lunes, 14 de abril de 2014

Ricardo Espinosa: La Especie y el Escalpelo Por Alberto Espinosa Orozco

Ricardo Espinosa: La Especie y el Escalpelo
Por Alberto Espinosa Orozco 



"Dios, que salva el metal, salva la escoria,
y cifra en su profética memoria
las lunas que serán y las que han sido..."
Jorge Luis Borges

"Dios crea a los animales, el hombre se crea a si mismo.”
Jorge Cristofer Lichtembreg


“Un sauce de cristal, un chopo de agua,
un alto surtidor que el viento arquea,
un árbol bien plantado mas danzante,
un caminar de río que se curva,
avanza, retrocede, da un rodeo
y llega siempre:

un caminar tranquilo
de estrella o primavera sin premura,
agua que con los párpados cerrados
mana toda la noche profecías…”
Octavio Paz




I
   El Museo del Chopo, situado en un extremo de la colonia Santa María la Rivera, muy cerca de San Cosme, albergó alguna vez, entre los años 60 "s y 70's, una extraordinaria y extraña colección, integrada, a mitades, por una serie de artefactos científicos en desuso, provenientes de finales del siglo XVIII hasta principios del siglo XX, y por una muestra, no menos delirante, de especies zoológicas disecadas, algunas de ellas en severo proceso de extinción o ya del todo ausentes de la fauna viva. Se trataba de las antiguas reliquias del Museo de Historia Natural. Si el capricho de la" memoria no me extravía, había entre la colección de animales algunas osamentas de enormes seres prehistóricos, pero también raros ejemplares de vestezuelas diminutas, extravagantes criaturas embrionarias detenidas para siempre en el sueño eterno del formol o la naftalina, los restos de alguna momia embalsamada, fragmentos de planetas o de estrellas. El conjunto en su totalidad formaba un dilatado emblema del cosmos -un poco a " la manera de las enumeraciones dispares de Jorge Luis Borges o de Ray Bradbury, que en su orden aleatorio sugieren una idea del infinito.
   La atmósfera del recinto, iluminada por los frágiles vitrales naranjas de la ingrávida arquitectura victoriana, era la de un espacio donde el polvo sin memoria, suspenso en el reposo del viento, dejaba caer poco a poco sus átomos dorados, los que esporádicamente se encendían como destellos equívocos, antes de posarse sobre aquellas formas exánimes o detenidas de la naturaleza animal y del arte humano. La colección se despertaba entonces, por un tenue momento, rotos los candados de esa sepultura que es el pasado y el olvido, para reintegrarse a la vida diaria, volviéndose de pronto moneda circulante en la concreta situación de convivencia. Inmersión arqueológica en las capas tectónicas del tiempo, a la que se entraba por un misterioso intersticio de la cultura, posibilitado acaso por el extraño mecanismo, destartalado y al parecer disperso, de una disimulada máquina del tiempo. La sensación impresa en el ánimo era heteróclita, mezclando al sentimiento de la  sorpresa el del espanto, y al del asombro con el del morbo sacro. Un mal día los instrumentos de gélida precisión, así como los animales congelados en sus vitrinas y cajas de caoba inglesas de naturalista decimonónico, desaparecieron del museo para siempre, sin dejar huella o rastro cual ninguno.



II
   La investigación profesional sobre la imagen, el paisaje urbano y la naturaleza nacional, sostenida durante ya varias centurias por el fotógrafo Ricardo Espinosa, por sí misma lo condujo, al romper el alba de la nueva centuria, al hallazgo de las reliquias materiales de la misteriosa colección, depositada ahora en tres salones de una institución cultural del Centro Histórico. Gracias a sus meditaciones, reaparecen ahora ante nuestros ojos las visiones de la muestra insólita y de inusitada belleza, teniendo como digno marco el Museo de la Ciudad de México, restituyendo con ello a nuestra cultura icónica una pieza invaluable, que es parte entrañable de la memoria  colectiva..
   En cierto sentido pueden contemplarse a los animales como formas deficientes o primerizas de lo humano. Infinitamente distantes de Dios, el hombre y el animal están infinitamente cercanos entre sí. Acaso a ello se debe que la imaginación simbólica e inconsciente este poblada, en una de sus sótanos más sobresalientes, por las figuras de los animales superiores. El fotógrafo Espinosa destila en esta ocasión el arte del instante, armado exclusivamente con su potente máquina Hasselblad, como si de una sutilísima red del tiempo se tratara. Con ella destila, en sus finísimas rebanadas de tiempo detenido, las actitudes, posturas, escorzos y perfiles más reveladores del carácter o naturaleza de las especies zoológicas sujetas a los rigores quirúrgicos del taxidermista.
   El primer paso del arte fotográfico es capturar en la película las imágenes en negativo, algunas de las cuales, resistiendo la prueba estética, son admitidas al proceso positivo para imprimirse en el papel emulsionado como imágenes definidas y perfectas -un poco, como advierte Freud en algún pasaje, a la manera en que sucede entre la actividad inconsciente y la consciente. Así, el omnipresente ojo del tiempo se introduce en esta ocasión en uno de los foros más terribles de la modernidad, el de la ciencia experimental, para fijar las expresiones mímicas de los fabulosos animales superiores, previamente vaciados y detenidos en sus formas y posturas por la curiosa barbarie de una civilización que en su vértigo olvidó de convivir con los símbolos de la vida.
   Esfuerzo, pues, de mostrar una estética siniestra: la que hay. en el intento de penetrar en el misterio de la vida para manipularla, cuyo resultado no es, no puede ser sino el de arrojar al mundo su sombra torturada, ya bajo la figura grotesca y extravagante de la cripta, ya bajo la especie circense y tosca del remedo, del cuasi-modo o de la deformidad. Los científicos, en efecto, no pudieron encontrar el alma bajo el frió filo de su escalpelo. Por un tiempo se ufanaron de sus pírricas derrotas, arrojando incluso sus monstruosos resultados, no sin cinismo, a las salas de exhibición. Ahora que especies botánicas y zoológicas están severamente diezmadas, junto con el mismísimo concepto de especie o naturaleza humana, no podemos mirar sus experimentos de laboratorio sino con infinita vergüenza. Talados los bosques, habrá de nuevo que saber leer de sus mejores libros hasta que los árboles vuelvan a crecer. Pero ¿y con los animales? Empero, la exposición es también un intento de recuperación y restitución de la memoria simbólica, en la cual cada ser vivo revela su misteriosa dignidad o capricho como una figura y una cifra del Enigma.



III
   "El Silencio de las Especies", título de la presente exposición de Ricardo Espinosa, se compone por 40 fotografías en blanco y negro y a color, en un formato cuadrangular de 6 x 6 cts., en las cuales se destacan las actitudes y posiciones de los animales sacrificados, en tanto disposiciones a actuar de determinada manera. Con ello las bestias irracionales muestran el fondo de su vida anímica, expresando lo que se modelaba en su interioridad, significando también sus reacciones y costumbres ante el mundo.
   Ortega y Gasset ha visto bien como toda interioridad anímica es inespacial: un soplo, un hálito de viento. Para manifestarse, el alma viva necesita cabalgar la materia o traducirse en figuras del espacio. La vida orgánica animal, como el alma o el espíritu del ser humano, es una realidad oculta que no se hace presente sino por el cuerpo. El alma animal requiere del cuerpo espacial para proyectarse en él, dejando su impresión y su huella en el mundo. A la vez, el cuerpo desnuda el alma, pues la carne viva es un medio donde se refracta la interioridad que la habita. La figura animal no es un dibujo riguroso, sino una forma que se transforma continuamente: que se está formando. Sin embargo, la forma corporal estática total del ser vivo, se vuelve signo y símbolo de se naturaleza constitutiva.
   En efecto, cada tipo animal, cada especie, tiene el alma que le corresponde. El alma del león y de la garza se manifiesta en la estructura anatómica de uno u otro ser, encontrando en ella su metáfora somática. Es verdad: transparente  de  lo  exterior  -que  a  su  vez  es  la manifestación de lo interior.
   La naturaleza animal no depende tanto de los órganos en si, sino del movimiento del cuerpo, que se mueve entre el alma y el mundo. Tales movimientos no son sino expresiones mímicas, significantes justamente de su animación, de su vitalidad. La muestra fotográfica es así una invitación a entrar por el espejo del cuerpo al alma de los animales disecados.



IV
   La vitalidad del ágil mono, se trasluce tras la seca disección como la del animal que salta de un objeto a otro disipando la conciencia, de la misma forma que salta de rama en rama. Es acaso por ello el símbolo de los seres dominados por sus instintos o apetitos... y del hombre degradado por los vicios de la lujuria y la malicia. El simio, que pareciera va a decir una cosa que se le olvida, es también, sin embrago, el símbolo del sabio iniciado, que esconde su verdadera naturaleza detrás de sus bufonadas. En efecto, la pusilanimidad del mono, confundido entre- sus cuatro manos (ni diferenciadas entre sí como las manos y pies del hombre, ni levantadas definitivamente del suelo), pendenciero, irritable, lúbrico, vagabundo, bandido, tentador, insensible, provocador y torpemente imitativo, contrasta en su incorregible fantasía con su manifestación industriosa de sabio y mago poderoso, amante de los jardines y las fiestas. La imagen fotográfica nos presenta el rostro ajado del macaco negro empotrado en el cuerpo velludo, en cuyo resentimiento africano puede leerse la fuerza irracional, instintiva y peligrosa, así como su insolencia e irritable vanidad. Caricatura del hombre que está arrojado al fondo de la vida irracional, la serpentina cola del simio es también el glifo de la incógnita y, por lo tanto, de la duda o de la indecisión.
   Según algunas mitologías el mono es- primo del vil y hostil coyote. El parentesco simbólico entre el simio y los cánidos se deriva de su conocimiento de los misterios de la noche. La animosidad del coyote o del lobo americano es representada en la fotografía por el extraordinario y repelente fruncimiento de la nariz, extendido prácticamente a todo el hocico, el cual se abre mostrando con ferocidad satánica la larga lengua, ávida a la vez que burlona. El llamativo y repelente gesto de inusual salvajismo, se combina con la posición corporal abyecta, que parece suplicante al arrastrarse por el suelo; iris en el que convive la nefasta impostura de la hipocresía y la aversión' de la mentira. No es insólito que por tales expresiones se le considere en algunos
V
   Una de las imágenes más entrañables de la muestra es la que registra una especie de "concilio entre los animales supremos". Se trata de un conjunto de animales especialmente privilegiados por la imaginación simbólica, los cuales quedaron distribuidos, ya por el azar del tiempo, ya por la necesidad del espacio, ya por el sentido surrealista de los operarios manuales, en un compacto grupo saturado de maravilla y rara densidad estética. El icono da cuenta de un níveo local estrecho, en el que sobre viejas mesas, más que descansar, vigilan cuatro grandes animales: la cebra, el elefante, el ñandú y el oso. Junto a la pata delantera izquierda de la imponente cebra, la cabeza degollada de un oso exhala al aire un rugido de dolor, silente y petrificado, mientras que a los pies de los cilindros anteriores del pequeño paquidermo reposa el cráneo astado de un ciervo. Abajo, sobre una superficie achaparrada, un jaguar tumbado sobre el costado izquierdo, exhibiendo los temibles colmillos, pareciera desafiarlos en su impotente sometimiento.
   El grupo es presidido por una ecuánime cebra de gran alzada, quien majestuosa convive gustosa con la magnanimidad del elefante. En el escorzo del acercamiento, puede incluso contemplarse como es que el bondadoso equino bicolor, de orejas atentas y de grandes ojos bondadosos, toca y casi acaricia, no sin ternura, la trompa extendida y levantada del pequeño cuadrúpedo memorioso, en cuya boca hay algo de sonrisa y otro tanto-de un barritar que se antoja a punto de romper en canto o en voz articulada.
   Arquetipo próximo al de la madre, la memoria del mundo, la cebra evoca la dialéctica del caballo: por un lado, la potente carrera ciega que lo domina al mediodía, teniendo el jinete que domeñar sus pánicos para conducirlo a la meta asignada; por el otro, su poder de vidente y guía por la noche, cuando el jinete esta ciego. El bestiario simbólico ha visto en el caballo una figura de extraordinaria sutilidad y significación que, a imagen del tiempo, fluye de abajo hacia arriba y de arriba hacia abajo, entre los infiernos y el cielo, pasando con facilidad de la noche al día, de la muerte a la vida, de la pasión a la acción, atando los opuestos en una manifestación continua, siendo símbolo de la vida y la continuidad que esta por encima de la discontinuidad introducida por la muerte, contribuyendo así a la búsqueda del conocimiento y de la inmortalidad.
   Por su parte, el elefante, imagen de estabilidad e inmutabilidad, montura de los reyes y vengador del adulterio, es el símbolo por excelencia del conocimiento, la memoria y la soberanía 'sobre el mundo terreno. Es el del cielo. Como la tortuga y el toro, es uno de los animales soporte del mundo. También es un animal cósmico, al ser su estructura la de cuatro pilares que soportan una esfera, siendo emblema de prosperidad, longevidad y fuerza real. Como recuerda Rudyar Kipling, el león es el rey de la selva, pero todos saben que el verdadero rey de los animales es el elefante.
   La tercera figura es la media estampa anterior del ñandú o del caribú. Pareciera evocar aquí, por su alta cornamenta, el simbolismo de los cérvidos (alces, gamos, renos) , pero dado su hocico alargado y deprimido, y por una especie de reduplicación, estaría también a medio camino del simbolismo del burro. Sería, así, el señor de los animales, caracterizado por su melancolía incurable y su gusto por la soledad. Figura de la prudencia, que sabe huir en favor del viento llevando consigo el rastro de su olor y encontrar las plantas medicinales. Es emblema del amor sexual por su potente bramido al buscar a su pareja, de la escucha por sus largas orejas y de la poesía lírica por la forma de su cornamenta. Estas virtudes lo potencian para salvar a los hombres de la desesperación y aplacar sus pasiones. Es también una imagen de las enseñanzas y ascesis del maestro, el cual inspira cierto temor, tanto por su velocidad como por las dificultades que encuentra en • el camino. Antítesis del cabrón, significa asimismo el retorno a la pureza primordial, lo cual implica la familiaridad y cultivada amistad con los animales. En suma, es un heraldo de la luz y de la cultura que guía hacia la claridad diurna, siendo símbolo del sol naciente y de la renovación cíclica.
   En lo que tiene de pariente del burro, por su cara larga y tristona, indica el desaliento espiritual de la vida estrecha del monje, de la depresión moral e incluso de la pereza, pero es sobre todo un emblema pacifico de la pobreza, la humildad y el coraje, símbolos de la búsqueda del conocimiento del encuentro con la fuente divina donde saciar la sed..
   El cuarto animal es una fantástica especie de oso. Su fisonomía erguida y empapada por la luz blanca de la luna, significa inmediatamente la dignidad incólume. Volteando hacia la izquierda, pareciera otear vigilante la distancia, adoptando su figura estática total la del atento y poderoso guardián. Es el hermoso oso misterioso que, según. cuenta Rubén Darío en una canción, se pone en cruz ante la muerte o para dar el poderoso abrazo. Es un emblema de la casta guerrera para muchos pueblos (Rusia), pero también de la autoridad espiritual, opuesta al poder temporal del jabalí o de la serpiente (que junto con el madroño forman el escudo de Madrid). Divinidad de las montañas, suprema entre todas, el oso ha sido visto por José Gaos como símbolo por antonomasia de la soberbia filosófica. Amo del bosque y abuelo del hombre, el oso tiene como función simbólica, en su aspecto evolutivo, apartar los malos espíritus y guardar los juramentos. Gran fiera que todo recuerda y nada olvida, el oso es también un sabio de la tierra y por ello conocedor de la medicina. Desea la industriosa y dulce miel de la abeja y en sus mejores momentos, superando su pesantez y molicie natural, danza alegre por el tupido boscaje.
   La escena se completa con la del jaguar echado, tumbado literalmente ante la grandeza de los cuatro sabios animales erguidos. Pareciera, más que enfrentarlos, afrontarlos como un discípulo rebelde y descreído. Puede verse en él una expresión del mundo subterráneo y, por lo tanto, del sol negro, del recorrido infernal del astro por el mundo oscuro. En efecto, en el jaguar se ha visto una imagen del señor de las regiones bajas, devorador del sol y de la luna, y a un enemigo del hombre. Simboliza la fuerza terrestre, opuesta a la celeste del águila, que tiene la clarividencia de los espíritus nocturno o réprobos (la doble vista). Sin descubrir el fuego es su utilizador. Acaso por ello se asocia su figura a la bruja y a la magia. Algunas creencias lo toman como el operador de la destrucción final del mundo.



VI
   Una antigua tradición árabe cuenta que todos los pájaros del mundo parten de viaje en búsqueda de un rey. El vuelo de las aves significa, en efecto, el camino místico del alma en busca de lo divino. En este sentido los pájaros preservan en el camino de los espíritus malignos. La ligereza de las aves es así un signo de la liberación • de la pesantez del cuerpo y de las circunstancias terrestres, para abrir el espacio al vuelo del alma. En varios poemas la inteligencia se representa como la más rápida de las aves. Es cierto, la ingravidez de las aves indica la relación del mínimo de materia corporal para servir mejor al alma. La imaginación de todos los tiempos ha visto en ellas uno de las imágenes primordiales de la libertad individual y ascendente (libertad hacia el bien). Es por ello una mensajera auxiliar de los dioses. Los oídos puros han visto en la imaginación visionaria que en el canto de las aves se conserva algo del canto de la creación.
   El pelícano, al igual que la cigüeña, la ibis, la garza y el fénix, es símbolo de la poesía, del amor filial y paternal. Emblema y hieroglifo de la Atlántida o isla primordial (Aztlan) es, junto con el águila, un ave destructora de serpientes y, por tanto, adversaria del mal. Imagen de la longevidad y de la inmortalidad, el pelícano o garza de agua .es representada en la imagen verista de la fotografía en dos estrictas visiones geométricas, las cuales capturan la rara maravilla que hay en su estructura frontal y en la sintaxis de su de perfil -escorzos que, de manera casi inconcebible, corresponden a una misma figura animal. La visión frontal lo muestra como una esbelta torre, donde cuello y pico se asimilan a la perfección, coronando la cabeza con los dos perlas negras de los ojos. Ello explica sobradamente que se haya admirado en este animal la figura de la contemplación espiritual. La proyección del perfil muestra, en cambio, la elegancia delicadamente curvilínea del largo cuello, isomorfo a la del cisne, pero en esta ocasión hay en el ave marítima un gesto de profunda deferencia, el cual da lugar a la extensión del largo pico, cuyas puntas rematadas en botones redondeados recuerdan, en efecto, al de las plumas fuente. El pelícano es así un símbolo crístico, pues su. desmesurado pico pareciera ser la pronta e infatigable red que va en busca de las almas (los peces).
   Por último, la aterradora imagen del Martín pescador atormentado. Revelación adolorida de la brutal parafernalia de varillas salientes, de ganchos y de sogas que rodea a la disección taxidermista, la cual se muestra como un burdo mecanismo cruento que, lejos de devolver al ave el vuelo, no puede sino darnos la tristísima expresión de una naturaleza violentada, roída por las miserias de la carcoma y la polilla.
VII
   Las expresiones mímicas de la naturaleza, incluso de la naturaleza inanimada, especialmente las de los animales superiores, pueden leerse como frases sentimentales. Son gestos expresivos y movimientos de suyo significantes de mociones, sentimientos y emociones expresadas. Los movimientos internos del alma animal contribuyen en su expresión a labrar la forma, la figura del ser vivo, como si se tratara de un gesto modelado y a la vez perpetuo en el cual poder leer el interior del alma.
   El hombre, equidistante del ángel y del mono, animal levantado definitivamente del suelo y ángel caído, lamentablemente descuidó durante toda una etapa histórica, encerrado en la jaula solipsista sellada con el candado del racionalismo instrumental de la época moderna, el fenómeno más notable y noble de las situaciones de convivencia: el de la percepción de la psique, del alma ajena. Fenómeno perceptible a su vez, simplemente intuíble, pero imposible de describir más o mejor por medio de los conceptos de la razón, del misterio del cuerpo vivo, significante de suyo de su vitalidad. La significación de la vida, lugar en donde todo se comunica, encuentra así su mejor expresión en los más acabada forma habría que buscarla en la fábula, donde el animal y el hombre se vuelven a hermanar en el territorio de la lección moral y del ejemplo.
   Sin embargo, el racionalismo moderno decretó, no sin apresuramiento, que todo lenguaje no-racional, natural, simbólico, metafórico, no era sino sin-sentido. Complejo cientificista destinado a reprimir, por uno de sus brazos, la palpable lectura de la vida, mientras que por otro, abrazaba ocultando uno de sus motivos más profundos: el intento de la ciencia moderna de conocerlo todo... para dominarlo todo -motivo que era ya la ambición del mago, por medio del conocimiento de las "claves". Su estética, sin embargo, dio con el triste remedo de horrible: siniestra expresión sentimental de lo que empalma dos planos incompatibles al transgredir el límite. Abrir lo vedado, lo que está prohibido, no puede dar como resultado sino la oscuridad de las tinieblas o la exviceración de lo monstruoso. Su lugar, a fin de cuentas, no puede ser otro que el del traspatio vergonzante, muchas veces inconsciente, de los impulsos y las cosas inservibles.



VIII
   Asistimos, en la nueva edad que se abre con el siglo, a un cambio de perspectiva, enderezado en el sentido del respeto general para la vida, de la sabia comprensión e interés activo por la expresión y libertad del anima, del deseo y de la voluntad del prójimo. La exposición del artista plástico Ricardo Espinosa nos permite leer confiadamente en sus registros esa voluntad estética de seducción y amor por las criaturas vivientes. Empero, también advierte los peligros que hay en la ambición, entre científica y mágica, del dominio de la naturaleza y de la vida, mostrando sin ambages, en el pasado inmediato, lo grotesco que hay en el frustrado intento frankensteniano de penetrar y manipular el misterio sagrado del alma.
   El pasado tiene una estructura a la vez de roca y humo. Por un lado, es imposible que lo que fue deje de haber sido. Por el otro, el pasado, la estación más propicia a la muerte, está hecho con el mismo material evanescente del humo y del polvo. El pretérito, fijo perpetuamente como un laberinto de roca o hierro, es también un mar intangible de bruma, del que salimos para tocar la costa del presente, la única realidad verdaderamente existente que tenemos. Porque el hombre, como el ave Fénix, es el ser que cada día vuelve a ser, teniendo que rehacerse de sus propias cenizas.
   Así, el polvo, oro viejo y pátina que dan los años, se muestra en esta reveladora exposición como un motivo para la memoria, pero también para la reflexión, trasmutando
a un presente más diáfano: para volver al ser en el fulgor de las esencias, para volver a la contemplación apacible de la vida, a la admiración de la belleza -como el ave blanca migratoria que sale de la nube negra.
   La cultura mexicana reciente ha conocido el esplendor de sus artes plásticas bajo la especie de los fotógrafos, teniendo con ellos uno de los brazos más vigorosos de su noble madera y en sus obras los más opimos frutos de su jugosa sabia. Siguiendo la tradición de los poetas de la imagen instantánea, que va de Manuel Álvarez Bravo, Edwar Weston a Tina Modoti, y de Paul Strand, Ignacio López y Katy Horna a Owena Fogarty, toca hoy al  artista Ricardo Espinosa, cumplido el proceso de la asimilación, mostrar la madures de sus viñas. Sus refinados frutos, a la vez crueles e irónicos, lentamente meditados y directos, críticos y esperanzadores, son también la semilla que, lejos de sustituir al rancio árbol, le toman el relevo real en el tiempo para ofrecer, una vez más, la verdadera significación que tiene en nuestro tiempo el arte del deseo. Todo ello debido a que el respeto a la tradición obliga... a  sí  misma.

















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