jueves, 26 de junio de 2014

José Luis Ramírez: el Río Bañado Por Alberto Espinosa Orozco

José Luis Ramírez: el Río Bañado 
Por Alberto Espinosa Orozco 


I
   Meticuloso observador imperturbable, el maestro José Luis Ramírez ha sabido enfrentar tato los complejos de la psique humana como sus epifanías.  Con las armas estéticas de la reflexión el pintor se sumerge ahora en una doble reflexión, a la vez profunda e impecable, la cual versa simultáneamente sobre la naturaleza elemental del agua y sobre la naturaleza espiritual del alma humana. A partir de la descripción pictórica concreta del cuerpo humano el artista ha ido examinando detenidamente sus reacciones al tomar contacto con el agua, tanto en su relación con la figura femenina y masculina, en una meditación sobre el alma humana que se despliega entera a partir de la escena, solitaria y reflexiva, en que el cuerpo mismo es purificado por el agua.                                                    
    Las escenas que el pintor nos pone directamente ante los ojos reverberan entonces de un contenido a la vez concreto y simbólico, presentándose el agua inmediatamente como espejo, como el mágico lugar de las apariciones que nos llama para citarnos cotidianamente con nosotros mismos –aislándonos y alejándonos, aunque sea por un momento, de los otros y de la baraúnda del mundo, de sus dichas, desdichas y de sus desencantos, no para hundirnos en la inmanencia del ser y de la inquietud existencial, ese confinamiento que es olvido de la luz, sino para zambullirse en ella con el alma entera y salir al mundo de nuevo otra vez fortificados.

   El tiempo es un río que resbala por un cauce inmutable de roca, que es lo eterno -sin embargo, en la contingencia de su mortal carrera, el tiempo va dejando sobre la superficie del cuerpo las huellas de su paso por la fricción del tropel de las arenas. Así, en los recovecos de la psique humana quedan también grabada la memoria del agua detenida, lastrada por el fango de la vida, por el lodo que se  mezcla en los actos del deseo terrenal, que estancan al alma en los pantanos de las energías inconscientes, donde queda apresada por los excesos destemplados, por las motivaciones secretas y desconocidas del vegetal dormido o del demonio y el animal que nos habitan.
    La reflexión es un tipo de pensamiento: es hacer balance del día por así decirlo, o de una etapa de la vida; es poner nuestras acciones en el centro, por medio del recuerdo y verlas en esa caja de cristal reflejante, para juzgarlas; es en principio mirar reflexivamente nuestro propio comportamiento. Lo importante entonces, como en todo pensamiento, es dar con la formula justa, quitar la paja del grano, analizar, dividir, aislar, y poner en términos claros una situación, o una acción. Es poder decir: ah, así fue, fue por esto o por aquello que actué de tal o cual manera -pero verlo con toda precisión, y entonces poder ver cómo es que pasó tal o cual cosa, aceptándolo con toda objetividad.


   La reflexión, es tipo de pensamiento donde nos miramos a nosotros mismos para hacer un balance de las acciones del día o de la vida, equivale entonces a un baño que nos purifica por el fuego, que nos empapa enteros y que nos lava al mostrar lo que hay en nuestra pisque de tierra reseca y resentida, de marisma, de estanque o de pantano, al contemplarnos a partir de la frágil desnudez de nuestros cuerpos solitarios. Y así, sin protección, ajenos otra vez a las vestiduras y a las galas, como fuimos una vez en el origen y cual seremos al final de la carrera., nos encontramos a nosotros mismos frente al espejo de nuestro propio pensamiento, completamente inermes, desnudos de armaduras, de máscaras y afeites.  Reflexión cotidiana y diluida que pasa como sin querer frente al espejo de los propios ojos y que de pronto, sin embargo, se vuelve colectiva por virtud de los ojos del artista.
   Y es así que nos volvemos a ver otra vez y nos pensamos nuevamente al mirar de frente los tatuajes que  imprime en la piel el tiempo vencedor. Reflexión pictórica, pues, que desde la ducha exhibe lo que hay en el cuerpo solitario de voluminosa pesantez, de dura tierra, de plomiza piedra que el pecado herrumbra y el silencio domestica, de erosionado desgaste pertinaz donde se marca el declinar de sus turgencias, su pérdida de energía, su fatal agostamiento, esas pruebas del tiempo y materia que menguan y humillan la condición humana. Pensamiento también que revela el espacio donde se muestran nuestras alas y las posibilidades de nuestro espíritu en lo que hay en él de ingravidez y de vaporoso vuelo aéreo. Pintura compleja de la José Luís Ramírez  caracterizada por su amplia gama de matices, que exhibe también lo que en el cuerpo humano hay de acción por medio de la representación de la luz del calor corporal. Baño de fuego, pues, que condensa en los ojos del artista lo que hay en su ablución de energía viril, de rayo o del relámpago, para traer vida y salud. Baño estético redentor también, pues el agua que cae de sus cuadros como la lluvia que al mojarnos nos humecta pasa, llevándose del cuerpo el polvo de los días, para así rejuvenecernos al borrar en su fluir nuestras angustias. 


II
   Así, el agua que fluye, densa, desde arriba, es detenida y suavizada en la visión del pintor, quien nos muestra con detalle su peculiar naturaleza a la vez elemental y envolvente, líquida y masiva, que recorre humectando el cuerpo no menos que la psique humana para dejar al paso de su rítmica carrera el recuerdo de un centro de paz y de una estela de luz, la memoria de la fuente primordial y del manantial primero de donde todo nace, para rejuvenecidos volver nuevamente a la vida. Todo ello por virtud de la reflexión del pintor, donde se combinan sin confundirse la doble naturaleza simbólica del agua, desplegada en dos vertientes rigurosamente opuestas que se entreveran en dos planos simultáneos. Por un lado, la visión del agua como voz y  lluvia poderosa, que fluye desde arriba, como una semilla uránica tocada por la luz ígnea del cielo, adoptando por ello el valor potencial del pensamiento, del fértil logos, del verbo generador, apareciendo entonces como un agua seca y de luz que conlleva las virtudes purificadoras del entusiasmo y del valor, de la audacia, de la generosidad y de la nobleza: es agua fecundante, en cuya fuerza primaveral se detecta su búsqueda insaciable del agua húmeda, del agua fértil de la creación, para ser engendradora –limpiándonos con ello de la ira, del odio y la crueldad, de la venganza y de la fuerza despótica. Por el otro costado, aparece a su vez el agua blanca, tocada por la luna, que nace de la tierra para asegurar la fecundidad, que se vuelve solidaria de las energías femeninas de lo envolvente y pasivo: es el agua quieta, cariciosa y sentimental, ligada por tanto a los placeres sensuales que promueven la ternura y la receptividad, pero también la compasión y el perdón –lavándonos con ello de los vicios de lo indiferenciado, del fanatismo, de la desidia e inmoralidad que conllevan sus fuerzas inferiores.


   La ambivalencia simbólica del agua aparece entonces en la reflexión del artista bajo el diapasón de las expresiones psíquicas de pesar o turbiedad, pues el agua que es lavada por el agua también purifica a la figura masculina del vértigo que engendran las fuerzas ígneas y volátiles del pensamiento, de la ceguera que las extravía en lo informal, en las posibilidades de lo meramente virtual, en la infinitud inane de lo ideal, donde al conjuntarse todas las promesas de desarrollo sobre la masa indiferenciada del cuerpo amenazan en su onanismo con la reabsorción del hombre, con disolverlo totalmente en el contingentismo de lo meramente posible, sucumbiendo entonces por ardor bajo el poder del agua quemada o del volumen transparente.
   El agua fluida afecta por su parte a la figura femenina por medio de la psique inferior,  tendiendo a la disolución del río que al derramarse solamente hacia la altura del abismo, se pierde en el mar. Doble riesgo, pues el agua homogénea tiende a extenderse horizontalmente y a reposar pasiva, volviéndose así entonces cárcel envolvente que sujeta a su presa para apropiársela; o que cae en la molicie del cuerpo, por amor de la pura sustancia transcursiva o de la mera exterioridad de las arenas, para coagularse entonces en las aguas ancladas y añubladas del estanque. Materia prima, poder cósmico del océano de los orígenes, el agua entraña así el peligro de perdernos en el caos sin cubre de la indistinción primera.


       La tierra es fría como el agua y seca como el fuego; el aire es húmedo como el agua y caliente como el fuego. El agua en cambio es fría y húmeda, pero tiene algo del aire y algo de la tierra; del aire cuando adopta fuego para ir al cielo, de la tierra cuando el agua le da su humedad para que de la vida -porque los elementos participan unos de otros y girando están en continua rotación. Río bañado, pues, donde se alían el agua de fuego con el agua de la tierra para hacer descender la gracia de las aguas superiores y elevarnos luego hacia las nubes, y para estabilizarnos también al aterrizar en las posibilidades formales de la concepción, desembocando los ríos en los lagos femeninos, cuyos frutos de fertilidad y pureza son también los paisajes de la sabiduría, de la gracia y la virtud. Pintura, pues, que como el agua del caos y del principio nos lleva por un momento a las faces pasajeras de regresión y desintegración del cuerpo, pero que conduce finalmente en su proceso a un estadio progresivo de reintegración del cuerpo y regeneración del alma humana.
   Así, el arte de José Luis Ramírez nos conduce también por una serie de sensaciones agradables al conectar con el fluir dichoso de los movimientos internos corporales, reavivando el invisible mar que nos habita con todas las fluctuaciones de sus deseos y sentimientos. El agua aparece entonces como fuente de fecundación del alma que anima el río interior de la existencia humana –para entibiar el hielo duro y la falta de calor del alma dura y estancada,  ausente del sentimiento vivificante y creador. 
   Pasaje momentáneo también por la oxidación del cuerpo seco y por sus impurezas, por las vergüenzas del cuerpo y sus arrugas, manchado por el error, la imperfección y la inconsciencia del espíritu, y que nos hace buscar, por la angustia ante las tinieblas del mar profundo y las aguas inferiores del reino de lo inconsciente, el agua de vida y la sabiduría regeneradora. Inmersión, pues, en las aguas redentoras, que simultáneamente es muerte y vida, que al borrar la historia da la muerte al hombre viejo regenerando al ser y nos prepara así para un nuevo nacimiento.
    Pintura, efectivamente, a la vez realista y simbólica, que en la narración de una serie de imágenes concretas nos conduce por el camino de una suave inmersión en la cascada con que comienza el día, por esa agua de lluvia que tiene algo de rocío y de retozo -pero también de muerte simbólica y de bebida saludable. Agua que combina la semilla del cielo y la sabia de la vida: el agua de fuego con el agua purificante que es espuma. 


III
   Arte el de José Luis Ramírez que manifiesta una gran sed por lo concreto, pero que no por ello deja de ser extraordinario y manifestar lo trascendente. Arte, pues, que al sumergirse en la profunda observación de la psicología humana infatigablemente ha buscado un claro criterio de contemplación del mundo que se tambalea en nuestro entorno, alejándose de las económicas abstracciones generalizadoras. Riguroso oficio que en labor de ascesis, de maceración del cuerpo y purificación de la carne, desemboca en una pintura que revela bajo el claro prisma y crisol de su mirada, a través de la descripción narrativa de las figuras más inmediatas, todo lo que hay en ellas de epifanía y de comunión con la naturaleza de los elementos y con la vida toda que nos rodea.


   Es así que la función vivificadora del agua es retratada por los oleos del pintor para volverla a impregnar de luz, convocando a los sueños vaporosos y evanescentes de la infancia, pero también para convertirla en carne animada por el logos del espíritu y por la orientación del sentido. Pintura que realiza una minuciosa descripción del cuerpo bañado por el agua, que nos lo hace ver reflexivamente al rebotar el pensamiento sobre el espejo de la psicología, haciéndonos ver el alma humana con todo lo que hay en ella de vida, de fuerza y de pureza, sintiendo así y haciéndonos sentir como es el agua cascada que cae sobre el alma, como es que es remedio que se lleva el pecado y que nos lava y cómo es  que así reconforta el interior de la persona, haciéndonos saber por último, no sólo lo que hay en el agua de sinsabor descolorido o estancado pozo, sino sobre de fuente y de agua viva, de fuerza torrencial y de palabra –abriendo con ello, a su manera, un manantial y un pozo de esperanza en las llanuras de ese país de la sed que es nuestro cuerpo. 


   Reflexión, pues, sobre la soledad del hombre, sobre el terrible desamparo que es ser hombre, pero que a la vez y todo el tiempo muestra la presencia del agua cotidiana y bienhechora, el agua de la regeneración periódica y primordial de la vida, del amable líquido que nos purifica y que nos lava del insidioso polvo del tiempo y del terco hollín de la caverna. Pintura, pues, que se piensa y se refleja a sí misma en un arco líquido para volverse pensamiento y pausa, cuerpo detenido, pero también caricia, espejo, espuma.


Durango, 13 de febrero del 2013




Religión Postmoderna o Modernas Herejías Por Alberto Espinosa Orozco

IX.- La Revuelta de las Ideologías: 

Religión Postmoderna o Modernas Herejías
Por Alberto Espinosa Orozco 

A Chema Espinasa 


XXIV
   La dialéctica de la modernidad ha resultado un suelo fértil para el crecimiento de las herejías, de los errores, de las locuras cultivadas. Al estar fundada en la religión inmanentista del progreso material, de la novedad y el cambio, que inevitablemente ha llevado, en sus expresiones más radicales y violentas, a las disonancias de lo excéntrico y lo extremoso, abriendo incuso el paso, tan alegremente como estéticamente, a la transgresión de las normas. Su signo, así, es el de la confusión generalizada de los caminos, en una especie de insistencia en el errar y en el error, renovados y revitalizados por el tiempo, sin cesar, bajo la forma de truismos, lugares comunes, supersticiones consensadas o de encubiertas herejías.
   La figura del intelectual se ha vuelto de tal modo en nuestro tiempo mermada, como extemporánea, oculta o sumida bajo la aplastante publicidad y propaganda oficial, debido a su insoslayable tarea crítica de combatir y luchar contra las confusiones y herejías de la actualidad. Porque la verdad, como aquella estatua en el desierto de la que hablaba Albert Einstein, es olvidada rápidamente, cubierta por el viento abrasivo y la arena, por las confusiones y los errores que vienen de todos lados y reaparecen sin cesar, mutando, bajo formas cada vez más novedosas, más atractivas, más fascinantes –estatua que el esfuerzo humano por el saber debe limpiar constantemente, para asegurar la continuidad de la nobleza humana.
   El mayor peligro de la novedad es lo que puede haber en ella de ideología, de espejo deformante de la realidad, que sobre todo enturbia o anula en el hombre el conocimiento de sí, abriendo en cambio las puertas de la frivolidad, de la superficialidad, de la vanidad, de la ligereza, de la burla o del azar, oscureciendo o perturbando la interioridad espiritual del ser humano. Uno de sus efectos más notables es el subjetivismo rampante de nuestra edad, de extremismo sentimental, en el que cada uno juzga por la apariencia, con el rasero de la mediocridad, dentro de las estrechas fronteras que le permiten al hombre moderno sentirse cómodo dentro de sí, dentro de su pequeñez, volviendo aceptos sólo a aquellos que no les dan problemas, sin encanto y sin magia, presos en la red de convenciones del lugar común. Lo cual revela, sin embargo, la incapacidad del hombre moderno de juzgar impersonalmente, con un criterio objetivo, no personal, supraindividual –imposibilidad que a su vez lo imanta inversamente contra la tradición, contra la religión toda.  

   En materia de arte tales criterios impersonales han sido también adulterados: se apuesta, en cambio, al arte por el arte (esteticismo), al arte de la tendencia social (por el precio y la asignificación abstracta), por el valor de lo espontaneo, por el arte nacionalista, por el arte proletario, por el arte campesino, olvidando con ello que cada comunidad tiene sus formas propias de expresión que el artista individual no se puede suplantar: el folklore, el simbolismo popular, las artesanías tradicionales, los mitos y símbolos colectivos. Mientras que el artista se diferencia precisamente por ahondar, por profundizar en su experiencia personal y pulir su actuación individual.
   La religión inmanentista del progreso, del cambio, de la transformación y de la novedad, ha impuesto a escala social la ideología del inmoralismo, maquiavélico, donde no hay culpa, el pecado no existe y todo está permitido, en una especie de deificación del poder por el poder mismo. Incluso el mismo ideal de justicia social ha tenido que pagar el alto precio de socializar al hombre para realizarse, esclavizándolo a cambio en una estructura clientelar, de férula, de partido o de estado. Todo lo cual ha redundado en precipitarse el hombre moderno en las metafísicas inferiores, en el espritualismo cartomarciano, en la bestialidad, en la animalidad, en la embriaguez o en la bajeza, ya sea por ignorancia o por temor. Refugiarse en un absoluto de esencia tóxica, en la incoherencia, en las místicas perfumadas, en las certezas accesibles a todos o en la herejía, ante la amenaza física o moral, para perderse, para obnubilar el insoportable sentimiento de tristeza del individuo afligido, solitario y escindido.


    Movimientos todos ellos de fuga del centro espiritual de la persona, que hallarían la salida de las aguas pútridas o revueltas de la modernidad en movimientos de escucha, de “parada en sitio” y de contemplación, para así poder resistir al sufrimiento y aceptar el dolor y sus profundos misterios, para alcanzar un estado de paz, de serenidad, de quietud –por medio de gestos de atención y movimientos voluntarios del ánimo, como cerrar los ojos, ritmar la respiración, taparse los oídos o llevarse las manos a la cabeza, de meditar o de mirar hacia lo alto. En una palabra, por medio de la ascesis: de dominar los instintos humanos, demasiado humanos, como el impulso sexual o la envidia, desprendiéndose de esas capas inferiores de la animación humana, de oponerse a la naturaleza humana para estar más cerca de lo divino y, sobre todo, para recuperar el sentido de la salud y del bienestar espiritual.
   Repetición de lo mismo en el fondo: del circular drama humano, porque debido a una extraña amnesia, surgido de la humedad y el barro del mundo, el hombre no recuerda, ni reconoce y se olvida del centro de su alma, que es el centro de su ser. La herrumbre del pecado original, las presiones generacionales e históricas de un tiempo en ruinas, extremoso y excéntrico, la mancha de nuestro de origen  y de las propias faltas, que oscurecen el conocimiento de la piedra de que fuimos desprendidos, la altura de la cual hemos caído. La ascesis, así, al devalorar el mundo, la vida más vida y todo lo humano demasiado humano, tiene como función estrecharnos, angustiosamente, contra nosotros mismos, por medio de la aflicción, para así individualizarnos, enfrentarnos con nosotros mismos, con nuestra nada individual, para purificarnos y poder retomar el camino del centro.


XXV
   Las ideologías políticas y las doctrinas de la rebeldía contemporánea, que sirven al poder opresor de un grupo sobre la comunidad, es un cristal deformante de la realidad que se cierra como una pinza sobre el hombre de hoy en día: modificando, por un lado, las notas esenciales que definirían los sectores de la cultura (reduciendo, por ejemplo, la filosofía a una mera analítica de conceptos, sin orden sistemático, dejando por tanto la filosofía de ser lo que es; paralelamente, un arte no representativo, puramente abstracto, que deja de ser arte para convertirse en un objeto, que dice lo que sea, cualquier cosa o una misma cosa:        que es muda, que no dice nada); por el otro, llevando a cabo una completa trasmutación de todos los valores, como anunció Nietzsche en su momento.
   La trasmutación de los valores no intenta así la renovación de un valor olvidado (reivindicación), sino que vindica como valor lo que no tiene trascendencia o espiritualidad alguna: el ahora, la inmanencia, regidos por el principio del azar y de la contingencia –pero que sólo valen por estar presentes, por su mera existencia, es decir, por su apariencia, que es lo que el tiempo se lleva al sumergirlo en las aguas amorfas y sin memoria del devenir.  Cosas, por otra parte, reveladoras del desprecio que el hombre moderno siente por las esencias… en razón directa del inmoderado amor por las nudas existencias, concretas, individuales. Nueva divinidad la del progreso moderno, cuyos ídolos de barro son propulsados por el motivo hedónico del erotismo estéril o por el motivo crático de la expansión de la propia voluntad –detrás de cuyas fronteras se ocultan las fuerzas oscuras y centrífugas del materialismo: los apetitos de la carne y del pensamiento, desde el consumismo a la vanidad, pasando por la avaricia, la mentira, la lujuria. Pasiones subjetivas, qué duda cabe, pero a la vez aceptadas de forma convencional por los muchos, masificando al hombre o y haciéndolo mero ser gregario sin verdadera intimidad ni verdadera individualidad (enajenación).


  Las ideologías de dominación, que tan abiertamente invitan al lucro, al consumo, a la dispersión y el entretenimiento, a la idolatría del placer, del poder o del dinero, mantienen así al hombre moderno como hechizado o dormido, impidiéndole ver sus profundas heridas interiores, que aquejan su alma en una serie de fenómenos de desequilibrio, perturbación e insatisfacción –que la vanidad como un rígido escudo esconde, y que la dura voluntad del orgullo expande para petrificar el corazón y enfriarlo, rompiendo de tal forma los lazos de participación, comunicación y hermandad con al prójimo.
XXVI
   La crisis del hombre contemporáneo se ha resuelto como una falla generalizada del mundo en torno –una de cuyas fuentes es la pulverización de los sistemas filosóficos en la analítica de los conceptos aislados, siendo paulatinamente remplazados por ideologías tecnológicas, por doctrinas políticas o por falsos ideales instantaneistas de la fortuna, la novedad, el cambio o el ahora, alterando por tanto profundamente la esencia o naturaleza de la filosofía misma e incluso de la ética, arrojada en la autonomía de su zozobra a los estrechos criterios subjetivos de la propia prudencia individual.
   La falla del mundo en torno fuerza así al pensamiento a volver al principio de la razón: al pensamiento de las esencias, de las formas puras: estables, firmes, inmóviles, eternas –por una necesidad existencial, angustiosa, de seguridad trascendente, a fin de de cuentas religiosa. Necesidad del pensamiento, pues, de volver  al principio de todas las cosas, que son las esencias –singularmente la divina. Necesidad de volver a Dios, de religarse con Dios, que es todo, para poder participar de su existencia y alejarse así de todo errar o error, y para que todos los seres lleguen a ser como son y como han sido. Pensamiento de la eternidad, del ser que es en sí y por sí, prefiriendo sobre las cosas mundanas y pedestres mirar nuevamente hacia lo alto, en una vuelta de amor al Dios del cielo y a las cosas celestiales y trascendentes –pues el hombre es como un árbol invertido, cuyas raíces van de la mente hacia lo alto para volver cargadas de luz hacia él.
   Centro o núcleo de la filosofía es concebir los objetos, en sucesivos grados de abstracción o generalidad, para determinar su lugar en el todo (la realidad absoluta), siendo así posible filosofar sobre cualquier objeto. Incumbencia esencial de la filosofía es pensar el puesto del hombre en el cosmos (tanto específica como individualmente). Pero no solo tomando al todo como una estructura abstracta o todo universal (totum, hollon), sino en sentido de una acción recreadora o en un esfuerzo consciente de reconstrucción, urgente y ab integrum, del ser humano (panurgía, pantología).


   Es cierto que las filosofías son esfuerzos por concebir la realidad en su totalidad; no lo es menos que en el fondo han sido desde sus orígenes esfuerzos de instrumentalizar conceptualmente la religión. Es por ello que los grandes sistemas filosóficos clásicos del pasado han culminado como sistemas metafísicos del universo, que a su vez descansan en la religión de fe trascendente. Porque religión, ética y moralidad tratan en el fondo del mismo objeto, el más importante de todos: la felicidad y salud moral del hombre, ligadas o en relación con Dios.
   Desde el punto de vista metafísico, si algo da razón del hombre, de su naturaleza o esencia, es la inmortalidad de su alma (diferencia específica) y no su animalidad (género próximo) –de la que a su vez sólo puede razón la eternidad Divina. El alma entendida no como la cadena de eventos psicomentales, sino como entidad ontológica, que es el centro de su ser y en cuyo seno o intimidad tiene el hombre su relación con Dios. Así, frente al extremismo y excentricidad a que inducen al hombre moderno las ideologías contemporáneas, que extravían el centro del alma humana, queda como  opción volver al camino del centro, mediante una ética que vuelva su mirada hacia Dios, por la vía natural de la moralidad.




miércoles, 25 de junio de 2014

La voladura del Palacio Federal de Zacatecas, el 23 de Junio de 1914 Por Bernardo del Hoyo Calzada

La voladura del Palacio Federal de Zacatecas, el 23 de Junio de 1914.
Por Bernardo del Hoyo Calzada

El Palacio Federal, en otros tiempos “Palacio de la Real Caja de Zacatecas”, construido en el siglo XVIII.
Muchos historiadores dan la razón a Villa de haber matado al Teniente Coronel Leobardo Bernal culpándolo de la explosión y voladura del Palacio Federal, cuando fueron sus constitucionalistas los que provocaron este desgraciado suceso, porque entre las ruinas estaban federales y revolucionarios. No se investigó, ni hubo juicio legal. Pancho Villa quería hacer creer que los fedérale habían volado el edificio para no dejarle el parque, así comenzó la historia oficial de la Toma de Zacatecas, los liberales en favor de Pancho Villa y los conservadores como don Manuel Martínez y García, dando a conocer la realidad de las cosas, otros historiadores zacatecanos han distorsionado la historia de la Batalla de Zacatecas para fines políticos y otras cosas, sin investigar a fondo los procedimientos de Pancho Villa, como los dio a conocer Guilly en el periódico “El Pregonero”, de Zacatecas, el informe de León Canova, que coincide casi con el de Martínez y García.
León Canvoa dice que: “El responsable de esta atrocidad fue el coronel Bernal, el jefe político de la Ciudad bajo los federales. Lo apresaron al día siguiente, escondido en el Hotel Francés. Cuando lo llevaron ante el General Villa acepto su responsabilidad por la explosión. Fue fusilado de inmediato por orden de Villa.
Manuel Martínez y García, en su libro Reminiscencias Históricas Zacatecanas. Nos dice lo siguiente.
“Días antes había sido fusilado el Teniente Coronel don Leobardo Bernal, que durante el asedio había fungido como Jefe Político de la Ciudad, y quien fue víctima de una infame delación de parte de un extranjero; al Coronel Bernal, se le imputa haber minado la Ciudad, embuste absurdo e imbécil que solo los tontos y los necios aceptaron, pues si tal cosa se hubiera hecho, la catástrofe más espantosa hubiera sucedido, ya que por la conformación del terreno de esta Ciudad, así como por los innumerables túneles mineros que existen en el subsuelo, hubieron producido una horrible hecatombe. La suposición se basa en la voladura del Palacio Federal, pero esta se efectuó en virtud de que había almacenados en los salones gran número de bombas explosivas y sobre todo unas máquinas infernales que el Gral. Argumedo había quitado a los revolucionarios que operaban en la vía de San Luis Potosí, y los cuales estaban fabricadas con las capsulas que se usan para exportar el carbono líquido y que por sus dimensiones y conformación se prestaba para hacer maquinas eficientes y terribles por el gran radio que alcanzaban, y al caer la plaza en poder de los rebeldes muchos de estos sin tomar precaución alguna se dirigieron a las bodegas de dicho Palacio, y como no encontraran las llaves empezaron a disparar sus armas con el objeto de romper las cerraduras, algún proyectil inflamó las bombas y se produjo la voladura, que a otras circunstancias o sea minado hubiera hecho una hecatombe horrible, y no solo se hubiera derrumbado, como sucedió; pero explicar tal cosa hubiera sido perfectamente inútil, puesto que se mataba porque si, como aconteció con el joven Tomas Medina, fusilado solo porque dijo que era pariente del General Medina Barrón. En la Explosión del Palacio Federal murió el Señor Lic. Manuel Magallanes, Magistrado al Supremo Tribunal de Justicia, junto con su familia, no habiéndose salvado sino un hijo pequeño, sacado milagrosamente ileso del derrumbe.
Tal hecho se debió a que la casa habitación del Sr. Magallanes se encontraba pegada al Palacio y al caer este, y como la explosión sin duda se verifico en aquel costado, por estar ahí los almacenes de explosivos, se desplomo la casa. Una botica, propiedad del Sr. Dr. López de Lara que se encontraba establecida en los bajos de la casa referida también se derrumbó.” (Ver lo de Víctor Hugo Ramírez Lozano “Milagro en la Toma de Zacateca de 1914”). 25 de Junio de 2014.




Fotografía colección: don José Manuel Enciso González. 

lunes, 23 de junio de 2014

La Toma de Zacatecas: la Repartija Por Alberto Espinosa Orozco

La Toma de Zacatecas: la Repartija
Por Alberto Espinosa Orozco


I
   La Toma de Zacatecas tuvo dos capítulos; el registrado en 6 de julio de 1914 cuando las fuerzas de Pánfilo Natera asediaron la ciudad y se enfrentaron a las fuerzas de Victoriano Huerta, siendo derrotadas por el general Benjamín Argumedo el 14 de julio; y la batalla decisiva, una semana más tarde, en que la famosa División de Norte ataco por todas partes aquella plaza, estando comandado el ataque por Felipe Ángeles quien se adelantó a las acciones para reconocer el terreno y fijar las posiciones estratégicas, asistiendo en persona el general supremo de aquel inmenso y fabuloso ejército: Doroteo Arango, el mítico Centauro del Norte. A la postre las fuerzas federales fueron completamente envueltas y derrotadas por los insurgentes en la Villa de Guadalupe. La guerra civil detonada por aquella revuelta armada daba con ello cima al conflicto ideológico latente en la sociedad, que se apresuraba a entrar en la era de la modernidad, la técnica y el progreso, descrito por el bate jerezano Ramón López Velarde como un choque entre dos modalidades humanas irreconciliables: los católicos de “Pedro el Ermitaño” y los “jacobinos de la Época Terciaria”, quienes se odiaban los unos a los otros... con “buena fe”.
   La batalla de Zacatecas fue la más sangrienta y la mayor de las que tuvieron lugar en la revolución, teniendo como aglutinante la guerra contra el usurpador Victoriano Huerta (“El Chacal”).  Debido a la posición estratégica de Zacatecas, cruce de ferrocarriles situado en plexo solar geográfico de la nación, aquella batalla definió el rumbo de la revolución.
   La ciudad, de 30 mil almas, había impresionado a atacantes y defensores por su belleza de pulida gema y zozobrante pintoresquismo barroco: en ella una población reacia a la alteración de las costumbres se posaba en aquella encantadora miniatura, que tiene algo de tasita de oro y de argentino dedal, en que numerosas personas, vestidas de negro en su mayoría, subían y bajaban por las calles perdidas entre las heladas barrancas, dando a la ciudad el aspecto de las antiguas poblaciones religiosas. A lo lejos Felipe Ángeles contempló desde una montaña la estampa del águila formada por las apiñadas casas de la ciudad de Zacatecas, con el valle de Calera y de Fresnillo allá abajo, escrutando los cerros de la Bufa y el Grillo convertidos en dos posiciones formidablemente fortificadas.
   Villa llegó a Guadalupe el 22 de julio para comandar el sitio y ajustar los preparativos, planeado los últimos detalles junto con Felipe Ángeles, resolviéndose atacar Zacatecas por todos los lados a la vez.
   La rosada ciudad colonial era defendida por 12 mil federales armados con 12 cañones de 80 cts., dispuestos en los cerros de la Bufa, el grillo y la Sierpe. Más allá el crestón de la Bufa se instaló un poderoso reflector, con la finalidad de impedir los ataques nocturnos de los revolucionarios. La Loma de Santa Clara era defendida por el general Benjamín Argumedo con 600 hombres de caballería, mientras que la estación de ferrocarriles era custodiada a por Jacinto Guerra con 400 hombres a caballo. Diversos fortines diseminados por toda la ciudad con puntos de artillería completaban las fuerzas federales.
   El ejército revolucionario estaba constituido por 22 mil hombres de la División del Norte, más 18 hombres de la División del Centro de Pánfilo Natera, de los hermanos Arrieta, de Santos Bañuelos y de Domínguez, conformando una imponente marea humana de 40 mil almas apoyada por 40 cañones, 28 de ellos dispuestos por el norte y 12 por el sur.
   Los federales habían organizado dos líneas de defensa: la exterior, con puntos de apoyo en los cerros Tierra Colorada y Tierra Negra, en la villa de Guadalupe y en el cerro del Padre, y; la interior, con puntos de apoyo en el cerro del Grillo, en el de la Bufa, estos con emplazamientos de artillería, y en la loma del Refugio, Loreto, los Clérigos y la Sierpe. .    
   El cerro del Grillo cayó como a la una de la mañana, corriendo los soldados de las baterías federales por las calles de la encantadora ciudad colonial, presas del pánico. Cientos de ellos se desvestían en las calles, tirando donde fuera sus uniformes y sus rifles para no ser reconocidos.
   Después de terribles combates los días 21 y 22, los federales expulsados de la Bufa llegaron en total confusión a la Plaza de Armas, enloquecidos de espanto, en una visión lamentable de esa gente que huía de Zacatecas bajo una lluvia de balas, para ser finalmente masacrados por las fuerzas de la División del Norte en el camino de huida hacia la vecina ciudad de Guadalupe, registrándose la última batalla el día 23 de junio por la mañana. Los cañones rebeldes detonaron al mismo tiempo apoyando el despliegue las fuerzas de caballería y de infantería de las brigadas Morelos, Robles, Zaragoza, Villa, Cuauhtémoc, Hernández, Benito Juárez, González Ortega, con los generales Rosalío Hernández, Toribio y Maclovio Herrera quien atacó por la estación de ferrocarriles a Jacinto Guerra. 20 mil invasores inundaron las calles de Zacatecas con una lluvia de balas al grito de: “¡Viva Villa; mueran los pelones desgraciados!”. Entraron por las calles de Barrio Nuevo, Peñitas, la Pinta y Juan Alonso. Se extendió el fuego de granadas por el sur y el sur-este. Las fuerzas del general Pánfilo Natera tomaron el Hospital Civil en medio de una masacre. Uno a uno fueron cayendo los puestos de defensa. Al Medio día, el jefe de los federales Luis Medina Barrón ordenaba la retirada, reconcentrándose sus mermadas fuerzas, en la última fase de la batalla, en el centro de la ciudad sólo para ser cruelmente exterminadas. Gran cantidad de federales no lograron escapar, quedando atrapados en la calle de Juan Alonso cuando se dirigían a Guadalupe, siendo emboscados y masacrados sin piedad, muriendo 5 mil federales por 3 mil insurgentes en la batalla más sangrienta de todas.  
   Zacatecas se había convertido ese día en un infierno, sumido en una ola de destrucción que barrió la ciudad, produciéndose como crudo resultado lo que puede describirse llanamente como una carnicería.


   En determinado momento, como a las 5 de la tarde, hubo una terrorífica explosión en el corazón del centro, que hizo cimbrar a toda la ciudad: el Coronel  Leobardo Bernal había hecho volar la mina que estaba en el edificio del Palacio federal tomado como Cuartel General, cargado con grandes cantidades de municiones, cuando un gran número de soldados intentaba ponerse a resguardo de los rebeldes que entraban para tomar las instalaciones. Toda la manzana de edificios, desde el Banco Mercantil de Zacatecas de la familia Sescosse, que exhibía un enorme hueco, hasta llegar al comercio de “La Palma” quedó hecho un montón de ruinas. La Botica de Guadalupe del Sr. López de Lara se derrumbó, y toda la familia del magistrado Lic. Manuel Magallenes que vivía en los altos con 9 miembros, voló en pedazos, salvándose ileso del desastre un pequeño niño de 6 meses de nacido, el cual fue rescatado de entre los escombros 4 días después del incidente protegido por un ropero de roble; el Hotel Plaza y la casa de Don Nacho Flores quedaron severamente dañados, lo mismo que el Correo de México que se encontraba en la acera contraria. Cientos de cuerpos humanos y decenas de caballos yacían enterrados entre los escombros. La culpa de aquel incidente recayó sobre el jefe político de la ciudad, teniente coronel Leobardo Bernal, quien fue mandado fusilar por Pancho Villa –aunque luego se esgrimió la versión de que la culpa fue de los rebeldes, quienes habrían disparado sus armas para volar la cerradura de las bodegas del palacio de la Real Caja. El edifico virreinal del Siglo XVIII albergaba, en efecto, la caja fuerte de la pagaduría militar, por lo que los rebeldes villistas habrían de abrir la puerta a punta de pistola codiciosos del botín y por el ansia de armas -sin saber que adentro se ocultaban los abastecimientos de parque debido a que ahí se encontraba la jefatura de armas. A las 5:50 de la tarde la explosión, concatenada en tres tiempos, hizo volar la manzana entera, muriendo en aquella voladura 121 civiles, 89 federales y 35 revolucionarios. 


   Al día siguiente en la Plaza de Armas el espectáculo pavoroso de innumerables cuerpos apilados unos sobre otros completó la tétrica escena. A las 9 de la noche cesó todo combate y la ciudad se sumergió en las sombras. Para el día 25 de junio el espectáculo era dantesco: pilas de cadáveres se encontraban apiñados por toda la ciudad; poco después una serie de jorobas sobre el suelo aparecieron en la plaza de San Juan de Dios, en la Plaza de Santo Domingo, en la Plazuela Guadalajarita y en la Estación de Ferrocarriles, las cuales fueron visibles por mucho tiempo.
   Los 7 kilómetros que van de Zacatecas a Guadalupe quedaron llenas de cadáveres, al grado de impedir el tránsito de los carruajes. El 80% de los federales fueron muertos allí. La primera alegría morbosa de Felipe Ángeles pronto se transformó en duelo por aquella masacre. Las calles y los cerros de Zacatecas estaban tapizadas de cadáveres. El genio militar de Villa y Ángeles, junto con la ayuda de Tomás Domínguez, Pánfilo Natera y Santos Bañuelos, habían logrado tomar Zacatecas en 3 días.  


   Se cuenta aún hoy en Zacatecas que en esa batalla fueron tantos los cadáveres de hombres, niños y bestias, que tuvieron que ser incinerados en las calles y plazuelas; otros enterrados en fosas comunes o tirados en algunas bocas de mina. Al día siguiente recogieron en las calles de la ciudad 850 cuerpos sin vida y varios cientos de caballos inmóviles, procediendo a quemar a 3 mil cadáveres más en el camino entre Zacatecas y Guadalupe. Con siete mil hombres apostados en la Villa de Guadalupe Pancho Villa tomó las riendas de la región, mientras que detonaba una derrota indeleble a las fuerzas del usurpador general Victoriano Huerta, a consecuencia de la cual tuvo que pedir protección y huir a los Estados Unidos.

   Los daños a las casas particulares  y comercios fueron cuantiosos. El almacén de Jesús Soto fue saqueado, robando más de 2 mil pesos en mercancía, por las fuerzas villistas dirigidas por el general Rosalío Hernández que entraba por el norte.  La casa del Lic. Manuel Soto, donde tenía sus oficinas, fue completamente desvalijada, usando la parte inferior del inmueble como caballerizas. Lo mismo sucedió con la casa d Manuel Macedo y de su hijo Benigno, las cuales fueron entregadas a las fuerzas villistas desatadas por el azar. De los templos robaron pinturas de valor, sustrayendo de los altares imágenes y ornamentos valiosos. Los caballos, carruajes y automóviles de la gente acomodada fueron robados en su totalidad. Se apoderaron también de la casa del Sr. Luis Escobedo. La casa del Obispo de Zacatecas, Miguel de la Mora, sufrió también del terrible saqueo. Dos filibusteros profesionales enrolados entre las fuerzas villistas, el ex convicto Jim The Clark y el capitán villista Yondor Gloz, deserajaron la caja fuerte, y luego de robar todo lo que tuvieron a su alcance cargaron el enrome botín en varios trenes enviándolo hacia el norte, tomaron más de 200 mil pesos en metálico dando a Villa la mitad de su parte, degollándose mutuamente después por motivo de un entredicho. A 20 personas respetables, entre las cuales se encontraba Manuel Zesati, Eusebio Carrillo, el abogado José Torres, el comerciante Manuel Rodarte y el rico comerciante Cornelio Sauza, las obligaron a barrer ignominiosamente las calles –pareja suerte correría el editor y litógrafo Nazario Espinosa. Al poco tiempo muchos oficiales revolucionarios fueron apoderándose de todas las haciendas de la región a nombre de la justicia social.  




II
   Un par de años atrás, en de 1912, Don Nazario Espinosa, a los 72 años de edad, había incursionado por primera vez en política, postulando su candidatura para diputado, teniendo su fórmula como suplente a Benito Palacios en mancuerna, quienes apoyaban la candidatura para Gobernador del Estado a C. Alberto Elourdy, por el Partido Liberal Zacatecano. Lo cierto es que en ese año de disturbios revolucionarios el partido liberal local se encontraba dividido, ganando la contienda para gobernador el candidato liberal apoyado por el Club Anti-Reelecionista, Lic. José Guadalupe González, quien en ese mismo año asumió la regencia del Estado.




   No sabemos si su poca fortuna en aquella incursión en la política regional o sí su supuesta vinculación a una cofradía de un grupo Mason, siempre en pugna entre los ritos yorquino y escoceses, lo marcó de alguna manera, exponiéndolo en 1914 a las vendettas e iras revolucionarias. Como quiera que haya sido, lo que sí sabemos es que Enrique Espinosa Dávila, hijo primogénito de Don Nazario, atendía la librería y la papelería de su padre, local que se encontraba casi enfrente de lo que fue posteriormente el Cine Ilusión. Cuando el Coronel Bernal voló el edificio del gobierno, voló también la papelería, robándose luego las fuerzas villistas todas las cosas que habían quedado servibles.[2] La imprenta de grandes cuartos y enormes ventanales estilo europeo que estaba en el Callejón del Cobre sirvió en cambio como cuartel a los forajidos; ahitos de frustraciones centenarias y de explosivos resentimientos, ávidos de violencia y sedientos de venganza destruyeron todo lo que encontraron en su estancia, Ahí trabajaba un hijo de Don Nazario, Antonio, quien vio con ojos asombrados de espanto como las fuerzas rebeldes iban robando todo lo que hallaban a su alcance, quedando en el taller apenas unas cuantas máquinas para el final de la refriega. Entre otras cosas en la papelería había tibores de porcelana, oriental, muy finos, que después de la revolución se llegaron a ver en algunas casas elegantes de Zacatecas,  donde presumiblemente los habían ven­dido los rebeldes villistas.
   La papelería se encontraba apenas al lado del Hotel de la Plaza y de la asociación política Zacatecanos Unidos, cuyo órgano “La Unión Zacatecana” era dirigido por el Sr. Alberto Muños, los cuales también habían volado. La “Papelería de Libros en Blanco” del reconocido litógrafo Nazario Espinosa fue destruida también, a consecuencia de la mina que voló el Palacio Federal, mientras los revolucionarios saqueaban el Almacén de Ropa y Abarrotes “La Caja”, la cual fue quemada por el revolucionario Galván. Algunas casas quedaron también destruidas en sus interiores. Aciagos acontecimientos que dejaron en la psicología colectiva zacatecana una profunda cicatriz, la cual se ahondó al quedar la plaza prácticamente abandonada por más de cinco décadas, colapsándose la población a los 20 mil habitantes, quedando la ciudad por mucho tiempo sumida en el limbo, sin grandes personalidades, sin los necesarios documentos escritos, sin transformaciones económicas y sociales.


III
   Con el nuevo gobierno algunas imprentas fueron posteriormente intervenidas por el Estado. La “Tipografía del Sagrado Corazón de Jesús”, establecida en el año de 1901en el Internado Anexo a la Capilla de Guadalupe, sostenida por el Sr. Canónigo Anastasio Díaz, de Aguascalientes, la cual fue dirigida por los Sres. José Sandoval, Vicente Serrano y Juan Muro, luego intervenida por el Gobierno Revolucionario en 1914, trasladada al Hospicio de Niños de Guadalupe, y devuelta a su propietario en 1920 por órdenes expresas del presidente de la república Álvaro Obregón; el Sr. Mariano Elías fundó la “Tipografía Moderna” en 1906, la cual permaneció hasta la muerte de su dueño 1927, localizándose en la Calle de Arriba #2 (Av. Guerrero y Allende) y luego en la Avenida González Ortega, siendo intervenida por el General Eulogio Ortiz y luego entregada a su esposa la Sra. Elías, quien en 1946 se la llevó a Chihuahua.
   También la tipografía del “El Ilustrador Católico”, dirigida por Vicente Serrano, Juan Muro y Francisco Delgado, que fue intervenida en 1914 por las fuerzas revolucionarias y trasladada en 1915 al hospicio de Niños en Guadalupe de Zacatecas; una parte de esa imprenta fue prestada por el Gobernador Enrique Estrada, en 1918, a la “Cámara Obrera” de la Escuela Nacional para Maestros (luego Auditorio del Instituto de Ciencias), integrada por los Sres. Prof. Teodoro Ramírez, Tomás Leal, J. Inés Medina, José C. Escobedo y Francisco Torres, laborando en ella los reconocidos tipógrafos Gregorio R. Rivera, José y Manuel Escobedo y el Señor Jesús F. Sánchez, quienes editaron ahí la “Ley Agraria del Estado de Zacatecas”, taller que luego se cambió a la Avenida Hidalgo, donde por su inspiración comunista tuvo como nombre a “La Internacional”, encargándose de ella el Sr. Gregorio R. Rivera, pasando después los implementos tomados prestados de ese lugar al Palacio de Gobierno; la imprenta fue devuelta en 1920 por el Gobernador del Estado, cambiando de nombre a “Imprenta de Refugio Guerra”, sosteniéndose hasta 1926, año en de nuevo fue intervenida por el gobernador interino Sr. Leonardo Recéndez Dávila, quien puso al frente al Sr. Salvador Arciniaga y fue cambiada definitivamente al Hospicio de Niños de Guadalupe donde, según se dijo, finalmente fue fundida una prensa “Brower” para hacer arados con ella.


IV
    Cuando la entrada de Pancho Villa en Zacatecas, sus tropas hicieron cuartel en la imprenta, destrozando las máquinas y robando todo lo que pudieron, volando la papelería de Don Nazario a consecuencia de la temible explosión que hubo en un edifico del gobierno, donde después estuvo el Cine Ilusión. Como suprema humillación a punta de pistola obligaron al orgulloso litógrafo, pasando la barbarie sobre sus ideales de tolerancia, racionalidad y buena fe, a barrer con una escoba los papeles quemados y los restos destrozados de las cajas tipográficas, cuyas letras habían quedado esparcidas por la calle, como si fuesen los inteligibles signos de un poema roto y mancillado. En la imprenta no se salvaron sino unas cuantas máqui­nas que, luego de la ausencia de su dueño, fueron manejadas por su hijo Enrique Espinosa Dávila.
   Don Nazario Espinosa Araujo murió un lustro después de aquel incidente, el 30 de marzo de 1919, unos meses antes de cumplir los ochenta años de edad, en la casa donde vivía, situada la Plaza de Miguel Auza #29,  descansando sus restos fúnebres en una fosa del lote #7 del panteón de “La Purísima”, en la ciudad de Zacatecas que tanto amó. 



[1] Friederich Katz, Pancho Villa. Tomo I. Editorial Era, ICED, CONACULTA. Traducción de Paloma Villegas. Págs. 398 a 404.
[2] En la actual Avenida Hidalgo, antes llamada Calle Real y luego Calle de la Merced Nueva, se encontraba las Antiguas Casas Consistoriales o Casas Reales de los Intendentes, que es donde se encuentra hoy en día el Hotel Santa Lucía. En ese edificio estuvieron por dos semanas, del 20 de Agosto a 5 de septiembre de 1811, las cabezas decapitadas del Cura Hidalgo, Allende, Aldama y Jiménez, en tránsito para la Alóndiga de Granaditas, Guanajuato, en donde para escarmiento del pueblo fueron las cabezas colgadas cada una de una esquina, donde permanecieron hasta 1821, hasta que finalmente fueron sepultadas en la Columna del Monumento a la Independencia conocida popularmente como “EL Ángel”.
[3] Datos obtenidos de un escrito personal de uno de los nietos de Nazario Espinosa, Don  José Nazario Espinosa González, fechado en 1987, titulado “Pequeños datos que recuerdo sobre mis antepasados y que futuros sepan de donde proceden”.
[4] El costo estimado de bienes habría sido el siguiente: el valor de la finca donde se encontraban los taller ascendía a 19, 248 pesos; el de la imprenta con máquinas y útiles a 15, 644 pesos; el del taller de litografía con máquinas y útiles a 23, 584; la encuadernadora a 6 652 pesos; el de la caldera de vapor que proporcionaba la fuerza motriz a 5, 530 pesos; las mercancías a 12, 871 pesos; más los muebles y enseres de ambas imprentas a los que sumaba los útiles del fotograbado por cerca de 3, 000 pesos más.  Los adeudos diversos y documentos a pagar sumaban 32 mil pesos. Todo lo cual daba un resultado de más de 56 mil pesos libres de polvo y paja. 
[5] En la Plaza Miguel Auza, en los bajos del edificio que fuera el Hotel Zacatecano, estuvo en 1905 la “Imprenta Literaria” del Señor Domiciano Hurtado, quien publicaba ahí el periódico “El Correo Zacatecano”, dirigido por Mariano Elías. Otra imprenta que estuvo en esa calle hasta 1909 fue “La Imprenta de Thomas Lorck”, estando situada en la Antigua Plaza de San Agustín #21.