jueves, 30 de julio de 2015

Ideología y Mito Por Alberto Espinosa Orozco


 Ideología y Mito
Por Alberto Espinosa Orozco


   La filosofía. lejos de ser refractaria a esa crisis ideológica de pliegues y dobleces verbales, ha sido su centro y su escenario, dándose por consecuencia una crisis sin paralelo en la filosofía misma, en el pensamiento, en la razón –por la que tradicionalmente se había definido al hombre –definido ahora más que nada por su pura y nuda existencia, para la que, por la que propiamente puede haber vida, pero no filosofía. Nostalgia de la filosofía primera, pues, de la metafísica, en medio de la crisis universal de la civilización occidental moderna, que ve en la plurificación de las diversidades a nivel globalizado una expresión más de la cifra de la particularidad, de los accidentes antropológicos, que dejan al hombre funesto y sin esencia, y donde se pierde precisamente toda universalidad posible
   Una de las razones de aquella nostalgia filosófica de universalidad estriba en que la misma figura del rebelde se ha vuelto así resbaladiza, confusa ella misma, pues señala a la vez a dos deidades inmortales: Luzbel, el ángel promotor de la caída, y a Prometeo, el titán del fuego salvador caído en desgracia –en el centro, desgarrado por esa doble tendencia del espíritu humano, al mortal Sísifo, condenado a llevar la inacabable piedra derrumbada a la cumbre sin fin de la colina; que al igual que Faetón, tal vez también Belerofonte, simbolizan el mito ancestral de la ascensión y la caída: imagen de la osadía del espíritu humano y de su fracaso, jeroglíficos de la libertad en donde se entrelazan los componentes de la eternidad y de la ruina.
   Así, en primer lugar, el rebelde es Luzbel, pues la palabra rebelde deriva efectivamente de “bellum”, palabra guerrera que ayuda a componer su nombre: ángel sublevado contra los principios eternos y contra Dios que, luego de su caída, se ensaña al maquinar la perdición de los hombres e intentar volver a tomar el cielo por asalto. Porque la ética de Luzbel, el hijo de la Aurora, deriva de ser, y en primer lugar, el inconforme y desobediente, el indócil e intrigante que esparce entre el pueblo los rumores y la confusión, haciéndose simultáneamente pasar por libertario o estallando en blasfemias. Por su parte la palabra revuelta significa tanto volver del revés, mezclar las cosas adulterándolas, como retorno, regreso, vuelta: segunda vuelta, en alusión a la revolución de los astros que vuelven a su punto de partida, a su principio, de donde la idea no tanto de rodar cuanto de enrollar y desenrollar, de desplegar lo plegado: de explicar. Su figura es la de Prometeo, quien ayuda a los hombres robando el fuego, la luz, de los dioses –cuya revuelta es más bien la revolución misma del tiempo, que pone fin a una era histórica y que, a semejanza de la ronda de las estaciones, marca con su término el comienzo de otro tiempo que despunta. 
    Ambas figuras asociadas el planeta Venus, pues, cuya figura mitológica es doble, la de Hésperus y Fósforus: la estrella de la mañana y la estrella del atardecer.


    El hombre tardo-moderno ha elegido en camino una figura fluctuante, que responde a la ambigüedad del tiempo que corre: Sísifo, cuya tarea infructuosa y repetida es subir a la punta de la inacabable pirámide. Su drama: no querer morir, no aceptar a muerte, el fin de un ciclo, quedando preso por tanto en una juventud perpetua, ignorante, irresponsable, obediente solo a un señor ya vuelto abstracción pura, sin rosto, que lo devora; su experiencia, ir hacia los extremos de las posibilidades inmanentes inscritas la naturaleza humana para tocar el límite de lo imposible, hasta chocar con el límite, y ser obligado por la fuerza misma delas cosas a recular, experimentando en cabeza propia el “no hay más allá” de lo posible material. 
    Los mitos, los dioses, los ídolos de su nueva religión inmanentista, de su vivir como si Dios no existiera, como si todo estuviera permitido, como si el pecado no existiera, como si lo espiritual fuera una sperestructura de lo material, como si pudiéramos apropiarnos de la ley por la cual pertenecemos, no son otros que las figuras del progreso, de la abundancia programada, tecnificada, institucionalizada, prevista -y de la revolución, esa orgía de sangre guiada por la dialéctica de la historia. Que inevitablemente ha desembocado en la tiranía de los burócratas o en la restauración cesárea. Mito moderno, pues, que tiene algo de “non serviam” de  luzbélico, algo también de llevar el fuego salvador al ser humano: ambos resueltos en el esfuerzo inútil de no aceptar nuestra condición de mortales, a costa de perder el alma el uno, o de postrarse desactivados para la fraternidad o en la nada muerta el otro –todo ello en medio de un falso igualitarismo que no puede sino conllevar a un falso respeto, en el fondo profundamente antisolemne, vulgarizado.
   Mito del tiempo, del tempo futuro que se agota, erosionado por la invisible masa de sus pertinaces contradicciones, y que por tanto se vacía. Porque no es el tiempo sólo una medida abstracta, sino algo concreto, un fluido, un cuerpo o una sustancia él mismo: una fuerza que se llena o se vacía y que se acaba, que crece o decrece, que se gasta y consume. Porque el tiempo es algo, como nosotros mismos, algo vivo, que nace, crece, decrece, decae y mures... y que renace, una sucesión que muere y que es seguida de otra que regresa, pues un tiempo se acaba a la hora que pierde su poder, mengua y se agosta... mientras que otro nace y retorna. Acabamiento interno de una era cósmica, pues, que marca el inicio de otra: de unos dioses, de unos mitos modernos, que se apagan, tal vez para siempre, mientras que regresan otros tiempos, el tiempo de la libertad y del espíritu, el tiempo verdaderamente fértil con sus dioses renovados y rejuvenecidos.



Figuras de la Rebeldía Por Alberto Espinosa Orozco


 Figuras de la Rebeldía
Por Alberto Espinosa Orozco



   La fuente de la que bebe el rebelde moderno es la de la inconformidad –frecuente esa fuente ha sido la de un pozo envenenado. La “razón demetérica” de todo ello habría que buscarla en la tentación del “no”,  en la hinchazón del deseo negativo que, infectado por el aguijón del mal, igual dice no a la vida que a la muerte, en los extremos de la pereza o en de la soberbia –ya enfangándose en la vida, en la caída hacia adelante, yéndose a fondo, a pique, a morir, perdiéndose en las aguas pútridas del estancamiento; ya revelándose con el espíritu abstracto en las estructuras intangibles, del saber absoluto, resbalando en la caída hacia atrás, al negar los ciclos naturales de la vida.
   La palabra rebelde viene “bellum” o hacer la guerra, pero en nuestra época ha tomado también la acepción de resistir, de resistencia contra un orden injusto o contra una ideología a la vez hegemónica y sin fundamento; por su parte, la palabra revuelta viene de segunda vuelta o volverse del revés, lo que da idea de mezclar una cosa con otra, de crear un estado de confusión, de adulterar, de ir contra las costumbres en un impuso primario, aunque también puede interpretarse como lo contrario, como expresión de protesta movida por la nostalgia, por la pérdida del orden. Revuelta, revelarse: darse la vuelta… pero también invertirse, voltearse. Por un lado revolverse: hacer frete al enemigo, combatir al espíritu del aire, luchar contra el mal, enderezar las cosas; por el otro, revelarse como hace el antisolemne ante lo sagrado, como hace el ateo ante el orden trascendente, o como el anarquista que desconoce la cabeza del cuerpo; en los tres casos participando del error, con alguna dosis de irrespeto, con abandono de las antiguas leyes, o en una razón sin Dios, negadora de Dios, cayendo de bruces en el engaño, en la mediocridad de las convenciones sociales de inmanentismo, o en la falsía. Confusión de los planos donde comulga igual el poeta solitario que el héroe maldito. Ambigüedad de los vocablos: hilaridad del diablo.
   La modernidad ha entronizado, efectivamente, a la figura del rebelde, del inconforme, rasurándolo de uñas y garras, haciéndolo así partícipe de los juegos de poder del déspota. Su figura más cumplida se encuentra en el existencialista de la filosofía contemporánea, que busca a troche y moche una moral “más laxa”, volviéndose así aceptado su ir en contra de las buenas costumbres –pero que a la vez intenta acaparar todos los privilegios y monopolizar todo el sentido. Es el rebelde sin causa, pues, cuya inconformidad es constitutiva, alimentado por el resentimiento y la frustración, cuyo corazón está emponzoñado por el deseo negativo o de la pura negación, siendo así el hombre sin principios, embozado en un naturalismo más bien cínico, sordo a los requerimientos de la moral. El rebelde en nuestra era de novedades, cambios acelerados, pulula así entre nosotros bajo disfraces variopintos, al estar hecho de particularismos, excentricidades y extremismos –de excepciones a la norma, llevándolo todo a una enfermiza transmutación de valores cuya dislocación del sentido y distorsión de las referencias llevan al horizonte brumoso de  la licuefacción de la razón, dando lugar así la desatención del distraído y a la absorción en la nada muerta del negligente. Porque el rebelde pacta con el déspota, dejando de ser ninguna para ser alguien, a condición de volverse colaboracionista de Don Nadie.
   La ideología, ese uso de la filosofía, mezclada con otro casa, para la dominación de las conciencias –llámese política, economía, futuro, luchan de clases o religión-, ha intentado, efectivamente, de poner el centro en lo excéntrico, de tal manera que el error, que la excepción, se generaliza y se vuelve por tanto aceptada. El rebelde, así, laboriosamente domesticado, representa mansamente su papel en la comedia o en el circo, aprendiendo lo mismo a simular que a disimular.  Su complicidad con el déspota en turno y sus happenings vanguardistas consagran así un oscuro ideal del hombre moderno: la idea de que el hombre no es más que la sublimación de sus instintos, de sus impulsos y tendencias –aunque a todo eso se le llame, determinismo social e incluso llanamente socialismo. La rebeldía, sin embargo, no cede: la nueva rebeldía se manifiesta entonces no como protesta de los desposeídos, sino como inconformidad de los satisfechos y abyección del hartazgo.
   Inversión de los polos magnéticos que se resuelve en irreflexión e irresponsabilidad, pues tal rebeldía al quedar atrapada en la mera inconformidad no puede espiritualizar la naturaleza humana, resolviéndose muy frecuentemente en una inflexión hacia el lado de la voluntad de poderío, hacia el mero querer expandir de la propia voluntad –ya vuelta impersonal. No una vuelta a la razón, por la que tradicionalmente se ha definido al hombre, sino a la inconformidad en sí -en una voluntad de querer ser, más que en un ser, que abre la posibilidad de ser el otro del hombre: el ser sin nombre.  Las faltas del hombre rebelde, del hombre moderno, se suceden así entonces en cascada: desde el imperativo propiamente inmoral de usar de medios malos para fines buenos, hasta el uso de una razón meramente instrumental que declara implícitamente su horror atávico por las esencias, su ansia de éxito y de aparentar, en un vitalismo meramente egológico que exalta tanto los reflejos en esquirlas de Narciso como el feroz personalismo autoritario, a lo que habría que sumar su gusto por lo frivolidad, por la superficialidad, su falta de rigor y de radicalismo crítico -quedando así frecuentemente preso en una jaula de conceptos abstractos, reducido a un átomo, y por ende, a lo mecánico, a los procedimientos automatizados del inconsciente, e incluso a lo maquinal, es decir, a las maquinaciones implícitas de la ideología.




La Triple Escisión Por Alberto Espinosa Orozco



La Triple Escisión

Por Alberto Espinosa Orozco





   Para curarnos de la triple escisión del hombre moderno-contemporáneo, producto de las filosofías solipsistas que nos segregan, en la ruptura con uno mismo, con los otros, con la creación de la naturaleza y con Dios, no queda sino recorrer nuestros pasos atrás, para volver a los orígenes del pensamiento y del ser, retomando así el viejo sendero –suturando las tres heridas que llevamos abiertas por la vida, con el amor y en la muerte. Pueden así postularse tres reglas del nous o inteligencia, cifradas en: una actitud abierta de servicio hacia el otro, hacia el contiguo y próximo –no diluido en un romántico amor al distante por la mera novedad de lo exótico, o al disetáneo cronológicamente, sino de verdadero amor por el prójimo, amándolo como a uno mismo; ahondar también la relación con uno mismo en la reflexión temperado sobre la propia conducta ante los otros, en un proceso recurrente de introspección moral; salvar también nuestra relación originaria con la madre naturaleza, hermosa cifra de la creación, y con el Creador, en actitud de oración, de petición, y de acción de gracias.

    Tres principios vulnerados por las ideologías y por el hombre rebelde tardo-moderno, que en su desmedido amor por el cambio y la mutación del tiempo histórico se ha dejado succionar o por la frivolidad de la moda o por las vacuas ilusiones de la utopía, roídas de nihilismo en su desmedida adoración por el progreso material, cuyo acento en el futuro, siempre inasible y evanescente, ha ido acompañado por una escandalosa decadencia moral que, bajo el pretexto de la novedad y del ahora, a frisado los límites, ya insufribles, de la anomia.
   Así, los ideales morales de la rebelión social se han diluido, hasta volverse cómplices de una tiranía colectiva al ser transformados en meras fórmulas de procedimiento, pero sin contenido real, desembocando en las paradójicas formaciones de un academicismo vanguardista de la parataxis o en un socialismo de burócratas mendaces, tendientes a la luciferina mística inferior de lo humillante. Porque hacer del socialismo un burocratismo, del libertario un libertino o de la orgullosa vanguardia una vanidad de académicos no ha sido sino perpetuar, cada vez con menos generosidad espiritual, una ideología rentable de domino, donde lo otro no queda asimilado a lo mismo, sino trasmutado en algo peor que lo mismo, al intentar hacer equilibrismos para jugar en dos tableros a la vez, en un indisimulable fachadismo, donde la simulación y el fingimiento alcanzan la dignidad del arte vanguardista sólo a fuerza de una inconcluyente revolución de los principios, revueltos ya en la repetitiva dialéctica rebelde de la negaciones. 





Tintas de Jorge Alberto Otero Chacon

miércoles, 29 de julio de 2015

La Esperanza Religiosa Por Alberto Espinosa Orozco



La Esperanza Religiosa

Por Alberto Espinosa Orozco





   La esperanza que haya nuestro alcance comienza por el camino del arrepentimiento sincero para, luego de pagar o purgar la falta con la aflicción poder ser lavados, purificados, santificados y justificados en nombre del Señor, que es la penitencia, tomando el pan sin levadura de la pureza y la verdad. Por lo que es preciso purgarse de la vieja levadura, para hacer así una masa sin la levadura del orgullo y la maldad, andando en amor, imitando a Dios, como hijos amados y edificando en amor el cuerpo de los hermanos. No andar, pues, como los paganos, como los gentiles, presos en la vanidad de la mente, con el entendimiento entenebrecido, ajenos a la vida verdadera por ignorancia de Dios y por la dureza del corazón, que ha perdido el sentimiento de la justicia, y que entrega desvergonzadamente al hombre para cometer todo acto de inmundicia con ansia.[1]

   Para lo cual conviene no tener tratos con gente de mala vida, separándose de los que pretenden ser hermanos siendo inmorales, codiciosos, idólatras, mal hablados, borrachos o ladrones, quitando así el pecado de en medio de la hermandad. No dar lugar al diablo, enmendándose cuada cual de sus malas acciones. Despojarse, pues, del hombre viejo, que es corrompido en conformidad con los deseos engañosos; renovando así el espíritu del entendimiento, revistiéndose del hombre nuevo, creado conforme a Dios en justicia y en santidad verdadera.[2]  No ser, pues, como niños inconstantes, que se dejan llevar por los vientos de las doctrinas que soplan al derredor, que son y arrebatados y agitados por las olas del engaño, por los embusteros que con astucia engañan en el espíritu del error.[3] Alejarse, pues, de toda fornicación, de toda inmundicia, de toda avaricia –al grado de que ni se miente en la comunidad, no usando tampoco de palabras torpes, insensatas, indecentes, insultantes o chistes groseros, actuando mejor propiamente, como conviene ser a los santos.[4]

   Alejarse, pues, de las tinieblas, de los hijos de la desobediencia: de fornicarios, inmundos o avaros (que son idólatras), pues no tendrán herencia en el reino, desatando en cambio por tales cosas la ira de Dios. Por lo que no hay que tener parte ni asociarse en las obras estériles de las tinieblas, sino más bien reprobarlas, pues son cosas vergonzosas lo que hacen en secreto, obras infames que se condenan cuando son puestas a la luz del día.[5] Pues todas las cosas que son reprobadas, todas esas infamias que se condenan, son hechas manifiestas por la luz. La fe bautismal equivale así a una iluminación axiológica, por lo que dice aquel pasaje de Isaías citado por Pablo:

   “Despiértate, tú que duermes, y levántate de entre los muertos, y te alumbrará Cristo.” (Isaías 26.19; Hebreos 10, 32)  

   Purificar los corazones de la mala conciencia y lava los cuerpos con agua pura –sin pecar, pues luego de haber recibido el conocimiento de la verdad sólo queda al pecador  o la enmienda o la expectación y amenaza del juicio y del ardor del fuego.[6] Para llegar con ello a la unidad de la fe y al estado de los  varones perfectos, conscientes de que no pueden hacer todo lo que quieren –que es el ideal del comportamiento cristiano. Espíritu Santo de gracia, que en el nuevo concierto, luego de los días de la gran tribulación, pondrá sus leyes en los corazones de su pueblo, escribiéndolas en las mentes –olvidando sus iniquidades y sus pecados.[7]

   Así, los frutos del Espíritu Santo, que son las gracias, son concebidas como siete dones cardinales: ciencia; consuelo; fortaleza; inteligencia; piedad; sabiduría, y; temor de Dios. Cabe destacar la caridad, que es el amor propiamente cristiano; pero también el gozo; la paz; la paciencia; la generosidad; la benignidad: la mansedumbre y la templanza; por último, la fe y la continencia –pues contra tales cosas no hay ley que las prohíba.[8]

Hay muchas similitudes entre las virtudes y los dones, pues ambos son hábitos de la voluntad que residen en las facultades humanas buscando practicar el bien y ser honesto, teniendo como fin la perfección del hombre. Sin embargo, mientras que las virtudes son movidas por la razón, los dones son movidos directamente el Espíritu Santo como instrumentos directos suyos.

   Misterio de redención, pues Cristo compró a su pueblo mediante su sacrificio, para que ande con y para el Espíritu y con cuyo auxilio combatir las tentaciones de la carne, con sus afectos y concupiscencias. Porque el deseo de la carne es opuesto al deseo del Espíritu; y el deseo del Espíritu es opuesto al deseo de la carne, pues esas cosas se oponen la una a la otra.

   Porque de lo que trata la religión cristiana esencialmente es de la reforma moral y espiritual del hombre; de liberarlo, para que pueda salir de la enajenación moral y espiritual y adquirir una nueva conciencia. Lo que implica una dura pelea, diaria, contra el enemigo que asecha desde fuera, pero también contra las tentaciones internas de la debilidad de la carne, que asechan desde adentro. Porque el cuerpo no es para la fornicación, sino templo de Dios, sino que es para el Señor -como el Señor es para el cuerpo, pues cada uno de los santos es miembro del cuerpo de Cristo. Porque el Espíritu de Dios es santo y mana en el hombre puesto que somos de su mismo linaje.

   Por su parte, baste determinar las notas esenciales de la caridad, la cual es: sufrida, paciente, benigna, sin envidia, no jactanciosa, no orgullosa o hinchada, no indecorosa, no busca su propia ventaja, no se exacerba o irrita, no juzga ni piensa mal, no se alegra de las injusticias sino que se alegra en la verdad, y todo lo sufre, todo lo espera, todo lo cree y nunca se acaba.   





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[1] Efesios 4 18-19.

[2] Efesios 4. 22-24.

[3] Efesios 4, 14.

[4] Efesios 5. 3.

[5] Efesios 4. 19.

[6] Hebreos 10, 27.

[7] Hebreos 10, 16.

[8] En el sínodo de Roma del año 382, bajo la presidencia del Papa Dámaso I se trató de los dones aplicando la profecía de Isaías a Jesucristo, viendo en el Espíritu Santo una fuerza septiforme que descansa en Cristo. 1) Espíritu de sabiduría: Cristo virtud de Dios y sabiduría de Dios (1Co 1, 24). 2) Espíritu de entendimiento: Te daré entendimiento y te instruiré en el camino por donde andarás (Sal 31, 8). 3) Espíritu de consejo: Y se llamará su nombre ángel del gran consejo (Is 9, 68 ). 4) Espíritu de fortaleza: Virtud o fuerza de Dios y sabiduría de Dios (1Co 1, 24). 5) Espíritu de ciencia: Por la eminencia de la ciencia de Cristo Jesús (Ef 3, 19). 6) Espíritu de verdad: Yo soy el camino, la vida y la verdad (Jn 14, 6). 7) Espíritu de temor (de Dios): El temor del Señor es principio de la sabiduría (Sal 110, 10).








La Ética Luciferina y el Socialismo Por Alberto Espinosa Orozco



La Ética Luciferina y el Socialismo
Por Alberto Espinosa Orozco 




   La explicación de la moralidad se daría por las relaciones ético-metafísicas con el ser, propio y ajeno (el amor infinito como deseo de presencia, y de presencia infinita) y con el no-ser (el odio, no menos infinito, aunque de signo contrario, como deseo de inexistencia, y de ausencia radical de la persona, ajena o propia, como voluntad ya de encubrimiento, de olvido o de aniquilación). La cacodemonología antiteológica postularía así un error, pero radical, entre las satisfacciones, prefiriendo a las más altas espirituales y sociales o altruistas las más bajas sensibles y egoístas, o las más bajas e impuras, la de los placeres propiamente perversos y de los odios demoníacos, las satisfacciones demoníacas de los malhechores o de los inicuos, que por más que puedan resultar si no altas si al menos profundisimas, resultan también impuras y en definitiva bajas. 

   Hay que agregar que en el hombre conviven, como dos hermanos enemigos y en pugna, tanto un deseo de salvación, de salvación, de integración el ser absoluto, como un deseo de extravío, de perdición, como un deseo de nihilidad, el cual frecuentemente toma las formas de la fuga del centro radial axiológico de la persona, de su propia alma, en una tendencia hacia la despersonalización, de extremosidad y excentricidad, radicalmente tóxica –así, cuando el hombre ya no puede o ya no quiere creer, se refugia en el alcohol, en las drogas, en el peyote, en el resentimiento de la lucha sin clase o en la histeria colectiva, siendo dominado el sujeto por sus fuertes impulsos orgánicos y por sus tenencias biológicas instintivas -en una clara retrogradación hacia la animalidad.  

   Una muestra de ética contradictoria, y en este sentido luciferina, demoníaca, la encontramos en las aspiraciones sociales de nuestro tiempo, que prometen la liberación del ser humano por medio de una libertad o descendente o irresponsable –odiando con ello, pues, a la libertad verdadera, que sólo la saben usar para degradarla o corromperla; libertad engañosa en todo caso, sostenida por falsos maestros, sujetos ellos mismos a esclavitud. Porque al presentarse muy socialmente como igualitarias e imparciales en el respeto a toda opinión, en realidad aplican todo un aparato administrativo de filtros y de de exclusiones, a la vez no tomando en cuenta el valor moral de las personalidades individuales, mostrando con ello más bien una complicidad con la ceguera moral que falsifica el socialismo –pues es precisamente el respeto y la estimación de las personalidades individuales, de las personalidades ajenas, la condición previa para la armonía social entre ellas.
   Ni que decir de lo luciferino de las éticas meontológicas, aquellas basadas en el odio o rebajamiento del otro, en la calumnia, en la incisiva desvalorización de los méritos y de la pura existencia de la persona ajena, en un golpearla con invectivas o en hacer caso omiso de ella, de no tomarla en cuenta, o de ignorarla por completo, con la correspondiente actitud complementaria de ensalzar la propia figura, soberbiamente, en tercera persona de ser posible, como arrogante indicación de su elevación, de su superioridad, de su altura, que es ya entretenerse en vanidades. Pero que a la vez es indicador de una patente dobles: de una abstracta consideración de sí o enajenación mental, que se postula como sujeto trascendental... sin trascendencia real alguna, y que por ello mismo no puede sino arrastrar como un fardo su onirismo, propio de las culturas históricas, introvertidas, subjetivas, no universales, que como castigo tienen que soportar el agravante psíquico de falsear, punzantemente, el testimonio adverso de la propia conciencia.  

   La introducción del principio de ignorancia, que va del desconocimiento al franco desprecio de las personalidades ajenas por parte de individuos, de grupos cómplices o de alianzas convencionales, así como el desconocimiento de la persona en general, es decir a nivel administrativo o institucional, no deja de expresar una ignorancia, perfectamente in-científica, respecto de los factores que posibilitan la felicidad humana, que es su fin propio. Se trataría llanamente de una ignorancia respecto de la humanidad misma –no pudiendo resultar por tanto tales éticas armónicas, específicamente altruistas, sino esencialmente egoístas (tal y como sucede en las metafísicas materialistas del positivismo), desequilibrantes de la armonía del sujeto por tanto, que requiere de la armonización no sólo de sus placeres o satisfacciones egoístas (estudiar, leer, escuchar música, paladear manjares, como en la ética perfectamente individualista de Marx), sino también de sus satisfacciones altruistas o con el prójimo -pues el hombre, como los socialistas convencionales no han dejado de repetir insaciablemente, embadurnándose el rostro con tal retórica, es esencialmente un ser social, menesteroso por tanto del desarrollo y realización de sentimientos no sólo del mero eros erótico o burdamente biológico, sino también y más esencialmente aún de sentimientos espirituales, de intención social, como es el de la fraternidad (agape), el de la solidaridad en la alegría y en el aliviar el dolor del prójimo o el de la piedad cristiana (caritas).
   Todas las éticas, que son de hecho eudemonistas, incluyendo en ellas las hedonistas, pues todas reconocen como el fin del hombre la felicidad, que es su bien mayor. La felicidad, que para las éticas hedonistas se reduce a el placer, debe ser entendida en toda la extensión y comprensión posible; es decir, como todo un conjunto de satisfacciones, que van desde la sensible más grosera hasta la espiritual más refinada y profunda. Tal hecho exige calificar y graduar las satisfacciones y a reconocer que las de valor sumo son las satisfacciones espirituales de las personalidades individuales perfectas o armonizadas consigo y entre sí (de ahí la importancia de las místicas ascendentes y de las comuniones de fe), donde la calificación se subordina a la graduación, pues las satisfacciones cualitativamente mayores resultan las mayores de todas –sin dejar de reconocer por ello de las contrariedades de cada individuo y entre los individuos, pero justo con el intento de superarlas, pues  la perfección y armonía, ya no digamos de las personalidades entre sí, sino ya de cada una consigo misma, no puede sino ser obra ideal de esfuerzo paciente, histórico, de progreso moral.[1]