que había en aquel hombre una punzante expresión de incomodidad, que en un primer momento juzgué debida a una enfermedad crónica. Nos acompañó entonces a la salida y pasamos nuevamente por el jardín el cual, a pesar de contar con algunas flores rojas de botones agostados -me pareció ver también unos rosales y unas macetas sobre los canceles-, se encontraba completamente marchito.
   Pude apreciar que todo el espacio estaba como hollado por una especie de vacío, que aquellos corredores estaban infectados, como carcomido por el olvido, y que todo en ese lugar se encontraba como detenido en el tiempo, como si estuviese pesadamente paralizado.
   El hombre entonces se detuvo y volvió a toser llevándose esta vez las manos al cuello como si algo le escaldara insoportablemente la garganta y, haciendo una gemuflexión, en la que había un no sé qué de extraña liturgia, espetó en varias ocasiones, doblando las rodillas a horcajadas  y acercándose extraordinariamente al suelo. En el lugar donde debieron de haber caído los verdosos escupitajos, que arrojaba de la boca con una carraspera acompañada con una especie de pujido ronco, aparecieron, sin embargo, como aventadas al suelo por un demiurgo innoble, algunas alimañas de color rojo ceniciento y negro. Un par de de ellas que se desprendió rápidamente del grupo corriendo a toda prisa hacia el borde donde empezaba el jardín. Los otros bicharrajos de tamaño más pequeño se dieron inmediatamente a la fuga en todas direcciones.
   Sin rubor y con la mirada oblicua el hombre caminó jorobado, envolviéndose en su joroba sobre sí mismo, y nos condujo con paso firme y de prisa a la salida.
   Sin darnos cuenta nos encontramos de pronto fuera de la sacristía, en la calle, mirándonos a los ojos, como queriéndonos dar razón de todo aquello.  Volteamos sin embargo para otra parte las miradas, sin saber que decir, regresando a casa, cabizbajos, por otro sendero.









 Imágenes de Don Alfonso Bulle Goyri

No hay comentarios:

Publicar un comentario