miércoles, 18 de marzo de 2015

De la Vergüenza al Sentimiento de Respeto Por Alberto Espinosa Orozco

De la Vergüenza al Sentimiento de Respeto
Por Alberto Espinosa Orozco


   El sentimiento de respeto puede asimilarse al sentimiento de la vergüenza, que añade un interesante matiz o campo semántico. Veamos.
   La voz “vergüenza” (verecundia) tiene una significación dual, por un lado indica, pudor, reserva, respeto; palabra a su vez que se deriva la expresión a su vez de la voz “vereri”, en el sentido de ser modesto, o de tener respeto –pero también “reverenciar” (“reverérí”), “reverencia” (“reverentia”); en el sentido de ser reverente, de honrar, a alguien digno de reverencia (el reverendo, o quien encarna la figura de una autoridad, de un maestro), ante el cual, por el sentimiento propiamente moral de deber, de vergüenza o de respeto, hay que mostrar consideración, modestamente guardar distancia y conservar los límites.
   Recuérdese el argumento ad verecundiam, o master dixit, que puede usarse de manera falas, dependiendo de la situación, consistente en afirmar que algo es verdad por el hecho de que lo dijo un maestro; o alguien que tiene autoridad en la materia. Argumento que fue muy usado con frecuencia por los Pitagóricos. Ejemplo de falacia: La raíz cuadrada de 2 da como resultado un número irracional, con infinitas decimales –porque lo dijo Euclides, quien realizó la demostración matemática que lo prueba, etc. Los marxistas lo llevan al extremo el argumento ad vercundiam (vergüenza) cuando lo hacen pasar al argumento ad baculum o argumentum ad baculum (en latín, significa ‘argumento que apela al bastón’) que basándose en la fuerza, en la amenaza o en el abuso de la posición propia se resume en la idea de que “la fuerza hace el derecho». Sus modos suelen ser los de la provocación, que utilizan al resentido social para vociferar e intimidar al contrincante, especialmente por algún puesto o posición pública, esgrimiendo en nombre de la “lucha de clases”  o algún otro dogma de su iglesia, una falacia, creyendo ganar con fuerza y la intimidación lo que le negaría el sano juicio, siendo sus alocuciones mas pedrería intestinal que chisporroteos de cohetería.
   Sin embargo, el sentimiento de respeto en que consiste la vergüenza está específicamente dirigido a la propia persona, a la propia dignidad de la persona humana. Así, si al sentimiento de respeto corresponde la reverencia, la consideración hacia alguien de mayor altura o jerarquía, y por tanto la modestia, el abajamiento, al sentimiento propio de la vergüenza, en su sentido positivo, corresponde la entrega,  e incluso el del coraje. Tener vergüenza en una palabra es actuar guiado por el sentimiento del honor, de la honra, de dignidad y respecto respeto a la propia persona. Quiere entonces decir: ser digno –no empeñarse, no rebajarse ante uno mismo, no dejarse usar como una mercancía. Pero también tener pudor, reserva –por lo que su contrario, el sentimiento de la desvergüenza, consiste en rebajarse, en perder la dignidad, o dicho con una llana expresión: en  “enseñar las nalgas”. Se puede así sentir vergüenza en un sentido negativo: como falta, como pérdida, como una carencia axiología, que hiere la propia ontología, el propio ser moral de la persona, por lo que se siente dolor, pena, agravio, rebajamiento o empequeñecimiento ante los propios ojos.
   Se trata entonces de un peculiar sentimiento reflexivo, el de avergonzarse, de quien se siente apenado por haber caído, reconociendo de tal forma una falla moral, una limitación, una carencia, un no ser –que roe, al ser, que erosiona al apersona, que corrompe al alma finalmente comprometiendo finalmente su misma suerte metafísica. Tal sentimiento es el más moral de todos, pues hace sentir en carne viva un malestar, correlato de haber asumido una responsabilidad, producto de un estado de conciencia propiamente moral.


   Su expresión fisiológica es interesantísima: el rubor, el sonrojamiento de la cara, la subida de la sangre en densa marea hasta los carrillos, que sube hasta las mejillas, para encenderlas, en reconocimiento de una culpa. El sonrrojo, tiene así una fase de zozobra, de ir de lo más alto en que se tiene a sí misma considerada la persona a lo más bajo, reconociendo la bajeza en la que ha caído, cuya sentimiento propio de turbación comienza con un estado afectado del animo, con una desarmonización en la respiración pero sobre todo en los fluidos de la corriente sanguínea, que suben con densa presión hacia la cara para primero ponerla "de todos colores”, hasta finalmente estabilizarse en una emoción tensa que enciende las mejillas, en seña de que la persona está profundamente apenada, quebrantada, atravesada, por decirlo así, por un súbito sentimiento de nihilismo y abatimiento que le impulsa como a borrarse, como a querer que se la “trague la tierra” –todo lo cual indica un connato, pues, de conciencia, y por tanto de… de…. si…  de arrepentimiento, de reconocimiento público y notorio de una desviación respecto de la ley moral, que afecta por tanto el sentimiento de respeto, de deber moral de la persona, el cual sólo puede ser completado con la enmienda del comportamiento fallido y, sobre todo, con la reconciliación, con la readopción del valor perdido.
   También sentimiento de exhibición de una falta, en el sentido de haber cometido una impudicia -como reconocimiento de haber trasgredido un límite, de haber sobrepasado una frontera, con merma o daño moral, de donde deriva el consecuente dolor, la pena, el sonrojarse.      
 Avergonzarse, por algo o por alguien, por otra parte, indica sólo una expansión del sentimiento de indignidad, de pequeñez o de pérdida de la dignidad, de la honra personal (que puede extenderse en un sentido familiar, racial, étnico o religiosa, etc.), que por tanto va acompañado de abatimiento,  de pena o de agudo dolor.
   Su contrario excluyente sería el sentimiento propio de la soberbia: elación de ánimo por la elevación intelectual, por la superioridad epistémica de la persona en el sentido de comprensión, pero también de la dominación, donde la sangre sube en densa marea hasta la cabeza causando en el sujeto una sensación de potencia, de grandeza, de invencibilidad.     
  En el sentido negativo, que es el de la vergüenza como reserva, como pudor, como contención, tocamos una fibra sentimental que al estrujarnos angustiosamente contra nosotros mismos, nos obliga a confesar, también ante nosotros mimos o ante una instancia trascendente, nuestras vergüenzas –invitándonos de esta suerte a reconocer nuestra personal debilidad, a no evadir la debida conciencia y responsabilidad personal que tenemos como agentes morales, así como a la instancia a que nos debemos, o a quien debemos.
   La humildad de la persona, que ligada a la consideración del propio tamaño y a la prohibición por tanto de no desbordar los propios límites, ya sea por motivos de la hybris, de la desmesura, ya por los de la asevia, de la ignorancia consciente de la ley moral. La vergüenza es así el verdadero criterio regulador de la conducta moral, pues atiende directamente a la autenticidad de la persona, que es la conciencia de sus límites, de su limitación, como a su posible  universalidad, que es el acuerdo con la norma eterna, universal y trascendente. Así, en el hombre de vergüenza sobresalen las actitudes del recato, del pudor, del decoro, las cuales por ese segunda naturaleza a la que llamamos educación rehúyen lo vulgar, lo pedestre, poniéndose a cubierto, a buen resguardo, cubriéndose, pues, o alejándose, para no ver aquello que representa, conlleva o implica el mal.
   O dicho de otra manera, si la culpa es es el reconocimiento interior de una falta, la vergüenza es el reconocimiento exterior; es el reconocimiento exterior de la culpa que, por decirlo así, reflexivamente se retrotrae y vuelve al interior, conmoviendo por tanto desde el exterior el interior del persona.
  Así, el contrario directo del sentimiento de respeto es el sentimiento, por decirlo así vacío y ya completamente negativo, de la desvergüenza, encarnado propiamente por el caradura, por el sinvergüenza. El sinvergüenza no es otro que el hombre sin sentimiento de culpa –si es que no constituye esto una contradicción en los términos. Se trata del caradura, del hombre que por su dureza de sentimientos, por su terquedad, ha quemado su rostro resistente hasta volverlo como de bronce, que no tiene temor por tanto de exhibirse y que incluso utiliza su desvergüenza contra el mundo en torno, a la manera del cínico, enseñando los dientes, por razón de su mal entendido naturalismo. Por un lado, se trata del hombre (o de la mujer) que con sus afirmaciones va, por decirlo así, “enseñando las nalgas”, exhibiendo los harapos mal cocidos de su pobre educación; por el otro, se trata también del hombre cuya dureza sentimental lo vuelve un ídolo de si mismo, una piedra condensada por sus dogmas o por sus procedimientos, y ante el cual toda persona se estrella, quedando desestimada, desconocida, desautorizada, ignorada, despreciada –es decir, reducida a vil cascajo.
   Se trata entonces del fenómeno de la falta de distinción, de un mundo donde no hay jerarquía y por tanto personas distinguidas o que distinguir, y que alcanza la indiferencia en lo numérico en un rasgo que es carácter de la edad contemporánea: el codeo y el tuteo público, cuyo intento final es el de unificar el todo de lo social en un misma magma amorfo y subpersonal (la masa).
  No es infrecuente que el hombre de la vergüenza, que el hombre desvergonzado o que el llano sinvergüenza, se hinche con la fácil levadura de la vanidad; que se eleve ante sus propios ojos por el sentimiento personal, caprichoso, capcioso, del orgullo. Es la soberbia, pecado capital por excelencia del que se derivan todos los demás, el que paralelamente tiene su propia expresión fisonómica en el elevar la nariz y el mentón, desviando la mirada de todo lo demás y mirando por sobre el hombro en clara actitud de “perdona-vidas”, con una clara elación del ánimo al subir la sangre den densa marea a la cabeza, por el sentimiento de la superioridad intelectual, por el descubrimiento de un principio de la razón que, al referirse al todo, da la sensación de poder, de fuerza, de dominio sobre la realidad universal. Así, puede decirse que si el sentimiento de vergüenza es el sentimiento del pecado, de lo particular, de la propia e intransferible culpa, que nos achica, que nos hace arder el rostro por el doloroso sentimiento de la propia pena personal, que nos apena; el sentimiento de la soberbia se coloca en el otro extremo de una gama peculiarísima de sentimientos, al ser un sentimiento propiamente de la universalidad de la razón, pero que sin abrir al sujeto a otras sentimentalidades, a otros sujetos, más bien lo confine en el interior de ese soberbio sentimiento de grandeza, de potencia, de… de…. si, finalmente de auto-divinización.     
    Sin embargo, el reconocimiento del propio error puede aun alcanzarse mediante la reflexión, ciertamente dolorosa, de nuestras faltas, de nuestras culpas, de nuestras caídas, de nuestros límites, de nuestra….. si, de nuestra nada –engendrando con ello un estado, si no de paz, al menos si de responsabilidad, producto no de una gaya ciencia, sino de un melífico saber, el saber de la vergüenza (la felix culpa).
    Como quiera que sea, la vergüenza y el respeto son sentimientos matizados comunes que pone de manifiesto la sobrenaturaleza del ser humano (no la sobrehumanidad); el hecho de ser el hombre, pues, un animal metafísico. Porque el sentimiento de la vergüenza, con ser aparentemente nimio, revela otra definición posible del hombre: como animal que por sentir vergüenza es el animal metafísico que es: el ser que tiene su alma en el centro de su propio ser –la cual a su vez está ligada al espíritu, a la realidad absoluta, a lo sagrado.   Así, la capacidad que tiene el hombre de reconocer su propia alma, está indefectiblemente ligada a su capacidad de recordar la verdad. De hecho, el camino de la sabiduría y el camino de la libertad son el mismo, pues ambos llevan al centro del propio ser. Todos los esfuerzos de la metafísica, en efecto, están consagrados a que el hombre descubra su propio centro y que al acercarse a él descubra también esa realidad otra que nos trasciende y que nos salva y justifica.
   En efecto, el hombre, separado y afligido, sufre en este mundo por una ignorancia fundamental: porque ignora el valor y la situación de su alma, porque ignora su propio centro. La catástrofe de la condición humana se deriva así de una absurda amnesia: cifrada en el hecho de no recordar las normas, la verdad eterna, ni de reconocer el valor y la altura de la que ha caído su alma –del alma entendida como una entidad ontológica, diferenciada por tanto de la psique o de la vida psico-mental, la cual has sido reiteradamente concebida por los modernos apenas como una sutil manifestación de la materia, a su vez reducible a las sensaciones (sens-data o datos sensoriales).

   Sin embargo, en el centro mismo del hombre, en su alma, entendida como una entidad real, autónoma, reside la posibilidad  de ese recuerdo y de ese reconocimiento, tanto de la ley, de las normas, como de uno mismo, también de la necesidad de purificarse, de quemar la escoria que nos mantiene prisioneros del mundo, de las ilusiones, de los deseos, de la materia, de la mentira, para así poder recuperar la libertad perdida y, por decirlo de alguna manera, dejar que el alma emplume, eche alas, que sea realmente autónoma en el sentido de la libertad ascendente,  y continúe por el rudo camino de la montaña que va hacia arriba, hacia la realidad trascendente que nos espera al final de nuestra personal batalla con la vida.


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