viernes, 20 de marzo de 2015

Sobre el Hombre Rebelde: Del Libertino Por Alberto Espinosa Orozco

Sobre el Hombre Rebelde: Del Libertino
 Por Alberto Espinosa Orozco

“Tengo mis vicios y mis virtudes en equilibrio perfecto:
un vicio más y me inclinaría definitivamente por los vicios.”
Julio Torri




   Antes de despedirnos del tipo inmoral del descarado hay que agregar, a manera de repaso o de recapitulación, que se trata del hombre que ha optado por borrar su rostro para escabullirse de cualquier situación que lo comprometa, no queriendo así dar nunca la cara. Ser despersonalizado que propiamente carece de identidad, que no es ni puede entrar a ningún lugar, a ningún ámbito del espíritu, manteniéndose siempre a considerable distancia, fuera, a la manera de un lejano espectador; que a nada pertenece tampoco, siendo la suya un alma débil, propiamente pusilánime, que prefiere la inacción a quedar avergonzado delante de los otros por la somera penetración de sus tareas, siempre más o menos superficiales, incompletas, dispersas y, sobre todo, roídas por la fantasía de un delirante y extremo subjetivismo –que sin embargo, está vacío, pues todo se reduce al mundo del deseo, imantado en su querer por la feroz urgencia de la materia y por el mundo de las apariencias y las ilusiones, es decir, por la vanidad -la cual al resultar sobreabundante quisiera hacer pasar como mérito, como orgullo, exhibiendo por tanto en su trato una apariencia jactanciosa, arrogante, hinchada, pero que al carecer de toda consistencia pronto se desinfla de nuevo en la niebla de la pusilanimidad.



   Hombre sin principios, ni nobleza, ni moral alguna, carente por tanto de todo sentimiento auténticamente social, su fingida filantropía no atiende sino a un esquema primario de acción, pues sólo sabe moverse instintivamente por mor de su mera conveniencia, tocando entonces un caso vergonzante del egoísmo: el del convenenciero –por más que se gusto lo lleve en incontables ocasiones a hacer lo que no conviene, lo que no es de provecho. Es por ello también y todo el tiempo el tipo psicológico del volteado, el del hombre fraudulento que quiera vernos la cara al pasarse de listo, fingiendo así todo el tiempo una cara que propiamente hablando no tiene a la vez que quiere hacer pasar el gato por liebre. Se trata así también del hombre que expide u otorga licencias, que invita a trasgredir los límites, entablando con ello una guerra soterrada contra las normas, contra la ley, contra la moral, deseando íntimamente la máxima impunidad por sus fechorías: que es la del vicio premiado, triunfante. Hombre que no sólo no tiene principios, sino que quisiera o borrarlos del mapa o invertirlos, voltearlos en una especie de conceso socialmente admitido, para ganar así el fervor del público, de los adeptos, a los que desea embaucar para que sigan la corriente de sus bizarras locuras insaciables, por lo que no es infrecuente que termine trabando alianza en asociaciones delictuosas que se regodean en las conductas moralmente ilícitas del adulterio, de la fornicación, de la orgía, por lo que esencialmente es también el hombre de la impudicia: el libertino.



   Porque la desvergüenza del descarado estriba, en efecto, en no tener cara con que hablar ni de estética ni de moral, por ser sus acciones invertidas, por sus feas maneras, no sólo de mal gusto sino incluso volteadas: corruptoras del sentimiento de la sensibilidad. Aún así el descarado habla… y no sólo, sino que quisiera adoctrinar: llenar con su pobre palabra y su alma envilecida un espacio vacío; y a la vez queriendo irrefrenablemente comandar, dictar normas, dirigir… pontificar –llevándose por supuesto entre las patas a los inocentes cretinos que le siguen haciéndole de tal modo el caldo gordo, por carentes a fin de cuentas de personalidad, de posición, de valor, de especias, y muy precisamente de rectitud moral, de verticalidad.
   Vale la pena agregar aquí su variante más patética: la del “risotas”, la del hombre que sustituye su rostro perdió por una perenne risotada idiota, que esgrime en toda ocasión a cambio de la palabra, haciéndose pasar así si no por un ser feliz, jocundo, creativo, pleno, realizado, al menos por ligero, pero siendo su insoportable ligereza en realidad no tanto materia de frivolidad, sino de una total carencia de espíritu (perdida neumática de la liberad). Su expresión mímica de la risa, sin embargo, al no tener objeto propio, al no apuntar a nada que sea cómico, ingenioso o risible, resulta ambigua por ser a su vez doble, hablándonos más bien del estado emocional propio de la caída que, por su fuerza descendente, produce sensaciones de explícito cosquilleo y temor interno, los cuales traduce el sujeto en términos de visibles temblores estomacales y en toda ocasión bajo la forma compulsiva de la risa -que, por decirlo así, lo deja sin cara, con menos que una máscara o una careta por rostro, sino apenas con una figura sonora de risa, desencarnada, paupérrima, que flota abstracta, al modo del Gato de Chesseare, fantasmalmente en el aire.



   En cifra y resumen: el descarado toca un extremo de lo subhumano, pues no lleva propiamente nada dentro que no sea su ampulosa vanidad, que no sea su gusto particularismo, el impulso de su vientre a seguir creciendo, queriendo hacer siempre su capricho, su gana, su soberana y regalada gana. Su vida se resuelve así en una mascarada inútil pues detrás de su cremosa cara no habita en realidad nadie, identificándose así con ninguno –cosa que al llenarlo de pavor quisiera volcar sobre los otros, siendo por antonomasia el hombre del ninguneo, del desprecio y de la exclusión del prójimo. Ser evasivo y amorfo, políticamente anárquico, agnóstico en materia de religión, el descarado va por la vida zozobrando, primero hundiéndose abyectamente al amoldarse, sobajarse, rebajarse e incuso arrastrarse ante otros para lograr sus propósitos, recuperando después el tono vital perdido en tal desequilibrios mediante intermitentes expresiones de soberbia, estando siempre necesitados de reclutar socios al su alrededor…  para negarles luego la sociedad. Así el descarado, oscilante entre el desmayo y la dominación, es no sólo el libertino, sino también el disoluto, el ser que se disuelve en un magma amorfo al no estar determinado en lo absoluto por su razón, sino por los móviles más bajos del alma humana, por el deseo o por el mundo – siendo sus conductas (que van del prometer en vano y el dorar la píldora a otros agravios y crímenes de mayor fuste: asechanzas, fraudes, adulterios, incitación al comunismo de salón, y demás lindezas) disolventes finalmente de la sociedad misma.
   Nada hay más adverso no ya digamos que al hombre del recato, de la continencia, del pudor, del respeto, del decoro, de la santidad, sino a toda sociedad de fe trascendente que el descarado –detrás de cuya sonrisa raída, de su espolvoreada careta, de su troquelado gesto amable, se encuentra el nihilismo activo del libertino, del licencioso que, al regalar permisos a diestra y valiéndose de la indignación de la izquierda, manifiesta una urgencia por la temporalidad, por la fuga del tiempo, que irremediablemente pierde, que lo condena también no sólo a la finitud, sino al vacío; pues lo que se va en el tiempo a él mismo se lo lleva, quedando en nada como la arena que no puede ser retenida entre las manos, disimulando con su cara de nadie, con su rostro vacío, su insoportable, indesprendible, constitutiva angustia, ya que dentro de sí tan sólo se debaten la desesperación y la nada.
   Su ruptura con la tradición, su carecer por tanto de ella, lo lanza así a la barbarie moderna de las místicas inferiores, orgiásticas, negras, pues al romper con la ley y con el pueblo que hace lo que  la ley prescribe, no puede sino trabar una alianza de contrario signo: con las naderías del tiempo, con la cultura histórica, con los hombres dormidos,  pues, o con la muerte que tales instancias del ciego devenir representan –corrompiendo así el gusto y a los mismos jóvenes del grupo, por su agónico afán por invertir las jerarquías e introducir en sus consciencias el degradado culto de un oscuro paganismo que sólo puede conducir al sufrimiento.





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