jueves, 30 de julio de 2015

Ideología y Mito Por Alberto Espinosa Orozco


 Ideología y Mito
Por Alberto Espinosa Orozco


   La filosofía. lejos de ser refractaria a esa crisis ideológica de pliegues y dobleces verbales, ha sido su centro y su escenario, dándose por consecuencia una crisis sin paralelo en la filosofía misma, en el pensamiento, en la razón –por la que tradicionalmente se había definido al hombre –definido ahora más que nada por su pura y nuda existencia, para la que, por la que propiamente puede haber vida, pero no filosofía. Nostalgia de la filosofía primera, pues, de la metafísica, en medio de la crisis universal de la civilización occidental moderna, que ve en la plurificación de las diversidades a nivel globalizado una expresión más de la cifra de la particularidad, de los accidentes antropológicos, que dejan al hombre funesto y sin esencia, y donde se pierde precisamente toda universalidad posible
   Una de las razones de aquella nostalgia filosófica de universalidad estriba en que la misma figura del rebelde se ha vuelto así resbaladiza, confusa ella misma, pues señala a la vez a dos deidades inmortales: Luzbel, el ángel promotor de la caída, y a Prometeo, el titán del fuego salvador caído en desgracia –en el centro, desgarrado por esa doble tendencia del espíritu humano, al mortal Sísifo, condenado a llevar la inacabable piedra derrumbada a la cumbre sin fin de la colina; que al igual que Faetón, tal vez también Belerofonte, simbolizan el mito ancestral de la ascensión y la caída: imagen de la osadía del espíritu humano y de su fracaso, jeroglíficos de la libertad en donde se entrelazan los componentes de la eternidad y de la ruina.
   Así, en primer lugar, el rebelde es Luzbel, pues la palabra rebelde deriva efectivamente de “bellum”, palabra guerrera que ayuda a componer su nombre: ángel sublevado contra los principios eternos y contra Dios que, luego de su caída, se ensaña al maquinar la perdición de los hombres e intentar volver a tomar el cielo por asalto. Porque la ética de Luzbel, el hijo de la Aurora, deriva de ser, y en primer lugar, el inconforme y desobediente, el indócil e intrigante que esparce entre el pueblo los rumores y la confusión, haciéndose simultáneamente pasar por libertario o estallando en blasfemias. Por su parte la palabra revuelta significa tanto volver del revés, mezclar las cosas adulterándolas, como retorno, regreso, vuelta: segunda vuelta, en alusión a la revolución de los astros que vuelven a su punto de partida, a su principio, de donde la idea no tanto de rodar cuanto de enrollar y desenrollar, de desplegar lo plegado: de explicar. Su figura es la de Prometeo, quien ayuda a los hombres robando el fuego, la luz, de los dioses –cuya revuelta es más bien la revolución misma del tiempo, que pone fin a una era histórica y que, a semejanza de la ronda de las estaciones, marca con su término el comienzo de otro tiempo que despunta. 
    Ambas figuras asociadas el planeta Venus, pues, cuya figura mitológica es doble, la de Hésperus y Fósforus: la estrella de la mañana y la estrella del atardecer.


    El hombre tardo-moderno ha elegido en camino una figura fluctuante, que responde a la ambigüedad del tiempo que corre: Sísifo, cuya tarea infructuosa y repetida es subir a la punta de la inacabable pirámide. Su drama: no querer morir, no aceptar a muerte, el fin de un ciclo, quedando preso por tanto en una juventud perpetua, ignorante, irresponsable, obediente solo a un señor ya vuelto abstracción pura, sin rosto, que lo devora; su experiencia, ir hacia los extremos de las posibilidades inmanentes inscritas la naturaleza humana para tocar el límite de lo imposible, hasta chocar con el límite, y ser obligado por la fuerza misma delas cosas a recular, experimentando en cabeza propia el “no hay más allá” de lo posible material. 
    Los mitos, los dioses, los ídolos de su nueva religión inmanentista, de su vivir como si Dios no existiera, como si todo estuviera permitido, como si el pecado no existiera, como si lo espiritual fuera una sperestructura de lo material, como si pudiéramos apropiarnos de la ley por la cual pertenecemos, no son otros que las figuras del progreso, de la abundancia programada, tecnificada, institucionalizada, prevista -y de la revolución, esa orgía de sangre guiada por la dialéctica de la historia. Que inevitablemente ha desembocado en la tiranía de los burócratas o en la restauración cesárea. Mito moderno, pues, que tiene algo de “non serviam” de  luzbélico, algo también de llevar el fuego salvador al ser humano: ambos resueltos en el esfuerzo inútil de no aceptar nuestra condición de mortales, a costa de perder el alma el uno, o de postrarse desactivados para la fraternidad o en la nada muerta el otro –todo ello en medio de un falso igualitarismo que no puede sino conllevar a un falso respeto, en el fondo profundamente antisolemne, vulgarizado.
   Mito del tiempo, del tempo futuro que se agota, erosionado por la invisible masa de sus pertinaces contradicciones, y que por tanto se vacía. Porque no es el tiempo sólo una medida abstracta, sino algo concreto, un fluido, un cuerpo o una sustancia él mismo: una fuerza que se llena o se vacía y que se acaba, que crece o decrece, que se gasta y consume. Porque el tiempo es algo, como nosotros mismos, algo vivo, que nace, crece, decrece, decae y mures... y que renace, una sucesión que muere y que es seguida de otra que regresa, pues un tiempo se acaba a la hora que pierde su poder, mengua y se agosta... mientras que otro nace y retorna. Acabamiento interno de una era cósmica, pues, que marca el inicio de otra: de unos dioses, de unos mitos modernos, que se apagan, tal vez para siempre, mientras que regresan otros tiempos, el tiempo de la libertad y del espíritu, el tiempo verdaderamente fértil con sus dioses renovados y rejuvenecidos.



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