lunes, 24 de noviembre de 2014

Filosofía, Cultura y Libertad Por Alberto Espinosa Orozco

Filosofía, Cultura y Libertad
Por Alberto Espinosa Orozco

Todo es presencia,
todos los siglos son este presente.” 
Octavio Paz

I.- La Filosofía

   La filosofía empieza siempre con una pregunta, y con el esfuerzo de contestarla, de la forma: ¿qué es el tal y cual? O más propiamente: ¿qué es ... lo que sea? ¡Lo que sea!
   En todos nosotros, especialmente en la etapa infantil de la vida, hay algo característico del filósofo, pues en todos los niños hay algo de preguntón, de incurable sed de saber, de verdadera hambre de conocimiento. ¿Qué es el tiempo?, ¿qué el agua?, ¿qué son las estrellas?, ¿por qué el canario canta tantas canciones?, ¿por qué canta el canario? Las preguntas pueden continuar: ¿qué es el mundo?, ¿quién soy yo?, ¿qué es el amor?, ¿qué la belleza?, ¿quien es Dios? Porque la filosofía, entendida en su sentido clásico y tradicional, cuestiona, inquiere, pregunta por todo, pretendiendo dar una respuesta sistemática, un lugar, a cada cosa en el conjunto del todo. ¿Qué es lo que sea? En efecto, la filosofía es capitalmente respuesta al lugar que cada cosa guarda en el conjunto de la totalidad, no sólo del mundo, sino del ser.
   O, dicho de otra forma, la filosofía es concepto, teoría, definición –pero esencialmente es también concepción del mundo y del ser... en su totalidad –incluso con sus parcelas vacías o enfermas, lastadas de no ser. Así, su lenguaje propio es el lenguaje discursivo de la teoría: el lenguaje sustantivo, ceñido claramente a definiciones del lenguaje literal. Su herramienta básica, a la vez cepillo de carpintero y martillo de herrero, no es otra que la definición, pues a la vez que  solidifica un punto, modela la forma y al hacerlo la distingue de otras y las precisa.
   ¿Qué es sustancial, esencialmente el hombre?.... se pregunta, por caso, la filosofía. Tradicionalmente ha respondido con una definición: el hombre es el animal racional. Porque la filosofía, para poder abarcar la totalidad, no pregunta por los individuos singulares, sino por los conceptos, por las especies, por los universales. No por la esencia o sustancia de este o aquel hombre individual, sino por la sustancia o esencia del hombre en general, por la naturaleza del hombre, por la sustancia de que están hechos todos los individuos de la especie hombre, por el concepto del hombre.
   Pensamiento esencial o de las esencias, la filosofía se sirve de la definición para clarificar y precisar, para distinguir la naturaleza o esencia de una especie. La definición en forma, la forma de la definición, consta de dos partículas o elementos, de dos átomos: apela al género próximo de una especie de individuos y a lo que en ellos se diferencia específicamente –donde lo propiamente deslindante, diferenciante, definiente de la especie no es el género próximo, sino la específica diferencia de la especie. Así, lo propiamente definiente del hombre no es su animalidad, cuyo género lo aproxima e incluso lo llega metafóricamente a confundir o emparentar con los animales,  animalidad que le es común al conjunto entero de los seres vivos, psíquicos o animados, sino su racionalidad, su pensamiento y palabra –que le es específica o exclusiva de su especie.
   La filosofía no es historia en la medida en que al responder despejando la cuestión sobre el verbo “es”, lo toma en su sentido de lenguaje no narrativo, no existencial o no activo, sino en su sentido sustancial o esencial. El hombre tomado en su sentido conceptual o universal, en el sentido de todos los individuos de la especie “hombre”, resulta ser sustancialmente el animal racional, el animal que tiene por esencia y exclusiva suya la palabra, el habla –y la conversación a ella aneja. Por su palabra, en efecto, el hombre es el animal social por excelencia, pues es la palabra el órgano articulador por excelencia de sujetos con objetos: entre nosotros y el día de mañana, entre nosotros y el pan que se hincha sobre la mesa, entre nosotros y el campeonato de fútbol que empezará en dos semanas, entre nosotros y lo pasado, entre nosotros y los espíritus benefactores y los dioses, ente nosotros y Dios. Porque el lenguaje al representar el mundo en figura, sin necesidad de experimentarlo o padecerlo directamente, da al hombre un extraño y a la vez esencial poder a su especie: el de proyectar su realidad y, hasta cierto punto, poder organizarla y modelarla, preverla e incluso sucederla.
   Cerremos una primera vuelta al concepto de filosofía. Podría decirse que la filosofía es: teoría, constitución del lenguaje en base a definiciones o lenguaje discursivo, cuyo objeto es la totalidad del ser y de cada una de sus partes. La filosofía en esencia es, en efecto, orden, armonía, arte, arquitecturación del ser.  Por ello la filosofía es strictu sensu el desarrollo sistemático, completo y cabal, de una definición –en el orden de un conjunto sistemático de conceptos dominantes o de categorías.
   Así, definir y hacer el desarrollo completo, cabal, sistemático del concepto de “cultura”, o del concepto de “libertad”, sería no menos que una teoría de la cultura o de la libertad, que adjuntos a las definiciones de los conceptos dominantes de una era histórica vendrían a señalarse como una filosofía de la cultura y de la libertad –como sería el desarrollo teórico del concepto de la filosofía, una teoría de la filosofía, y hasta una filosofía de la filosofía, como entre nosotros pergueñó el filósofo español José Gaos en el extinto siglo XX.
   Sin llegar a rozar siquiera tan bastas pretensiones, el día de hoy he de conformarme con una respuesta tímida a las preguntas: primero, ¿qué es cultura?; segundo, ¿qué es libertad?; tercero, ¿qué es una cultura d la libertad? O, si se quiere, responder a la pregunta vestida de figura prosopopéyica: ¿quién es la cultura y quien es la libertad? Empezaré así por preguntarme a mi mismo y a ustedes que me escuchan, por preguntarnos: ¿quienes son, pues, esas dos diosas paganas del artista, del literato, del filósofo... y del hombre común... que también es el artista mientas no pinta, el literato mientras no escribe y del filósofo mientras no filósofa?

II Cultura y Educación: Tradición 

   En principio hay que empezar por distinguir dos conceptos que suelen confundirse por estar sus objetos fuertemente relacionados: los conceptos de “educación” y de “cultura”. La primera definición que se ocurre de “educación” es: toda aquella expresión, mímica o verbal, articuladora de situaciones de convivencia formativa. La educación se concibe así como una “técnica”: como el procedimiento mediante el cual el estudiante o educando en proceso formativo pueda lograr el desarrollo de sus predisposiciones o aptitudes caracteriológicas, inscritas desde su nacimiento en su naturaleza individual como cifra de su destino, ayudado para ello en el camino por los tres procedimientos básicos de la técnica educativa: en primer lugar los correspondientes a la familiarización de las formas y de los contenidos culturales sociales en un momento dado de su historia; en segundo puesto, las que se refieren a la asimilación y dominio de esos contenidos, para; en tercer sitio pasar, en los grados más elevados del proceso educativo, a la recreación de tal herencia cultural –todo ello enderezado, por supuesto, en un sentido benéfico para el desenvolvimiento de la naturaleza humana y para el conjunto de la sociedad. Porque si bien es cierto que la educación (educere) es la vía para dejar salir, para lograr que se expresen en el iniciado sus aptitudes, talentos o vocación singular, no lo es menos que tal proceso tiene como cometido sustantivo que el estudiante se integre al grupo social del que forma parte de una manera armónica y productiva, creativa y crítica incluso o de manera recreativa con respecto de los contenidos tradicionales de la sociedad a la que pertenece. La pertenencia al grupo social, especificado cada vez con mayor rigor en comunidades epistemicazo o sapienciales, no es un propósito menor del proceso educativo.
   En efecto, cada ser humano viene al llegar al mundo con un carácter en el que se han de ir expresando en su desarrollo sus aptitudes y  predisposiciones anímicas respecto de los diferentes sectores de la cultura, las cuales lo facultan para realizarse a sí mismo. Tales predisposiciones y aptitudes se manifiestan desde temprana edad bajo la forma de tendencias, inclinaciones y actitudes favorables. Lo que en un primer momento puede revelarse como mera curiosidad, de tenerse las condiciones favorables se expresa luego como un gustoso acercamiento a los diferentes contenidos de la cultura, a los que suceden, si el proceso educativo es fecundo,  los procesos de familiarización y asimilación, pasando posteriormente a los del dominio y recreación de las formas y contenidos de la cultura- llegando para los llamados a ser genios a la creación de otros, originales e inéditos.
   La educación comprende así al proceso formativo por excelencia del ser humano. Su criterio esencial puede fundirse en la fragua tan gustada por la filosofía moderna: la de las expresiones, no sólo verbales, sino también mímicas. En efecto, la educación es formación, proceso formativo, que tiene como técnica de instrumentación a las expresiones lingüísticas, pero también corporales, en la trasmisión de contenidos y conocimientos, de experiencias y vivencias respecto del mundo en torno –todas ellas enderezadas en el sentido de la formación de la persona. Así, por caso, las manualidad escolares tienen como función la formación de las manos (de la coordinación motora fina, por ejemplo, pero también de los ojos cuando se avanza hacia la enseñanza o el conocimiento de las artes plásticas y la escultura), la literatura y el canto para la formación de la boca y de la expresión verbal, la gimnasia y el deporte para la formación del cuerpo, etc.
   Por su parte, la “cultura” podría definirse como: toda aquella expresión articuladora de situaciones de convivencia con la herencia de conocimientos y destrezas, de creencias, ideas e ideales, de normas y hábitos pertenecientes a una sociedad determinada. Así, los grandes sectores de la cultura van de los usos y costumbres socialmente instituidos a la política y la economía, de l moralidad a la técnica y el arte a la filosofía y la ciencia, la metafísica y la religión.
   Así, si la anterior definición de “educación” pone el acento, la diferencia especifica de éste proceso en el concepto de “formación”, el concepto de “cultura” subraya el aspecto tradicional, hereditario pues, de los bienes habidos por una sociedad en un momento dado de su historicidad.
   Sin embargo, como recuerda el Maestro Héctor Palencia Alonso, habría que  destacar otra dimensión no menos importante de la cultura, que no sólo atiende a las obras producidas por el hombre en general acendradamente en las cosas tocantes al espíritu o acariciadas por éste, hasta abarcar a la especie humana en su conjunto, como la suma, pues, de las creaciones humanas acumuladas en el transcurso de su historia y hasta de su prehistoria; tampoco meramente a la “vida culta” como un tipo o modo de vida de sujetos individuales; sino en el sentido de una colectividad particular, de una comunidad históricamente dada, en l interacción de sus grupos sociales constituyentes y su ambiente. Porque, es verdad, cada región geográfica, diferencia a los nativos o arraigados por la “forma” y la “fisonomía” de la cultura regional en un momento o época histórica. La cultura entonces se entiende de manera intermedia y meridiana como sistema de patrones de conducta aprendidos, característicos de los miembros de una sociedad, la cual resulta ser así un producto de la invención social –la cual es conservada, reproducida y trasmitida por medio de la comunicación y el lenguaje. Don Héctor Palencia introduce con este término medio de cultura regional el importante concepto del “provincialismo”, en el sentido de una casa axiológica que se construyó y se trasmite –concepto de máxima trascendencia porque sólo a través de él se puede exaltar el alma nacional como una suma de coincidencias hecha a partir de la suma de las partes que, como un rompecabezas, integran un todo patrio. Se trata del estilo de vida colectivo de vida que caracteriza a cada región geográfica y que late aún en el seno de las disímbolas provincias nacionales. La lentitud en el ritmo de la vida del durangueño, debido a ser región minera, por caso un tono reposado a su mismo centro urbano, destacándose la costumbre, ignota ya en las grandes urbes, no sólo de la prontitud en la ayuda para el avencindado, signo inusitada solidaridad por ser región agreste, no abundante en recursos, sino también del cultivo en el hogar de aficiones artísticas, que van d la música y la lectura reposada a las excelencias culinarias.
   Toda actividad humana, a excepción de las meramente neurofisiológicas (la necesidad de comer, relacionarse social y sexualmente, de abrigarse, los valores vitales primarios digamos) es elitista, gremial, tribal o grupal por algún costado. Muchas de ellas requieren de un largo y penoso proceso de iniciación y de difíciles pruebas a superar incluso para ser admitido como arte del grupo. La cultura adquiere así un sentido “elitista” mucho más riguroso, como cuando se habla de cultura pictórica, musical, literaria, filosófica o espiritual. 
   Distingamos así entre “cultura” y “educación” sirviéndonos de una imagen, de una metáfora: la cultura es el gran campo labrantío de las creaciones humanas, de las que una sociedad participa teniendo a la vez su parcela propia y cada individuo su propio huerto –y son sus rizomas, sus flores y grandes árboles cultivados lo que la educación trasmite al nuevo miembro del grupo, comunicándoselo para lograr formarlo, dándole las herramientas para arquitecturar su morada interior -según los diversos modos y modelos de la excelencia humana. Así, la cultura en una sociedad determinada constituye un verdadero paisaje espiritual, siendo tarea de la educación dar las bases, pero también las excelencias e incluso las florituras para que individuo pueda labrar su huerto y edificar su morada  interior (su moral), la casa del hombre en armonía no menos con el entorno cultural que con el paisaje real o geográfico. La educación es así un proceso no sujeto sólo a las agencias educativas, sino que se lleva a cabo día a día mediante la trasmisión y comunicación de las costumbres comprobadamente humanas y que alicientan al espíritu den una comunidad.  Así, la cultura de una sociedad es como su paisaje espiritual, mientras que la educación es el arte de hacer una morada en armonía con aquella atmósfera.
   Cultura y educación, en efecto, van de la mano. Porque si la educación es el proceso mediante el cual, la técnica no menos que el arte, loa elementos mas reconocidos y experimentados de una sociedad transmite a los nuevos miembros, haciéndonos degustar primero sus más sazonados frutos. En efecto, la educación es el medio por el cual el educador pone al educando los medios de enseñanza-aprendizaje, en situación de familiarizarse con los frutos de la cultura, de asimilarlos también gradual u ordenadamente, suponiendo que tales contenidos culturales han sido juzgados, apreciados o reconocidos jerárquicamente como óptimos por las comunidades sapienciales y científicas, aquilatados para ello en vista a las realizaciones pasadas y presente no menos que futuras de la situación social histórica.
   Es posible formarse en diferentes contenidos culturales y en diferentes áreas de la cultura. Sin embargo la formación es siempre la “formación del hombre” o la “formación humana” –cuyo fundamento filosófico no puede estar sino en una antropología filosófica o teoría del hombre, es decir, en el desarrollo de la definición del concepto hombre.
   En tanto proceso de formación del hombre la educación requiere, pues, para su logro feliz, pleno y maduro, tres diferentes fundamentos, tres tierras par hacer su suelo firme:
I)                  en primer sitio requiere atender  las peculiaridades de predisposiciones y aptitudes de carácter individual del estudiante;
II)               pero también requiere de la libertad de acción y pensamiento, indispensable a la naturaleza humana para poder esponjarse y expandirse, para poder también dilatar en la asimilación y dominio de los contenidos culturales harmonizables con su carácter;
III)            la educación requiere como fundamento en tercer puesto y capitalmente de una concepción clara de la naturaleza humana.
   El hombre requiere como condición sine qua non para su pleno desarrollo de la cultura y de la educación. Porque el hombre, ser social por excelencia, no está ya dado. A diferencia de la naturaleza animal marcada con un destino rígido dominado por el instinto, la naturaleza humana es a la vez una naturaleza racional y estética, plástica, que al otorgarse a sí misma la libertad requiere de continentes que le den forma y de contenidos que le den sustancia, que la arquitecturen estéticamente –en un sentido no solo propio a la sociedad, sino incuso bello, teniendo que comprender el esfuerzo estético en la integración de la comunidad de que forma parte.
   En efecto, ser hombre no es un mero hecho fáctico de la naturaleza, sino un hecho sobre-natural, cuya tarea de constitución etapa solo montada sobre la naturaleza animal del hombre (género próximo) la cual tiene que domeñar. El objeto de la educación es el de “hacerse hombre”, en medio de una sociedad y una cultura preexistente, en medio de una historia nacional y una biografía personal. O, dicho de otra manera, a diferencia de la animal, la naturaleza humana consiste en estar gravada con un destino histórico; en su su vida una proyección, maleable y plástica, que con el tiempo se va haciendo, que se formando sobre un horizonte no menos temporal e histórico. En este sentido el hombre no es, sino que es el ser que se va deshaciendo y rehaciendo en cada uno de los puntos de us trayecto.
   La formación plena del hombre requiere así básicamente de dos aglutinantes minimos para asegurar su acción:
A)      por un lado, de la trasmisión óptimamente articulada de los contenidos culturales más lozanos y vivios de la tradición, de la herencia cultural; tradición es por definición lo que debe ser donado. O el acto de entrega a una nueva generación de las creencia , creaciones y productos culturales que dan sentido e identidad a un grupo humano, el cual en un momento dado de su historia los considera válidos para asegurar la supervivencia del grupo así como la realización de la vida colectiva de un pueblo, de una comunidad, de una nacionalidad, todo ello enmarcado dentro de un estilo y una visión del mundo y del hombre característico de ese grupo.
B)      Por el otro lado la plena formación del hombre requiere que la tradición y la trasmisión de la herencia cultural sean auténticas, que realmente respondan  las circunstancias reales, a la circunstancia autóctona del hombre y su comunidad. Para decirlo entimemáticamente, los chiles rellenos se cocinan en Puebla,,, porque en Durango no hay chiles rellenos. Aunque hay otros chiles rearticulables a su manera del delicioso platillo. 
   Puede decirse, pues, que el vínculo o puente entre cultura y educación es así la tradición: lo digno de memoria, lo que hay que salvar del ruinoso olvido, lo que resiste al diente contingente del tiempo y sus migajas y tiende a perdurar como un bien habido para la comunidad –pero cuya estructura no es la de la lápida o el marmol, sino la del agua fluyente que deja asimilarse, el río que se modificada y nos permite navegar en sus lomos, el de la fuente cantarina que está en constante recreación, incluso en el fruto nuevo y sorprendente que como una pitajaya de a kilo que ha de servirse en nuevos platos.

III.- La Crisis: la Cultura Moderna
   La cultura moderna fue en sus inicios post-renacentistas una cultura de libertad hacia el bien –entendiendo por libertad, en una primera instancia, el movimiento mero de dilatación, de expansión espiritual.
   En efecto, desde su primera redacción en la filosofía cartesiana la modernidad liberó a la razón de la sumisión a  autoridades de amplitud injustificada, dando con ello de la heteronimia de la tradición (religiosa, feudal y teológica) tenía sujeta a la razón, a el escalón de la autonomía formal del carácter individual, en la que el sujeto puede liberado de todo yugo al auto asumir un proyecto de vida.
   Sin embargo, a este primer logro de la modernidad inmediatamente hay que agregar una segunda nota que caracteriza a esa visión del mundo: la nueva Ciencia de la Naturaleza Física, pues tal es la creación característica, el signo distintivo de la civilización occidental moderna. La idea del dominio sobre la naturaleza, empero, lejos de ser un conocimiento puro y meramente instrumental, desinteresado y neutral, pronto se vio orientado hacia la voluntad de poderío, como expansión  o dilatación sobre todo de la fuerza motriz, de la fuerza vehicular utilizable por el hombre.
   El resultado de la ciencia moderna hay que buscarlo en sus fabulosas máquinas, las cuales tienen todas ellas una índole vehicular: utensilios, artefactos, técnicas y procedimientos que permiten la aceleración de los intercambios humanos; esto es, la posibilidad de recorrer el mismo espacio en la menor cantidad de tiempo posible. Aviones, coches, cremalleras, cierres, computadoras, televisión, lavadora, secadora, lavaplatos, industria y arquitectura moderna así como las armas atómicas tienen todo en común una nota: su índole de móviles en el espacio, cuyo sentido profundo es el dotar al cuerpo humano o  sus órganos de una eficiencia de la que carecían normalmente o la de facilitar sus comunicaciones mediante los vehículos o transportes.
   La metafísica subyacente a la cultura moderna estriba en la opción, en el acto de la libertad de elegir acelerar la velocidad de los movimientos del hombre y cuyo fundamento filosófico no puede ser otro que el anhelo de hacer más cosas, de recorrer más espacio en el mismo tiempo, o el mismo espacio en menos tiempo, el de la carrera –dejando por lo mismo en bancarrota e inexplorada la otra opción posible del acto libre: el de retardar la velocidad de los movimientos. Así, si el primer modelo es propio a una cultura del vértigo, la segunda opción metafísica es pertinente a una cultura de las pasiones. Me explicaré.
   Octavio Paz ha visto el despliegue de esta opción por la aceleración en el campo de la estética. La aceleración en la velocidad en los movimientos de los hombres tuvo como consecuencia estética exaltar por sobre todos el concepto del “cambio”, de lo heterogéneo y diferente, convirtiéndolos en su fundamento. El gusto por el cambio y lo heterogéneo la modernidad llamó congruentemente con un nombre ambiguo: le llamó “futuro”, le  llamó “mañana”. No la valoración del tiempo que fue del clasicismo, mucho menos la pignoración del tiempo presento que es el único que realmente es, sino el que todavía no es y esta siempre a punto de ser o de no ser –hombre moderno en roce con la frustración,. Suspendido en medio del ser y la nada.
    La modernidad, en efecto, se construyó privilegiando una parcela del tiempo, privilegiando en efecto la novedad y el cambio, el tiempo del futuro sobre el tiempo del pasado de las sociedades tradicionales – pero también sobre el presente que, viéndolo bien, es la única realidad verdaderamente existente que tenemos. El pasado de hierro no tiene hoy en verdad existencia, aunque su peculiar inexistencia no es la de un no ser absoluto, al tener el hecho histórico ser hermano de la bruma de la interpretación y de la roca de lo fijo e inamovible. Por un lado el pasado es de riguroso hierro, al ser imposible que todo aquello que fue deje de haber sido, presentado como un límite de la voluntad no digamos ya humana sino incluso divina. El pasado tiene algo de ser: de un ser inmodificable y perpetuo como el laberinto de piedra. Su castillo de roca tiene a la vez como única geografía real las nubes intocables del recuerdo. Por su parte el futuro mismo tampoco plenamente es, no teniendo por ello existencia real ninguna. Su inexistencia sui genris tiene, empero, la realidad que habita a todo proyección del ser –realidad de suyo fantasmal, dudoso laberinto de humo inapropiable que propiamente todavía no es, que no es.
   La modernidad, así, deslumbrada por el proyecto de futuro, por el sueño del dominio de la naturaleza integra por medio de la técnica mediante la nueva ciencia, alucinada por la posibilidad de acelerar los movimientos del hombre haciéndolos más rápidos y eficientes (razón instrumental), se dio al juego de intentar hacer más cosas en el mismo tiempo hasta llegar a tocar las costas de lo excéntrico, abriendo así las puertas al cambio y a lo heterogéneo, llegando ahora montado en las maquinas fabulosas y delirantes istmos a su ocaso, mostrando todos los signos de la fatiga y de la decadencia –y transformando su inicial opción de libertad hacia el bien en su signo pervertido y contrario.
   El proyecto en si mismo valioso de construir una tradición moderna o una nueva tradición, bajo el escorzo acaso de un nuevo clasicismo, desembocó con el tiempo en tales contradicciones lógicas y paradojas que resultaron insostenibles para la crítica - -anomalías formales que han terminado por arruinar su sistema en las manifestaciones flagrantes de una cultura de la libertad hacia el mal, en una cultura de la perdición y el extravió individual pero también colectivo de la libertad. 
   Dicho con una fórmula sibilina: en el amor a la velocidad acelerada y al cambio la modernidad ha renegado incluso de las mejores tradiciones sacadas de ella misma pues, al descreer de los principios religiosos y las creencias modeladas por la tradición clásica, ha engendrando incluso un nuevo demonismo latente en la naturaleza introyectando por virtud de la libertad inconsciente y lastrada de animalidad y de penuria por el extravío de las orientaciones de os sujetos.
   En efecto, la dramática condición de la civilización occidental moderna, que vio sus albores a inicios del siglo XVII y que hoy llega a su ocaso, radica en su egologismo, que reniega de buscar su fundamento en la roca sólida del pasado ni en ningún principio inconmovible filosófico o religioso que no sea la conciencia, hundiéndose paulatinamente en las arenas movedizas, ateas y afilosóficas del perpetuo cambio y la heterogeneidad del tiempo histórico, volviendo al hombre en una fiera  trabada con la caterva de los oportunistas.  Se trata, en el fondo de la efímera consagración del tiempo inmanente como valor ametafísico: de la no-trascendencia como moneda de cambio sin el apoyo imaginativo y religioso de la “otra vida” o del “otro tiempo” -para el cual no hay promesa. La modernidad, decía, ha dado a colación un tiempo insustancial y camaleónico, cuyo centro angustiado, e incluso roído de desesperación, recuerda el festival carnavalesco de las máscaras efímeras, o las capas de la alcachofa cuyas cortezas en sí mismas no se refieren nunca a ninguna semilla o centro sustancial, sin núcleo o corazón comunitario donde coordinar las orientaciones.
   Tiempo frágil, pues, cuya única tradición ha sido la abigarrada “tradición de la ruptura” -tradición ambigua destinada a negarse a sí misma.

IV.- La Cultura Mexicana
   Al entrar la humanidad en el tercer milenio los anuncios del fin de toda una era histórica, la cultura moderna con su imagen, figura y concepto del mundo, se expresan por todas partes en dolores que acoso sean de parto intensa y extensamente concentrados y derramados sobre la humanidad en relevo. Anuncios también acaso del arribo de una nueva cultura de la libertad hacia el bien.
   La llamada crisis de la modernidad acaso radica radicalmente en que sus valores y bienes han dejado en parte de ser auténticamente presentes, verazmente atractivos o creídos con fe viva o solicitados de forma eficiente .mientras que los bienes y valores llamados a sustituirlos todavía no se presentan en la claridad de su rotunda nitidez. La historia ha conocido ya antes, como hoy, otros periodos de aguda confusión y escepticismo, de desilusión y desencanto. Desórdenes anímicos que sobrevienen cuando los valores vigente de una cultura vacilan o empiezan a ser sustituidos por los valores nuevos que habrán de tomarles el relevo real en el tiempo.
   Empero, en la muerte de la modernidad la desilusión ha de ser sustituida por el entusiasmo del inicio, el cual no puede expandirse hasta desarrollar cabalmente su idea o concepción del mundo cabal, como otra filosofía de la madurez de la vida, que remplace a la filosofía juvenil de la moderna, que se ha vuelto o senil o en el caso riesgosa profundamente infantiloide, irresponsable y evefrénica –aunque levantando, conservando y superando en otro nivel o en otro registro su momento de verdad.
   En un sentido fuerte la crisis de la cultura moderna es una crisis social, pues se concentra igual en el individualismo feroz del solipsismo monadológico en cuyo furor fáustico o desmesura (hibris) se da una patética regresión del hombre hacia la animalidad (género próximo, pues consiste meramente en el imperativo de expandir el radio de la propia libertad del sujeto... motivado por... la voluntad de dominio, por las razones que aduce el fantasma romano del poderío del individuo –la cual, además de caer en el vicio contrario del muégano del gregarismo esta destinada a romper también con los lazos de fraternidad de la comunidad, rompiendo así las relaciones de simpatía y axiológicas con el prójimo, con el próximo y el cercano.
   No es posible alterar los módulos vitales de la existencia humana sin causar algún desbarajuste en su imagen histórica completa. La modernidad se dio a la tarea de ensanchar el módulo de la vida correspondiente a la edad juvenil, tiempo del goce y del experimento creador, es verdad, pero también de la irresponsable apetencia del tiempo. La madurez, que es propiamente la edad de las pasiones, requiere para su perfecta florescencia de que algunos módulos vitales no se alteren en lo absoluto, dando con ello cause a que las pasiones crezcan firmes y se fortalezcan a su tiempo. Más que la aceleración, pues, requieren del retardo, de la maceración interior que da a los frutos espirituales su perfecta plenitud. Filosofía, así, no del vértigo y de la aceleración juvenil, de la distancia y el retardo, de la lentitud en la cual las pasiones pueden vivirse con una consistencia literalmente infinita. Época, pues, en la que no falte tiempo para todo, sino en la que para todo sobre el tiempo y no haya un instante para nada –y cuyas condiciones de posibilidad están inscritas en el suelo mismo de la querida provincia mexicana.
  No queda así, en la previsible alborada de la nueva edad que se inicia, empezar por rearticular una filosofía de la salvación de las circunstancias, de la libertad hacia el bien que, conservando el fruto más puro de la filosofía moderno-contemporánea, que es el de la libertad y de los derechos individuales, pueda subir un escalón más en la evolución del ser humano. Arribar pues así a la meta en donde se prescribe un nuevo derecho: no sólo a la autonomía formal del carácter (Hegel) sino sal derecho de la libertad de realización de cada individuo y de cada comunidad: el derecho pues, de llegar a ser lo que realmente se quiere, atendiendo el individuo y la sociedad para ello a las características, a las aptitudes y predisposiciones carácter de cada miembro del grupo –para que cada sujeto así realiza el destino inscrito en su naturaleza, enderezado en un sentido benéfico para el mismo y la sociedad.
No queda entonces sino impensar por sentar las bases de una comunidad de libertad hacia el bien, que fortifique los lazos de hermandad y comunidad entre los hombres –guiándose para ello del rescate filosófico de las esencias, de las sustancias y de las diezmadas especies del mundo en torno, animal vegetal y mineral pero también del mismo paisaje inanimado, no menos que de la naturaleza humana bien formada. Esta tarea incube sobre todo al órgano constituido por las Humanidades (Historia, Literatura y Filosofía), pues es acaso la verdaderamente única de su competencia específica y de su conocimiento eminente de la realización de la libertad humana hacia la dirección ascendente del bien. 
   Imposible tomar a la cultura como una herencia de signo positivo en todos los casos .por el simple hecho de estar partida la naturaleza humana en la raíz misma de sus ser por las posibilidades de lo bueno y lo malo. La cultura está marcada también por s doble signo, impregnando en uno u otro sentido toda obra o acción individual o colectiva, toda creación y toda gesta de la humanidad.
   La cultura que en su inspiración y espíritu resulta bondadosa, como todo lo humano puede cambiar de signo, pervirtiéndose cuando mana de la voluntad de poderío, cuando se hace cómplice de la soberbia o de la dominación o de la codicia, cuando se abisma en el espejo abismado de Narciso o cuando queda preso en el oscuro calabozo de la desesperación o incendiada por los grilletes combustibles del resentimiento.
   De la cultura pasada, clásica y moderna, cabe rescatar aquello que consideremos bueno desde el punto de vista de los bienes que nos propongamos realizar en el futuro –pues valores y bienes ideales en el presente siempre estarán en renovación incesante, no siendo sino la sobra anacrónica que arrojaran sobre el pasado las realizaciones futuras.

   Tal rescate ha de tener como línea de continuidad y como rasgo articulador la unidad de lo que se entiende por la voz “hombre” por la vos “ser humano”. Se trata de la misma enseñanza dejada por Alfonso Reyes y por José Vasconcelos: la convicción de que la cultura mexicana, esa patria temporal e histórica, es la heredera legítima de todas la culturas de occidente, y que como cultura cosmopolita de glorioso pasado prehispánico, ha de realizar el anhelo de la nación: ser la cultura mexicana por su destino, por sus predisposiciones a aptitudes de carácter, un modelo de la verdadera cultura universal por venir.                     



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