miércoles, 25 de marzo de 2015

El Fin del Arte o de su Servicio, Utilidad y Sentido Social Por Alberto Espinosa Orozco

El Fin del Arte 
o de su  Servicio, Utilidad y Sentido Social 
Por Alberto Espinosa Orozco






I
   Si el arte no sirve para dar continuidad al saber y a la nobleza humana entonces es inútil y por tanto desechable, material del olvido -así ha sucedido con gran parte del llamado arte abstracto, inútil por tanto hasta como óbolo de la especulación, por ser un arte mudo, como una cosa.
   Tengo la idea, heredada de mi amigo el gran poeta Tomás Segovia, que el arte tiene como función (social) reunir y dar coherencia al sentido disperso de lo social -tomar, por decirlo así los hilos sueltos, las chispas de sentido, de valor, que lo social va dejando aquí y allá por el camino, para devanar sus hilos y hacer con ellos una madeja que los reúne a todos o para cardarlos y volverlos más tersos, dando con ello forma y modulando ese sentido -que no sería así otra cosa que expresar lo que una sociedad, a tientas, quiere oír, decirse a sí misma, y que admira al artista por eso justamente, porque lo dice, porque logra articular ese sentido, y que lo aplaude al ver como va tomando el artista así esa misión entre sus manos.
   Es por ello que las obras de arte literalmente nos dicen, que cuando oímos un poema o vemos un cuadro nos decimos: ah, mira, le ha puesto palabras el artista a una cosa que yo quería también decir. Por eso Benedeto Croce y tantos a la zaga piensan que la virtud del arte es expresión -expresión de ese querer decir justamente... por lo que su función social no sería menor.
   Aunque el arte puede ser también instancia disolvente de lo social. Ionesco practica el teatro del absurdo, no le interesa la coherencia de la existencia, sino que expresa esa incoherencia y ese absurdo; Wilde es un fino fanfarrón, un frívolo sutil que expresa así futilidades; Bacon, un artista que se revuelca en sus miserias, como Hokney lo hace, pero de modo ascéptico; Dalí un paranoico metalizado que se ve entrar en las arenas del averno; un mal viajado del LSD que al rodar inapelablemente hacia el abismo, hacia la tierra del desierto sin caminos, quisiera llevarse a todos entre las estilizadas partas... proyectos todos ellos abortados del arte, o arte siniestro, sintetizado al extremo de los barbitúricos -porque hay también un arte que hechiza, un arte de hipnotistas él mismo aletargado, cuyo espíritu inferior lucha contra las normas y el orden, y que quisiera disolver al mundo en el bostezo bobo, idiota,  del caos... un arte vergonzante, ocioso, escapista, socialmente o anodino o lesivo, vacío o vicioso, en una palabra, moralmente réprobo.
II
   Todo ha de justificarse, en efecto, ante la vida –por su servicio, fin o utilidad. El arte bello, esa maravilla inútil desde el punto de vista tecnológico, que nada transforma, conquista o modifica, ha de servir en cambio para espiritualizar los sentimientos del contemplador, teniendo por tanto su corona en el sentimiento de lo sublime, que es lo propio de las obras de hermosura –porque sigue siendo cierto que es el bien la condición metafísica de la belleza. Hay también la belleza convulsiva de los modernos, de los postmodenros, de los tardomodernos, que sirve de canal de expresión a la nota más característica de nuestro tiempo: la rebeldía, la insumisión, la insubordinación ante el misterio, la lucha contra el sentido, el empeño por destruir las normas y a la vez sustituirlas por un criterio personal y onírico.

   El empeño por expresar un mundo a la vez extremista y excéntrico, por mor de la sorpresa, de la novedad y el cambio ha llevado también al extremo la confección de un arte peligroso que corre el mayor de todos los peligros: el de perderse, no tanto por dejar de ser arte, sino por dejar de ser valioso para el hombre, o lo que es peor: por poner al hombre en contra de sí mismo, expresando, y con aplauso, esa deshumanización misma, esa desesperación extrema en un arte peligroso que no vale nada, y que por tanto resulta oscurantista por inexplicable -y que al no explicarse, al no darse a entender, pide a gritos, en cambio, ser explicado, convirtiéndose así en un arte de diván, y la obra en una tarea literalmente esquizofrenica.
   Problema ínsito al arte, como al espíritu: la polarización de sus huertos constituyentes y la oposición inconcliable entre los gustos. 
   Cuestión de gusto, efectivamente, pues mientras que a unos les puede parecer una obra de arte dulce, a  otros les puede parecer amarga, repelente y disgustarles -como sucede patentemente con los muros de José Clemente Orozco. 
   El mismo Picasso, extremando las cosas, como en todo, sabía muy bien eso: que el arte es esencialmente una cuestión de gusto -de buen o mal gusto habría que agregar., pues nada de lo humano puede escapar a la valoración moral Y ponía para ilustrarlo el ejemplo de las ostras, que a él le gustaban mucho -aunque no las entendiera. Cosa que no deja de tener su insidia, pues quería por su gusto, por su real y vanguardista gusto,  un arte que no se entiende, pero que gusta, y que se vende, un arte ininteligible, un arte sin esencia, hórrido en casos, es decir un arte existencialista. Aunque para mi gusto, porque en esas andamos, prefiero el arte que se entiende, que se vale de símbolos ecuménicos, universales, o que llega a ellos, y que por tanto sugiere e incluso pide la exégesis, la glosa, la explicación, por ser un arte además edificante de las pasiones  -antes de debatirse el la francachela del ahora donde se licuan sin sentido cualquier clase de significaciones, en una gama inextricable de sensaciones o estados de ánimo. cosa que asombraría a los hombres de gusto clásico, que no gustan de ir más allá de los límites, que se detienen ante el río amorfo de lo indetermimado, rayano con el no ser, con el apeiron del comienzo o con el caos -que repudian, por tanto, el arte que se mezcla promiscuamente con el barro, o con la contingencia del devenir, ociosa y sin trascendencia metafísica, un arte peligros, como repito, socialmente disolvente,  y que no vale nada.  
   El arte puede entonces encerrarse sobre sí mismo, confinarse en sí mismo, como hace evidentemente el arte abstracto, para no significar nada, siendo mudo como una cosa, referido sólo a sí mismo en una especie de onanismo del sentido. O desplegarse según la presión histórica de la tendencia y la moda, para encontrar nuevos medios expresivos formales, materiales o compositivos (las vanguardias), desarrollando valores puramente artísticos (técnicos); puede también caer en la expresión esteticista de las angustias del ahora, donde se representan de una y mil modos en todos los grandes centros culturales una mezcla de retrato y paisaje costumbrista, de tientes opulentos y decadentes, de arcaica bonanza burguesa en el vestuario. donde los cuerpos y rostros reflejan un goce a la vez ahíto y exhausto que no goza, carente de alegría, donde se alternan las sedas y las rocas y, de ser necesario, alguna máquina espacial desvencijada junto un deshilachado tapete persa: seres del vértigo alado, es verdad, que terminan postrados en en la orilla después de la caída. Arte vano, pues, condenado a caer cada vez más lamentablemente, cada vez más bajo, cada vez más desesperado, por atender a los reclamos de lo que resulta meramente lindo y a la vez concupiscente o de la moda.       
   Sin embargo la tara más íntima del arte contemporáneo seguramente estriba en tender un puente entre ambas esferas del sentido y del sin-sentido; un arte, que como una elipse irremediablemente tome los dos focos en que se debate nuestro siglo o mundo, que sabiendo de la profunda luz negra que succiona a las almas hacia abajo tenga a la vez la resistencia y la fuerza y rompa en dirección de la libertad ascendente del espíritu; quiero decir, que nuestro tiempo exige a todas luces y con todas sus sombras un arte realista, que atravesando el valle de la tiniebla y de la sombra ligado a la existencia no quede petrificado por la helada mirada de Gorgona, paralizado en las aguas estancadas de la putrefacción y la decadencia, o enturbiado del entendimiento por la esclavitud de la falta, sino que, por lo contrario, sepa sacudirse de las máculas para llevarnos al buen puerto de reconciliación con la luz y con la vida.









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