domingo, 27 de diciembre de 2015

martes, 22 de diciembre de 2015

Carta de Recomendación a Guillermo Bravo Morán Por David Alfaro Siqueiros

Carta de Recomendación a Guillermo Bravo Morán
Por David Alfaro Siqueiros  




La Carta de 1971
   “De los jóvenes pintores que concurrieron a mi llamado para constituir y desarrollar el taller escuela de Cuernavaca, destinado primordialmente a impulsar el arte público de nuestro país con la experiencia de los 50 años de nuestro muralismo, el primero en asistir desde la más lejana distancia, pues es nativo de Durango, fue Guillermo Bravo Morán. En su indicada actitud ya había una manifiesta determinación de entrar en la carrera del muralismo, que tuvo sus orígenes en México y para todo el mundo contemporáneo. Esta actitud constituía ya en mi concepto una prueba manifiesta de su inclinación por lo que yo siempre he considerado el arte mayor.
   Ya en el desarrollo de la gran tarde sujeta a los complejos problemas de penetrar en una tercera etapa del muralismo nuestro en una vía que la obra tiene que despertar lo que yo considero como dos etapas embrionarias, toda vez, que en ellas no se había penetrado en lo que es implícitamente el muralismo, permaneciendo sus impulsores en el mundo estático, esto es, en el problema aún inerte de la obra cuadrangular y no especial, que es lo que en efecto determina el muralismo, es decir, la relación estrecha entre los muros de una concavidad integral o de un volumen arquitectónico integral en lo que respecta al exterior. Para mi ese anhelo de parte de un joven artista muestra ya un talento superior, pues es común que los pintores jóvenes se aterroricen ante la sola presencia de obras de verdadera magnitud y en las cuales experiencias del cuadro de caballete apenas si se las pueden dar, y que quedo corto, como un cinco por ciento de la problemática plástica, como lo demuestra la cantidad de deserciones que se produjeron cuando el artista en embrión se enfrentaba a la árida tarea de tener que realizar una obra bajo normas ineludibles de su inevitable coordinador.
   Ahora bien, Guillermo Bravo Morán, sin desalentarse por la ineludible necesidad que tuvo mi empresa plástica de reducir el número de los integrantes del equipo, en virtud de que el trabajo en sus aspectos fundamentales había ya llegado a la culminación, permaneció en la ciudad donde se encuentra el taller de referido y continuó trabajando su obra personal con los principios y las normas generales del muralismo, aunque sin desconocer que tal procedimiento solo le daba un campo en extremo reducido y por demás árido para realizar su voluntad creadora y, después de un cierto periodo de tiempo, ha retornado a mí para mostrarme las obras que ha realizado y en las cuales evidentemente su talento para crear arte público, en espacios infinitamente mayores y con problemas infinitamente más complejos, lo que demuestra su capacidad en esta vía y, desde luego en todo lo que tiene que ver con el arte de la pintura. Hay en ella novedad emocional y en los plásticos preocupación por el color, sentimiento por las texturas y por todo ello, un amplio camino y su desarrollo integral; en consecuencia la exposición se presenta con el apoyo de las mejores galerías. No me cabe duda de que tendrá éxito entre los hombres sencillos como en los conocedores amantes de las artes plásticas”.


David Alfaro Siqueiros, 
 México, D.F., a 2 de Novimebre de 1971






Fotografía de Héctor García
Raquel Tibol y la cachetada a Siqueiros

19 de abril de 1972. 



lunes, 21 de diciembre de 2015

Ocultemos Nuestros Pecados Por Alberto Espinosa Orozco

Ocultemos Nuestros Pecados
Por Alberto Espinosa  Orozco






   La peor de todas las ignorancias sea la de la realidad del pecado –tanto en lo concierne a la metafísica como en sus consecuencias sociológicas inmediatas. En primer lugar, porque ignorar la categoría moral del pecado lleva en el mundo real a la conformación de sociedades no trasparentes, regidas por la secrecía, y de personalidades tortuosas, sumidas en la opacidad y en la simulación.
   Porque ocultar los pecados, no ser trasparente, ser opaco ante los demás, defenderse ampulosamente de las propias faltas ante los otros con la máscara de la vanidad, de la ampulosidad o del orgullo, es decir: volver el pecado particular un secreto, no puede conducir sino a una escisión de la personalidad, en cuyo juego de espejos se incuba el fenómeno, tan sólito en dentro tiempo, de la doblez: de la alienación mental o de la enajenación, en una especie de transformismo y polivalencia de la persona cuyo resultado no puede ser otro que el espectáculo doloroso de personalidades “actorales”, que simulan un mundo y disimulando sus reales intenciones, siendo por tanto personalidades excéntricas o sacadas de su centro, pero también ignorantes sobre la situación real, sobre el estado de su propia alma (entendida ésta no sólo como el fluido del acontecer psicomental, sino metafísicamente o esencialmente como entidad ontológica).
   Lo que es más, la comisión de un pecado es grave en lo personal, pero si socialmente se calla, si se oculta en el interior de la conciencia, se vuelve terrible –porque de tal suerte se dejan en libertad a las “fuerzas mágicas”, como las llama Mircea Eliade, o dicho en términos coloquiales, se da poder a los infiltrados, al enemigo oculto siempre acechante, para que urda sus redes cómplices, amenazando entonces a toda la comunidad al arruinar los esfuerzos de los hombres, trayendo la derrota en la guerra o la secases en la producción –e incluso contaminando el mismo entorno natural, causando igual la desaparición del venado que las inundaciones o las sequías (por la ruptura del pacto de armonía y de solidaridad entre la naturaleza y el hombre).
   Las sociedades arcaicas conjuraban tales peligros en su modo de vida cotidiano mediante una solución: la confesión oral de los pecados. Cuando una desgracia asalta a una comunidad es aún en día costumbre que las mujeres se confiesen entre si sus pecados, que los hombres se encuentran con sus hermanos y confiesen sus faltas, como sucedía antes, en la sociedades arcaicas transparentes. Cuando no hay secretos personales o particulares cada uno conoce lo que concierne a la vida privada de su vecino, tanto por su modo de vida cotidiano como por la confesión de los pecados, y así cuando un individuo a trasgredido alguna ley moral se apresura a confesarlo públicamente –y a confesarlo como lo que además es: un simple accidente en el océano del devenir universal, como algo inmanente que atañe al sujeto, el cual así implícitamente reconoce tal actividad como carente de todo valor metafísico.
   En tales sociedades, en cambio, lo que siempre ha sido secreto, materia de iniciación y de estudio, han sido las verdades trascendentes, o que versan sobre las realidades metafísicas, los mitos y los misterios religiosos –asequibles sólo a una minoría culta, larga y minuciosamente preparada para lograr acceder a su real significación. Los secretos no conciernen así a la vida profana de los individuos, no son secretos episódicos, sino propiamente dogmáticos, referentes a las realidades trascendentes y sagradas.
   Así, lo que esta dicotomía nos hace ver es que todo lo humano, demasiado humano, todo hecho profano quiero decir, al volverse secreto se transforma en cierto modo en un ídolo, en una Gorgona que petrifica el alma humana, siendo por tanto un centro de energías negativas, dañino tanto para el individuo como portador de desgracias para toda la comunidad, por lo que al volver pública la falta, se desactiva tal fuente, como al volver el secreto exclusivo de las materias metafísicas, trascendentes, o que no son de este mundo. Es decir; si el secreto conviene sólo a lo sagrado, volver secreto lo profano es darle un valor que no tiene, y por tanto un sacrilegio –porque tan es sacrílego tratar lo sagrado como algo profano cuanto trasmutar los valores al dar a lo profano un valor sagrado. La teoría tanto teológica como cosmológica de la sustancia metafísica no ha dejado siempre de ver en ello una ruptura de nivel, y una quiebra en la lógica de los sagrado, cuyo cambio de valores trae aparejado una perturbación en la armonía de la unidad cósmica, pues el universo se presenta para tales sistemas como solidario con el hombre.
   Pues bien, tal es lo que sucede en las sociedades modernas, donde las personalidades son generalmente opacas, no transparentes, cada una ellas un átomo, un individuo aislado, separado y sin interesarse realmente los unos de los otros. La civilización ha cambiado con lo moderno los valores mismos, viéndose como una cualidad la discreción e las personas, ocultándose tanto la vida interior como los eventos personales profanos, pues se callan, se silencian aventuras, pecado, aventuras y desventuras, es decir, todos aquellos hechos que no tiene una trascendencia metafísica, que se pierden en el rio amorfo del devenir que va dar a la nada, todo lo que concierne a los niveles profanos de la condición humana, siendo vista la confesión de un adulterio como un sacrilegio. Como su contraparte, en las sociedades modernas se ha perdido por completo la idea del secreto relativo a las realidades religiosas y metafísicas, pues sin necesidad de iniciación o juramento cualquiera puede cualquier texto sagrado o criticar cualquier religión.
   La sociedad mexicana, aunque occidental, no es de toda moderna, como muchos países de Latinoamérica; de ahí su singularidad sin par en el concierto de las naciones. Una de sus resistencias a la modernidad se cifra en un símbolo: la Virgen del Tepeyac. Pero no sólo, porque aún pervive entre nosotros el respeto secreto de las realidades trascendentes y el impulso por comunicar a nuestros hermanos los pecados, en una labor de expiación de las culpas y de purificación de las almas, pues no ha desaparecido de nuestra cultura ni la noción de pecado, ni mucho menos la idea de la redención individual y colectiva por acción de la confesión, del sincero arrepentimiento de nuestras faltas, de la enmienda, así como del don de la divina gracia trascendente.

Continuará...





sábado, 19 de diciembre de 2015

La Sutura de la Tradición: Guillermo Bravo Morán Por Alberto Espinosa Orozco

La Sutura de la Tradición: Guillermo Bravo Morán
Por Alberto Espinosa Orozco








I
   El Maestro Guillermo Bravo Moran (1931-2004), nació en el 7 de noviembre del año de 1931 en la ciudad Victoria de Durango. Hijo del matrimonio formado por Miguel Bravo y Gabina Morán, quienes procrearon también a sus hermanos Ricardo, Felipe y Miguel. Casó con Carolina Izáis con quien engendró tres hijos: Guillermo, Cuauhtémoc y Saskia Carolina.  Realizó sus estudios de secundaria y preparatoria en el Instituto Juárez de esa misma ciudad. Trabó contacto con el pintor y muralista Francisco Montoya de la Cruz  a los 21 años de edad, en 1952, y al año siguiente ingresó a la recién formada Escuela de Pintura, Escultura y Artesanías  de la Universidad Juárez del Estado de Durango, donde estudió la carrera profesional de pintor.
   La primera generación de alumnos del maestro Francisco Montoya de la Cruz, fundador de la Escuela de Pintura de la UJED, fue una camada príncipe, que ha sido punto de referencia, y en algún caso camino y sendero para los espíritus llamados a la  creatividad, lo cual prestigia a toda una empresa institucional. En la primera generación de discípulos y alumnos hay que contar indisociablemente a dos grandes figuras artísticas, antinómicas por su estilo de vida, pero ambos unidos por su pasión y entrega artística, siendo figuras indiscutibles, pilar y cumbre, del al arte regional: me refiero a Guillermo Bravo Morán y Fernando Mijares Calderón. Girando a su alrededor adquirieron también formaron artística: Manuel Salas Ceniceros, Federico Esparza, el escultor y pintor Manuel Soria Quiñones, Salustia Pérez Avitia, Donato Martínez y, por último, Marcos Martínez Velarde (quien fuera director de la EPEA de 1990 a 2000). Todos ellos participaron de las enseñanzas de Francisco Montoya de la Cruz, pero también del Dr. Fajardo, quien tenía la cátedra de Anatomía y Disección; del Ingeniero José María Zavala y del Licenciado Reno Hernández.
   A Francisco Montoya debe Durango el florecimiento de las artes y el desarrollo artístico de las artesanías en la entidad, siendo ayudado posteriormente en la conformación de la EPEA sus amigos y alumnos más cercanos: Guillermo Bravo, Donato Martínez en los Talleres de Cerámica, Dibujo y Artesanías, Salustia Pérez, Manuel Soria, Manuel Salas Ceniceros, Marcos Martínez Velarde y Federico Esparza.
   A ellos siguieron como alumnos y discípulos de gran muralista y pintor una verdadera pléyade de astros, mayores y menores, entre los que cabe mencionar a los pintores Armando Blancarte, quien destacaría como cantante de original estilo y notables timbres emocionales, José Luis Calzada, Jorge Flores Escalante, Candelario Vázquez, Elizabeth Linden, Adolfo Torres Cabral, Oscar Escalante, Alberto Tirión, Larry Herrera, hasta llegar pues al mismo día de hoy -donde destacan los artistas Ricardo Fernández, Oscar Mendoza, Luis Sandoval, Alma Santillán, Yanira Bustamante, Felipe Piña y, un poco más lejos, José Luis Ramírez. Con ello se formó un verdadero organismo social, vivo y en movimiento, en cuya dinamicidad se han ido dibujando sobre la meseta del desierto durangueño toda una constelación de valores artísticos con peso, densidad y gravedad propia, la cual no ha dejado de irradiar con sus  disímbolas luces a escala nacional e internacional.








II
   Luego de absorber y practicar las enseñanzas de Francisco Montoya de la Cruz en la recién formada Escuela de Pintura en el Edificio Central de la UJED, el joven maestro Guillermo Bravo marcha, para finales de la década de los 50´s, a la ciudad de México, especializándose en los estudios prácticos con el objeto de adquirir la más rigurosa y completa formación artística.  Asiste a los Talleres de Pintura de “La Esmeralda” y estudia en la Escuela de Diseño y Artesanías de la Ciudadela, dirigida por el muralista José Chávez Morado (1909-2002), participando en su Taller de Integración Plástica, siendo luego su ayudante y colaborador en los primeros pasos de la realización del mural de la Escalera de la Albóndiga de Granaditas, Guanajato.
   En la pintura del guanajuatense se alían los elementos fantásticos con los de la crítica social. Sus cualidades expresivas, no carentes de lirismo, destilan sin embargo humor negro. Autor cáustico, que mira la realidad al través del espejo oscuro, estando sus estilizaciones expresionistas cargadas de sarcasmos, ásperas ironías y de escenas grotescas. Algunas de sus obras expresan críticamente el principio de contingencia universal, donde el nihilismo de la muerte de Dios abre las puertas al azar y al sin-sentido, en el que la negra angustia hace del cielo un desierto y donde la vida que es muerte inventa la orfandad del hombre. Gusto, pues, por lo sublime irregular y por la alteridad, por lo grotesco, lo horrible o extraño, que da rienda suelta al onirismo que mezcla y confunde los géneros, y en el que la gota de la nada perfora la roca por donde brota, no el manantial del tiempo, sino del absurdo  – en una especie de línea sin solución de continuidad que toca a Chávez Morado, que empieza con Roberto Montenego y se prolonga hasta Juan Soriano.
   Al lado de Chávez Morado el joven maestro durangueño Guillermo Bravo Morán pulió sus cualidades como dibujante, adquiriendo una serie de técnicas novedosas y  un gusto refinadísimo como colorista. Con el maestro guanajuatense asimiló amplios conocimientos técnicos, destacando la manera en que aplicaba con gran facilidad la materia plástica, de un modo  traslucido, conjuntando sabiamente a la vez la fantasía con la reflexión cáustica –logrando con tales armas ópticas penetrar en los abismos y horrores de su tierra natal, asolada por la promiscuidad y la miseria, aunque también cruzada por idealistas quijotescos.  De sus enseñanzas con el maestro guanajuatense adquirió asimismo la expresión contundente de las forma, en cuyas estilizaciones hay algo de los ingredientes propios del expresionismo, pero también cierto facetismo geométrico -heredado no tanto del cubismo como de José Clemente Orozco y, yendo más atrás, de Santiago Rebull. De aquella enseñanza guardó la obra de Bravo una especie de sano escepticismo respecto a la modernidad y su sobrevaloración del futuro, una agudeza en la mirada para detectar los puntos críticos a partir de los cuales se tambalea el mundo en torno.  
   También aprendió a su lado el gusto auténtico por la estética popular mexicana, presente en sarapes, sombreros y juguetes, hermanándose de tal suerte con el espíritu de las fiestas y las costumbres regionales y su peculiar modo, que habría que calificar de contemplativo y a la vez estoico, de recogimiento interior. Distancia crítica, pues, que le permitió observar sin inmutarse tanto la miseria del mundo en torno como la estridente sordera de sus contemporáneos, sin perder por ello el calor humano y una especie de discreta emoción estética, muy poco común, a la que no faltaban los ingredientes de la ironía, añadiendo a todo ello, más que la fantasía, el rapto visionario, ya de carácter poético, ya estrictamente metafísico y religioso.







III
      Luego de esa experiencia formativa, Guillermo Bravo marcha a Michoacán, para perfeccionar su disciplina y absorber las enseñanzas sobre las técnicas murales en la Escuela de Pintura, Escultura y Artesanías de Morelia con el maestro pintor, grabador, escultor y diseñador de joyas Alfredo Zalce Torres (1908-2003), con quien halló una serie de afinidades temperamentales y estéticas, cuando ya Zalce se había constituido como una figura central dentro del arte contemporáneo mexicano y como uno de los grandes pilares de la segunda hornada del Movimiento Muralista, junto con José Chávez Morado y Francisco Montoya de la Cruz, a los que hay que sumar a Raul Anguiano, Juan O´Gorman, Pablo O’ Higgins, Francisco Cantú y Jorge González Camarena.
   Del maestro Zalce aprendió Guillermo Bravo la concepción plástica marcada por la pureza de gusto, por la búsqueda de la belleza a partir de la forma, la sobriedad, la suavidad y la armonización del color. Se interesó también por lograr una especie de síntesis extraída del impresionismo y de las abstracciones vanguardistas, participando del amor por el paisaje nacional, cuyo punto final en el horizonte se articula como una especie de filosofía geográfica, que imbrica el espacio con la concepción temporal de nuestra singularidad nacional en cuanto a su destino histórico -tema recurrente que desarrollaría el maestro durangueño a todo lo largo su obra. Junto a Zalce el maestro durangueño se impregnó de la fascinación que ejercen los mercados y los paisajes rurales, ahondando así en los temas de las costumbres y los oficios populares, retratando a las mujeres indígenas con sus atuendos y preocupándose hondamente por las festividades regionales, así como por las arcaicas tradiciones de las que emanan.
   El joven maestro durangueño aprendió así de Alfredo Zalce que el oficio artístico es una vocación marcada con las notas de  la  responsabilidad y la pureza, únicos medios para que la obra artística sirva con toda su fuerza, para que brille en esplendor y su colorido, al destilar y saber conservar la frescura, la musicalidad y el  ritmo propio de la verdadera vida.
   Búsqueda, pues, de la transparencia: de la pertenencia e inocencia originaria. No la de un mundo perdido, fantástico u onírico, sino aquella que surge en medio de la diafanidad de lo real, donde se celebran las nupcias de la quietud de la forma con la gracia del movimiento. Afirmación de un tiempo diferente al de la historia, de un tiempo donde el alma del mundo y de la naturaleza se vuelve presencia diáfana, potente para expresar el espíritu de un lugar. El arte, pues, visto como un espejo en el que el mundo y la naturaleza misma se miran y al expresarse también nos reflejan a nosotros mismos.  
   Viaje de vuelta, pues, al solar nativo y retorno al sabor de la tierra. Y todo ello enmarcado, en un esfuerzo conjunto, acorde a nuestra zaga cultural, de introspección histórica a las raíces y humus nutricios de nuestra alma nacional -a la que el artista tuvo el valor de mirar de frente, como muy pocos artistas lo han logrado, para sondear la entraña misma de donde emana nuestra realidad.  Tarea que se resolvió como una búsqueda de un estilo nacional originario, que mucho tiene hoy día que decir sobre el fondo real del ser del mexicano, afín por su idiosincrasia e historia a una especie de “nuevo clasicismo”, que ha intentado  consolidar el equilibrio de la forma, hasta llegar a una especie de fórmula matemática en la estética, de la que habla Samuel Ramos, para mostrar lo específico de nuestra cultura en moldes que logren alcanzar la trascendencia universal de los valores. Estética efectivamente alimentada por un sentimiento profundamente propio, que atiende a la voluntad de formar una cultura nacional auténtica, ajena al desgaste vertiginoso del mercado, fincada en principios claros. Cultura potente, pues, para descubrir y preservar valores latentes e inéditos en los elementos inmediatos que nos rodean, vigorizando así las más caras prendas del carácter propio y lograr un verdadero despertar de la conciencia  individual y colectiva.
    El maestro Guillermo Bravo Morán dejo a la posteridad un puñado de murales, pero de altísimo valor estético y reflexivo. El primero de ellos lo pintó a los pocos años de su regreso a la ciudad de Durango, en la flamante Casa de la Juventud,  en el año de 1961, plasmado sobre un muro semicircular en el lobby de la  institución el tema del Desarrollo Industrial. Se trata ya de una obra sorprendente, tanto por sus calidades técnicas como compositivas, el cual puede verse como una respuesta, crítica y desgarrada, frente al optimismo con el que algunos muralistas habían enfrentado el tema de la modernidad, dialogando especialmente con la obra de José Chávez Morado “La conquista de la energía”. Porque la participación de Bravo en el Taller de Integración Plástica y su contacto con el maestro guanajuatense le abrió los ojos a esa presencia oscura que late detrás de las vanguardias estéticas y las revoluciones sociales del siglo XX: el sólito fenómeno del desconocimiento estimativo y práctico de la persona, y el de la orfandad del hombre. Fue entonces cuando se enfrentó al chancro que roe la conciencia moderna, a ese nihilismo cuyo silencio ensordecedor abre las puertas a la ceguera del azar y de lo absurdo, saturando las obras artísticas de saltos, cabriolas y cambios súbitos, corroyéndolas  de un humor tornasolado –donde la risa se transforma en llanto mientras  Satán se asoma disfrazado de payaso. 
   Unos años más tarde el  pintor durangueño realizó al acrílico un pequeño mural en el Hotel Casa Blanca en el año de 1965, el cual se encuentra en el pequeño Bar Eugenio, pintado sobre triplay transportable y titulado “Ofertorio”, en donde la conciencia cristiana da un paso atrás, queriendo lavar la angustia de la caída y salvarse del abismo de la contingencia. Exploración, pues, del otro recurso de las revoluciones modernas: el retorno al origen y al pacto primordial: la búsqueda del manantial perdido y del agua purificante de la vida. Sin embargo, la recuperación de la transparencia y de la inocencia originaria, donde se intenta la fusión en la contemplación de la naturaliza con el tiempo sin fechas de la tradición y del mito, toma los caracteres más dramáticos de una recuperar amenazada por las fuerzas hostiles del espíritu, que quisieran impedir la alianza del hombre con el mundo de lo sobrenatural y trascendente. Porque no se trata ya de la búsqueda de un lenguaje perdido, donde por virtud de la analogía cósmica todo, la forma, el color, el perfume, el movimiento, es recíproco y se funde material y espiritualmente; de lo que ahora se trata es el atento examen de las costumbres tradicionales, ya prácticamente exangües, ya rodeadas por las presiones de la tiempo o de la corrupción, ya por oscuros seres acechantes.







IV
   En el año de 1964 el maestro Guillermo Bravo fue el primero en participar en el “Taller-Escuela de Cuernavaca” (La Tallera) de David Alfaro Siqueiros, recién salido de prisión, para colaborar en su nuevo proyecto mural para la Sala de Convenciones del Casino del Selva y que terminaría por ser el Polyforum Cultural. A partir de una serie de fotografías desordenas y de dibujos estructurales que le entregó Siqueiros, y luego de trabajar por varios años como Jefe de Talleres en la fachada del Polyforum, hasta principios de 1970, el maestro del muralismo mexicano le rescindió el contrato, no sin antes  reconocer en una carta las dotes y aptitudes del maestro Guillermo Bravo, poco frecuentes, para ese “arte mayor” que es el muralismo, Pocos artistas, en efecto, tienen esa rara capacidad para realizar obras de gran amplitud, tal preocupación por la grandiosidad de la expresión aunada al talento visionario.  Cualidades todas ellas demostradas por el maestro durangueño más que sobradamente en lo que sería su obra mural maestra en el antiguo Palacio de Zambrano (hoy en día Museo Francisco Villa) de la ciudad de Durango, realizando en 1979 una fabulosa alegoría, modernista y de colores vivos, sobre el desarrollo histórico de México titulado “Alegoría del Desarrollo de México: Raíces de su Historia”.
   Luego de terminar su participación en la realización del proyecto del Polyforum Cultural al lado del gran muralista David Alfaro Siquieros y de su equipo, y de una estadía en la capital de la república dedicado exclusivamente a la creación personal, el maestro Guillermo Bravo regresó a Durango en 1972 y se incorpora nuevamente a lo docencia. A los pocos años recibió el encargo de decorar el muro de un flamante salón de actos en la Facultad de Derecho de la UJED. Impregnado de lleno con la experiencia del Polyforum, Bravo Morán llevó a cabo en el año de 1976 un mural pintado sobre un gran bastidor en la técnica de acrílico, titulado: “La Justica, el Falso Profeta  y el Abogado del Diablo”, verdadera síntesis de su experiencia plástica, dejando para la comunidad universitaria durangueña un extraordinario lienzo de grandes dimensiones, de carácter visionario, cuyo tema es el del Apocalipsis anunciado por el evangelista San Juan. Tres años más tarde, en 1979, llevaría a cabo en el antiguo Palacio de Zambrano, en aquel tiempo cede de los poderes gubernamentales, su obra cumbre: la compleja alegoría titulada “Alegoría del Desarrollo de México: Raíces de su Historia”.
   Su labor de más de cuatro décadas de infatigables esfuerzos culminó en los últimos años siendo director del Museo de Arte Contemporáneo “Ángel Zárraga” (MACAZ), pues a principios del año de 1999, estando Don Héctor Palencia al frente de la Dirección de Asuntos Culturales de Durango (dependencia de la SEP),  llamó a su querido amigo Guillermo Bravo Morán para que fuera el primer director del flamante museo, puesto que ocupo hasta su muerte, el día 20 de diciembre de 2004.
   En cada una de sus obras y en la totalidad de su trayectoria pedagógica y práctica pueden palparse los hilos que comunican a sus imágenes y obra entera con la tradición, bajo la forma de una ligazón con la memoria social, tomada como lo que en realidad es: el tiempo vivido que cifrado en la memoria de un grupo permite la orientación de los caminos, haciendo posible todo cambio y todo progreso, jerarquizando los valores en toda su altura y profundidad -también como lo que hace posible que cada nueva generación no sea el mero sustituto de la anterior, sino su relevo real en el tiempo, o su heredera. Porque la sociedad humana, a diferencia de la animal, no comienza todos los días partiendo exclusivamente de la memoria genética o meramente individual, en un tiempo repetitivo, estacional o mecánico, sino en un tiempo orientado cuyo sentido es a la vez el tiempo de la memoria social y la memoria inabarcable e inaprensible de la especie. En la búsqueda de ese fundamento y de ese origen, el Maestro Bravo descubrió por sí mismo el drama radical del ser humano: el ser a la vez sí mismo, el individuo, y la especie. También el estar el hombre en una síntesis del cuerpo y del alma puesta por el espíritu. Revivió así el drama existencialista de su tiempo: ser el hombre por su historia y su memoria social, contemporáneo de todos los hombres, reviviendo así la posibilidad inscrita en nuestra singular especie histórica de rozar en el presente la presencia entera de la especie.
   El decir de la imagen auténtica sólo puede alcanzar la autenticidad en la plenitud –y sólo es plena cuanto más plenamente repita, con fidelidad, lo que una vez fue dicho. La reconstrucción del abanico de la totalidad o de sus imágenes prístinas sólo puede ser reconstrucción, rearticulación, repetición – de lo mismo en el fondo. El lenguaje estético del Maestro Guillermo Bravo Morán estuvo siempre y estará en su obra marcado por las notas de su original personalidad, de su amor por  la tradición y  el sentido, siendo legitimado por ellos, siendo por su herencia una de las formas en que una cultura dio expresión a su tiempo bajo la forma de la crítica no menos que de la belleza y me atrevería a decir, también, de la piedad y de la justicia.









miércoles, 16 de diciembre de 2015

Petronilo Amaya: Vaivén de Vers(i)ones y Visiones Por Alberto Espinosa Orozco

Petronilo Amaya: Vaivén de Vers(i)ones y Visiones
Por Alberto Espinosa Orozco 


I
   El más reciente libro de Petronilo Amaya, Di-vers(i)ones y la artillería verbal de los poetas duranguentes (IMAC, 2015) resulta un viaje al interior de sí mismo, conjugando las virtudes líricas y críticas. Autoexamen que tiene por telón de fondo el paisaje urbano y los emblemas de toda una región geográfica, no menos que el retrato de las esquivas figuras fugitivas que encienden los pasajes interiores, más bien tórridos, de la pasión. Poemario en cierto modo tormentoso, que urde los hilos de los tiempos borrascosos y revueltos que nos pueblan, surcado por la nostalgia y la melancolía, donde la voluntad de la existencia y su potencia se enfrenta a las contingencias del tiempo moderno, hecho de instantes discontinuos que no garantizan el siguiente, de olas altas y de agudos arrecifes de coral en playas bajas, sintiendo la necesidad así de echar alas para aferrarse a algo esencial que lo sostenga y dar continuidad al movimiento al estar informado el cuerpo del poema por esencias.
   Sus poemas conjugan de tal forma, entre versos diversos, desarticulaciones y desvaríos, la crónica vislumbrada de una conversión, que despunta con sus reflejos de diamante al final del camino. Pasajes del pasado que pasan vertiginosos como flamas, que arden en llamas, que lo consume en la llama del amor, rendido a la adoración de las caricias réprobas, para probar en la aguda ausencia del tedio instable la flama del verdadero amor, que en medio de naufrago incandescente no ha dejarlo nunca de llamarlo, que le pregunta si en verdad ya ama, con buena voluntad, de veras, Petronilo Amaya.
  Los poemas del bardo durangueño se sujetan  entonces a las tensiones dialécticas de su recorrido existencial, trazando así los términos extremos de su poética de experimentaciones formales, verbales  y viscerales, transitando entre el canto y el cuento que es a la vez anestesia y amnesia, invención y fiel imagen, joya eterna, calculada cifra y rescoldo, ceniza, gris olvido producido por un relámpago pegado a la camisa. Bitácora de naufragios, de los pasos perdidos por Progreso, el poeta concibe al hombre como un ser sentimental, cordial, que ríe y que llora llevado por sus emociones y pasiones, tomando entre sus dedos la pluma para  conectar con el lenguaje del alma, haciendo ejercicios para poner en forma al verso, tomando en cuenta primordialmente la materia verbal, la sonoridad de ritmos y de rimas, pero también a la escritura como una arte gráfico, espacial, donde la forma fluye y transcurre sobre el espacio en blanco como un dibujo y una cifra arcana –haciendo llegar frecuentemente al centro mismo de la lengua una comunicación extralingüística, llámese lo mismo sentido que emoción o revelación. 
   Y así, sobre una estela de quebrantos y un fondo de hedonismo confeso, el poeta arroja sobre la alfombra que se tiende a sus pies una serie válida de imágenes propias, originales, por cuya boca herida manan una serie de signos y metáforas para descifrar el mundo, que a la vez esculpen un alma.  Mundo cifrado en la escritura para ser descifrado en la lectura y para hacerse, con todo, legible, para saber de la salvajería del deseo y de su informulable ley, para saber de la ley del deseo y para saberse, para observarse en ella reflejado: para ver que el orden del deseo es a la vez incansable gozo de mirar y libre elección. Que la poesía es inspiración incontrolada, acaso divina, oscuro impulso que escapa a toda regla, que a la vez debe ser tomada a su cargo por unas leyes que transportan su sentido sin trastornarlo, y que por sí misma es opuesta a perversión de la ilegitimidad. .Poesía cálida, incluso coloquial, que se pasea parsimoniosamente sobre el asfalto del infierno donde ha llovido sobre mojado acariciando el pensamiento en las palabras, para palparlas y delectar su aroma por el poder de la lengua que así hace suya.




II
   Su poesía se presenta entonces como un bálsamo del deseo turbio y de la libertad amortajada, útil para sentir menos frío entre la lluvia y el cierzo del invierno, para volver a incardinar los sentimientos y desentumir las articulaciones óseas, para reembobinar el querer y despetrificar a la conciencia: para encallar de la zozobra del naufragio, secar los ojos y sacarlos de su laberinto cóncavo de espejos. Arte de la confidencia y de la confesión, poesía que no puede callar, que se niega a no decir su nombre verdadero y que es por tanto potente para descifrar las señales de su tiempo –así tenga que nombrar miserias que los demás entierran.
   Propenso a las distancias del paisaje el artista lava sus pupilas e integra catalejos a las niñas, para escuchar los ecos que vuelven o nos llegan, y que son equivalentes a un despertar, a salir de un claustro y caminar, olvidando el hambre, la sed y los prejuicios, el veneno, la demencia y los demonios. Proceso de autognosis, pues, que por fuerza se ve impelido a ir más allá de sus fronteras, para buscar en el ojo ciego de la chistera del mago la lámpara de Alì Babà. Recorrido que sigue los pasos de los días sin huella, luchando contra el angustiante vacío que corroe la existencia, su hueco por siempre insatisfecho  y el agujero sin fondo de la nada, que son como esa corona sin flores en el centro, como la mancha de vino en el mantel de la conciencia. Y donde no queda más que coger el hilo salvador de la palabra, agarrando en su cabo la cauda del cometa que se escapa, como la imagen rauda que vuela con el viento, y sujetarla firmemente, por más que haga sangrar los dedos, al ir preñada de posibilidades de infinito.




III
   Exploración de la cóncava desolación y de la tentación convexa, de la insufrible tensión y de la gracia, en una labor que se antoja de conversión, donde sincopada, conversadamente, busca el verso que se posa en las alturas de las nubes, por reinar en él el espíritu del bien. Tarea de despertar el caracol de la oreja dormida, de afinar el metal del instrumento con los rigores del cinabrio y purificarlo al pasarlo por el azogue, para que al amor de la nostalgia, de ser huéspedes del tiempo, logre alzar el vuelo.
   Visión dialéctica de la realidad toda y del hombre como la de un ser oscilante entre pares de términos contrarios, cuyos extremos son la cordura de la razón y la locura, el dominio de sí y la delirante enajenación, la soledad y la masa, la pobreza y la riqueza, el brindar el alma a Dios o de venderla al diablo, la vida y la muerte, la esencia o entelequia y la existencia o energía, la memoria y el olvido, el sufrimiento y la comodidad, el dolor solitario y el amor cómplice. También visión del cáliz vivo de la religión del erotismo, que se detiene en el vientre que es espejo y Venus embruja con su mar incandescente, volviendo al canto aullido, donde se incendia la ilusión en el segundo piso de un motel, cuya ventana abierta solo asoma al pavimento sobre el que flota el anuncio del espectacular inmenso, que vuelve el ánimo como el de ánimas en pena.
    Recorrido por sitios donde el tiempo se vuelve cacarizo y la página en blanco se vacía, como una carcasa en el espacio impertinente, como una partitura silente impenetrable, donde sin embargo se afina la cadencia de bordes biselados, volviendo dóciles los veros a la modulación del aire –por más que el gárrulo animal humano se desgarre entre los quebrantados aullidos doloridos. 




IV
   El recorrido del poeta encuentra entonces una serie de imágenes autóctonas y emblemas tradicionales en que reposar por un momento la cabeza, y ante el frívolo vacío contrapone sus lamentaciones, por la carcoma del vicio que roe hasta los huesos la conciencia adocenada de su pueblo. Imagen del lobo durangueño, perfilado sobre el verde pasto y la campiña de oro que se encoje y evapora como agua arrojada al pavimento, cuyo aullido profético de agudas sombras como el viento consigna su exterminio, venido a menos día tras día. Como el daguerrotipo del manantial, del Ojo de Agua del Obispo del Parque del Guadiana, por el que rodaron las aguas como espejo entre ahuehuetes y eucaliptos, el cauce que jugueteaba con los niños entre tumbos y tumbos de alegría.
   Lamentaciones, porque a lo lejos se queja una sirena, porque en las cuatro esquinas de Progreso, que caben en el dedal de una mirada, los brillantes tacones de las muchachas ebrias pasean por congales con fachadas de inocencia, entre escombros. El poeta sorprende en otra esquina a la pareja que apacigua su adulterio con los tacos,  y el olor de la fiebre que atrae a los gatos que miran el amanecer desde los cielos.
Queja también del alacrán esquivo, agazapado en la penumbra que es su elemento, sombra, mancha, rescoldo, inesperada fosforescencia, alarma, entre los adobes desnudos de la noche, que en el día busca los ecos solariegos para posarse y reposar en las largas horas del hipnótico letargo. Centinela de oquedades y de escombros cuya queja deslavada es un grito detenido y el reloj de la rutina y del tedio envenena más que él los pensamientos. Hechizado del silencio, sin lacra ni nardo en su cuerpo, queja desleída, detenido grito, encarnada exclamación, esponja insustante que odia a los violentos devolviendo sus maldiciones en picadas y cuyo lento paso se posa pavoroso narcotizando la tarde con su néctar.
   Cuadros, dibujos, estampas de la ciudad en ruinas, iluminada a tientas por agonizantes focos amarillentos, entre calles hundidas por el desaliento del polvo y asfaltos horados por el rodar neumático del río. Y a la vez melancolía del recuerdo por la opíma ciudad de los recuerdos, refulgente como una charola de plata donde la catedral se alza como un dedal de oro entre palomas en medio de la tarde ingrávida.
   Recuento de las culpas que revientan el alma, visión de los incendios, de las culpas por extirpar como un solecismo incrustado agazapado entre la lengua o la espina clavada en medio de una llaga, que es el intento por desentrañar las sombras que acosan a una región geográfica, para encontrar la cifra de su signo, contrarrestando así la beligerancia de su elixir de veneno, hasta encontrar los brillantes imperturbables del diamante entre el fuego y olfatear la esperanza en su deseo. Porque en el calvario del naufragio de la noche es imposible dormir siendo ceniza. Porque, a fin de cuentas, como todos, “Así anda uno”:




Anda uno –después de la tormenta-
Tal si buscara sus huellas en el fuego
O invocara a banquetas vírgenes
Olisqueando esperanza en los desechos.
Pedalea a la vida
Hincándole hasta el fondo las espuelas
A ver si así, la hija de puta,
Detiene su alharaca holgazana
Y deja algo menos tétrico
Que el sinfín de sudarios con su rostro.





Imágenes de Eduardo Orozco Xivan 


domingo, 13 de diciembre de 2015

Confesión Por Alberto Espinosa Orozco

Confesión
Por Alberto Espinos Orozco



Yo también, como tantos y tantos de nosotros,/
había buscado en mis desvelos la alegría/
en la copa envenenada por la envidia,/
que en su fondo lleva siempre la amargura/
en su vientre el vértigo vacío de la angustia/
y en su cima una nieve perpetua sin dulzura.//

Bebí la copa impura, hasta el fondo, hasta la heces,/
en la noche del tormento en que mi nave/
zarandeada por los vientos y el oleaje/
encalló entre las ciénagas del lodo.//

Mi rostro me acusó como un espejo/
cuando en el lago a los ojos volvió desfigurado/
por la tristeza que el semblante reflejara/
dictando, entre las turbias sombras de la noche,/
la sentencia fatal de su reproche.