miércoles, 29 de julio de 2015

La Enajenación Moral Por Alberto Espinosa Orozco

La Enajenación Moral
Por Alberto Espinosa Orozco



I

   La peor y más sólita de todas las enajenaciones,  a lo que propiamente se puede por ello llamarse rebeldía en su sentido más pleno, es la enajenación religiosa: es decir, estar alejados de Dios. Porque la ignorancia de Dios sólo puede indicar que el príncipe de las tinieblas guarda dominio sobre los desobedientes, teniendo en ellos sus designios eficiencia de engaño. Ateísmo, agnosticismo, no pueden así sino conducir a alejarse o a ser ajenos a Dios, y a estar enajenados de su divina presencia. Por tanto, a vivir muertos en nuestros delitos y pecados o por seguir la corriente del mundo, que es la condición corriente, vulgar, proletaria, impía, rebelde de la época contemporánea -porque el príncipe de este mundo es el mismo que el príncipe de la potestad del aire y de las tinieblas, que opera eficientemente sobre los incrédulos e hijos de la desobediencia mediante el anhelo de vivir conforme a los deseos de la voluntad de la carne o de los pensamientos mundanos (materialismo). Cosa que de suyo se opone a los valores del espíritu: a la creencia que lleva al espíritu de sabiduría y al conocimiento de Él. Oposición radical, pues, a la creencia en la posibilidad de la reconciliación con aquel que es rico en misericordia y poderoso para perdonar los pecados, teniendo para sus santos la promesa de su herencia, que es la esperanza de su reino eterno de vida, de paz y gloria. Porque, por lo contrario, la redención religiosa de la fe consiste en la conciencia de estar muertos en nuestros pecados y escapar de ahí, por obra de la salida de la esclavitud, de Egipto, y ser así liberados de servidumbre.

   Dogma de la redención de nuestros pecados por la muerte de Jesús, quien venció al pecado con su muerte y venció a la muerte con su resurrección, y que al hacerlo tiene el poder de redención del ser humano cuando este se acostumbra a su yugo, que ni es muy pesado, ni es muy grande, sino que es pequeño y suave. Lo que equivale entonces a la conciencia pura, religiosa, que nos desenajena en el sentido espiritual sumo: en el de liberar a la persona de alguna pena, que abruma, o del dolor de una situación de pérdida patrimonial, de un despojo, o de la congoja de la ruptura con la familia, o del empeño sacrificial a una causa. Porque Cristo se ofreció dando la vida por sus amigos, y pagando con su muerte el precio de la redención de los cautivos. Que es el mundo de los espirituales, no el de los psíquicos que se volvieron a Egipto, sino de los verdaderamente libres, que siguieron el fluir del Jordán cuando sus aguas fluyeron hacia arriba, por lo que la desenajenación operada por Dios es a la vez una desenajeanación y liberación de la persona en sí misma.

   Todo lo cual le resulta en especial opuesto a los ojos anegados en la culpa, que es el pecado, y ante lo que precisamente se revelan los hijos de la rebeldía, de la ira, de la cólera, pues en su desmesurado amor a sí mismos (egoísmo) encienden el fuego colérico, que arde, y que, como la lengua desatada, es capaz de quemarlo todo, en su iracibilidad, y cuyo fin es el abismo del abismo, que es sin fondo, del olvido, que es sombras y cenizas. También se traa del manido escepticismo ante las creencias religiosas más generales: especialmente la creencia de la muerte de Cristo en la cruz, promotora de su misericordia infinita de redención definitiva de los hombres mediante la salvación, que es el nuevo pacto de la redención de los pecados, que es la tarea de justificar, pues, al impío, para salvarlo. Disolviendo, tapando o dejando atrás sus pecados, que es precisamente la entrada al más allá del espíritu. Tarea, púes, de cargar los pecados de otros, de no enseñorearse ante ellos sino servirles o, en una palabra, de alcanzar la santidad de los que reciben el espíritu de la verdad, cuyo yugo de justicia es sin embargo suave y cuya carga en realidad no es pesada, al acatar apenas unos cuantos mandamientos básicos. Especialmente de participar en la fe, en la creencia de la real existencia del salvador de misericordioso, y de vivir en la esperanza del resplandor de la vida futura -asociada con la utopía apocalíptica del dogma de la restitución milenarista.





II

   De hecho se trata de la oposición que constituye el mismo a priori moral del hombre, entraña de su desequilibrio sustantivo, que lo hace el ser libre y espiritual que es -que es el estar dividido desde su raíz misma entre las posibilidades de l bien y el mal morales (liberad), debatido en una oscilación moral constante y antinómica, teniendo en su base, en efecto, como oposición constitutiva el a priori de su voluntad: donde el deseo del espíritu se presente, antinómicamene como repito,  como contrario al deseo de la carne y la apetencia de los bienes materiales, mundanos.  Por lo que dice reza el evangelio: “El que no es conmigo contra mí es; y el que conmigo no coge, desparrama.”. Lc. 11. 23.   

   Dentro de la formación social el obstáculo máximo a vencer es la rebeldía prohijada por las ideologías políticas hegemónicas, que ya toman la forma de los embustes decididos, ya de doctrinas materialistas, ya el variopinto ropaje de las disímbolas vías, socialmente toleradas y hasta fomentadas (drogas, sexualidad libertina, publicismo, competencia individualista), del embrutecimiento colectivo.  Por  lo que la solución a tamaña crisis se antoja más teológico-flosófica que política, pues no es sólo la codicia y el circuito cerrado de la explotación lo que explica o agota el problema, sino más bien la recomendación de volver al humilde método, que es el de volver al viejo sedero, consistente en robustecer, conservar y restituir el espiritualismo. 

   La dicotomía es tan vieja como la humanidad misma, y se puede ilustrar con la alegoría bíblica de los dos hijos de Abraham: primero, con los hijos de Agar, la esclava, que nacieron según la carne, y que pertenecen al monte Sinaí, cuya imagen es la de la servidumbre consistente en trabajar por las obras de la carne, que equivale a sembrar para la carne, y cuya cosecha no puede ser sino la corrupción, pues el hombre no puede en un campo cizaña cosechar trigo. Se trata también de la ruptura del lazo de la comunicación con Dios, de la incomunicación o ausencia de Dios en el corazón, que es el mal del desamor y que es también una sordera. Hasta llegar, por el pecado de la rebeldía, de la desobediencia, a la idolatría, haciendo entonces marchar a la religión hacia atrás, hacia la religión del miedo y en dirección de sus nuevas formas, siempre cambiantes como los virus, que son propiamente hablando las herejías.

   En segundo lugar, está el otro polo de la oposición en esa lucha de clases morales: son los espirituales, personificados en Isaac, quien nació libre y según el espíritu, cuya descendencia se refiere a los que han crucificado su carne junto con sus bajos afectos y concupiscencias, y que son los hijos de Jerusalén celestial, la gran madre, y que por ellos son también llamados hijos de la promesa, pues siembran para el espíritu, del que cosecharán vida eterna –aunque en el mundo desde un principio se hace violencia contra el reino de Dios, que residen en el hombre interior, y que es justamente el hombre nuevo. El hombre verdaderamente nuevo es, en efecto, el espiritual, no sujeto al yugo de la servidumbre de la carne (el hombre viejo), que vive libreado por la gracia de Cristo y que es justificado por la gracia del Espíritu Santo, con esperanza de justicia por la fe, que obra por amor. Por lo que los predestinados, los elegidos, los escogidos -y escogidos antes incluso de la fundación del mundo-, son precisamente los santos sin macha, los que han sido lavados, santificados, justificados en nombre de Jesucristo y del Espíritu de verdad, que es el Espíritu Santo, que es quien derrama el amor en los corazones y que es fuente de gracia y dones.[1] El Espíritu Santo, que levanta de entre los muertos a los pecadores, que santifica el cuerpo, que conoce los misterios más profundos de Dios y que posee todo conocimiento.[2] Se trata del Espíritu de contrición y de verdad, que aspira a las cosas superiores, cuya acción santificadora para obedecer a Cristo procede del Padre –y a quien el mundo no pudo recibir (Paráclito o el Consolador). 

   Todos los que cometen injusticia no heredarán el reino de Dios. Porque sus obras son las obras de la carne, cuya antigua levadura es la del orgullo, el vicio y la maldad, resultando por ello hijos de ira o sujetos de enajenación moral. Injustos, no justificados, reprobados, infundados, resultan aquellos que no han dejado de ser carnales, reinando por tanto entre ellos las envidias y las disputas.  

   Así, la tabla de las inmoralidades, de las obras de la carne, que son los frutos del árbol silvestre, de los hijos de la rebeldía, de los hijos de la carne, que no heredarán el reino de Dios, se condensa en unas cuantas figuras, que son prohijadas por las obras de reprobación: el adulterio; la fornicación; la inmundicia; la disolución; las idolatrías; las hechicerías; las enemistades; los celos; las contiendas y las descerciones; las herejías; las envidias, los homicidios; las embriagueces; las orgías y cosas similares.

   Actos impropios del espíritu todos ellos, sólitos en los insensatos, que por su volumen presentan en la actualidad tal envergadura y alcance  que lo que más conviene es dar un paso atrás, horrorizados, retrocediendo, para volver los ojos hacia algo más estable y seguro, más luminoso también, fincado en la tradición que no perece -simplemente con el objeto de poner en su sitio el criterio moral y religioso, el oriente del valor, que es el motivo de la acción sensata y el camino recto del hombre justo.

   Acción sensata que abre la posibilidad misma del futuro histórico de la humanidad, la cual radica en la superación del impulso rebelde de la dominación del congénere, de someter ciega y ferozmente al prójimo –creyendo falsamente que la grandeza de la propia estatura se mide en la percepción del otro como un ser reducido, humillado, degradado, que encoge el cuerpo, dobla las rodillas y cae por tierra. Por lo contrario, la estatura del ser humana se mide por la dignidad mutua de las personas: por la percepción interna de la propia postura erguida, y por la percepción del alma ajena a la misma altura del alma propia.







III

   Por la misma dobles de la naturaleza humana, el hombre contemporáneo se encuentra ante el dilema de ser salvado por medio de una ética superior, de base religiosa, cristiana, o de ser engullido por la corrupción del tiempo histórico, que todo va quitando o degradando, presionando a los hombres para hacerlos vivir en el mal y la impiedad, hiriendo al alma con pecados imborrables, o al acorralarlos para adherirlos a la parte material e inferior de su naturaleza, sin poder reconocer su parte divina -siendo a la vez paradójicamente envidiosos de la divinidad, al haber rebajado su alma a la naturaleza de los brutos o las bestias. Ante un mundo que se sumerge en la decadencia y ante la noche que envuelve a las naciones, donde las tinieblas son abiertamente preferidas a la luz, donde se ejercen leyes huecas, ni justas ni piadosas, donde la inversión de valores toma al impío como un sabio y el piadoso es visto como un loco, el frenético como un valiente y el peor criminal es tenido como un hombre de bien; ante un mundo que amaga con perder por todo ello el equilibro, decía, queda volverse al principio inmóvil, a la eternidad en reposo, teniendo la fuerza para volverse al principio estable de la ley moral, para liberándonos de la potestad de las tinieblas y hacer las cosas de Dios, para seguir su voluntad y hacer su querer –para tener el conocimiento, el entendimiento y la sabiduría espiritual, para ser dignos, ser santos, irreprensibles, irreprochables y sin mancha, y por tanto dignos de estar en la presencia de Aquel, como hijos de la luz. Fortificándose en las buenas obras, estando firmes en la fe, agarrados a la esperanza del evangelio, para con el hombre nuevo abundar en misericordia, compasión, benignidad, paciencia, humildad, mansedumbre, magnanimidad y perdón, con el vínculo de perfección que es el amor, la caridad cristiana.         Queda así, pues, la verdad del evangelio de la salvación religiosa: menospreciar los vicios con todo lo que es materia, dedicándose en cambio al cultivo de la religión del espíritu, cuna del alma inmortal, pues con la ayuda de Dios es posible amputar de nosotros toda malicia, para luego conducir al alma, purificada, al mundo verdadero, que es también, el de la belleza pura. 




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