viernes, 25 de abril de 2014

La Revuelta de las Ideologías: Enajenación e Ideología Por Alberto Espinosa Orozco

La Revuelta de las Ideologías: Enajenación e Ideología
Por Alberto Espinosa Orozco
(Tercera Parte)


“No saben por donde es camina a la paz;
tortuosos son sus caminos;
van por sederos extraviados,
y quienquiera que va por ahí
no encuentra la paz.”
Isaías 59. 8




VI
    Carácter dominante de la edad contemporánea y nuestra es el estar la vida de los seres humanos dominada por el alma inferior, determinada por sus impulsos, instintos y tendencias, ajena y sin poder participar, sin poder propiamente entrar, en la vida del espíritu -a la que incluso se le desdeña en alardes de lumpen-proletario, celebrados tanto por el vulgo como la institución. Estado que revela mejor que nada el peligro del ser humano, que es dejar de ser, en el cultivo de los oficios y las humanidades, de dejar de ser un “ser que hacerse” en el desarrollo y refinamiento de su esencia, para convertirse, ayuno de tradición, en animal de “ser dado”, en mona de seda o en orangután parlante. Ser abierto a la posibilidad, el hombre, al ir en su marcha histórica hacia un extremo de las posibilidades del ser que lo constituye, el de la rebeldía y la excentricidad de la libertad descendente, ha probado el amargo fruto de la escisión de su ser, contaminado de nihilismo, de sórdido vacío y de abrazada muerte. A todo ello hay que sumar el agudo fenómeno, tanto por su intención como por su extensión, de la enajenación –que es el dato más sobresaliente tocado por la filosofía de nuestra edad, llámese igual anarquía de la voluntad que neurosis o endiablamiento.      
   Uno de los rasgos sobresalientes de ese síndrome, de ese síntoma de nuestra altura histórica, es la ciega pasión por lo indefinido, por lo indeterminado (apeirón), relacionada con una actitud nominalista, donde el signo flota suelto y sin participación para ser usado de manera caprichosa, en una especie de parálisis de los signos en rotación y de las significaciones, que giran solos en ausencia del mundo, y que convencionalmente validan el no comprometerse, el no ser responsable, donde se clausura la acción concreta, en un desear condicionado por los subjuntivos que se resuelve en un mero “desearía” de brazos caídos, en un mero poder hacer –pero que no se hace-, que frecuentemente toma la forma de un muy adelgazado esteticismo a-práctico.
 Para ver en qué momento la gravedad del espíritu es sustituida por la ligereza de la vanidad, de la frivolidad, del capricho o de la conveniencia personal -incohantes de la exclusión, el resentimiento o el odio-, el pensamiento actual se ha servido a grandes cucharadas de la voz “ideología”; concepto empleado como herramienta útil para dar cuenta tanto de un fondo nativo de vagas creencias que determinan las actitudes prácticas de la persona, como del fenómeno sólito y tan actual de la enajenación. Es a partir de ese segundo concepto de ideología, que va de la mano del concepto de enajenación, que se ha desarrollado lo que puede llamarse la “razón daemetérica”: consistente en el dar razón de lo irracional que hay en el hombre, no tanto por razones de la razón pura, sino por el análisis de los motivos subyacentes de la voluntad –enmarcados en una especie de “neurosis” social e históricamente condicionada, descrita por Kierkegaard como una doble presión, histórica y generacional, causada por la acumulación de la pecaminosidad, es decir, por el peso y el pesar del tiempo, que vende al hombre por la fatiga misma de los años, y cuyos efectos no serían otros que los de una especie de enfermedad del espíritu, propia de las edades de decadencia moral, consistente en la pérdida ya psico-somática, ya pneumática, de la libertad. Características todas ellas que han llevado en nuestro tiempo a la elección masiva de pobres filosofías, de baja estofa, proletarizantes del espíritu, positivistas, materialistas, pues dependiendo del hombre que se es, la filosofía que se elige -poniendo de manifiesto por su lado más negativo que las filosofías, a fin de cuentas, no se eligen o dejan de elegir sino por motivos irracionales de la voluntad.
   Mundo, pues, de rebeldes aplaudidos, donde se solicita la excepción de la norma y se aplaude la disidencia, que ha desembocado en un universal “non servían” guiado por el imperativo “original” de no ser como los demás, pero ha terminado a fin de cuentas por establecer un redil compuesto todo él de ovejas negras.



VII
   Lo que mejor caracteriza entonces a tales ideologías es, en principio, no ser del todo conscientes de si, con lo que bien a bien no pueden ser del todo filosofías; en segundo lugar, su tendencia a repetir ciertos filosofemas, agnósticos, descreídos del espíritu, muy particularmente existencialistas, potenciando con ello un exacerbado subjetivismo de la posibilidad y también de la desesperación, de la angustia, de la inquietud ontológica del ser humano inmerso ya en las redes meontológicas del anhelo egoísta de una “vida más vida” o del “ser para la muerte”.
  Así, ante la ideología, no queda sin buscar su razón de ser, su “razón demetérica”, que lleva a la enajenación, a la ausencia de ser, a la insensata cerrazón, a la escisión de si, de la comunidad y del universo. Tal razón no puede entonces sino buscarse en la misma causa que produce el mal: en renegar de Dios, en alejarse de sus caminos y ser infieles, siendo por tanto entregados a sus pasiones más bajas, en una clara retrogradación del home haca la animalidad, que lo despoja de vida íntima, dejándolo vacío y si verdadera intimidad alguna.  Hombres insensatos, pues, que se burlan y sacan la lengua a los valores, que confían en naderías dándole el pomposo nombre de “futuro”, destilando sus labios falsedad y su boa perfidia; falsificando la palabra, que entonces deja de ser puente para convertirse  pozo, en trampa, en jaula inversa que intenta encontrar siempre en falta al hombre.
   Ideología ella misma rebelde, pues, que hace concebir palabras de mentiras y ennegrecen los corazones, que falsifican la palabra trufándola de vulgaridad soez o conspiración bellaca, agresión y guerra –infectando las leguas oprimidas de quejidos de oso o de gemidos de pichones. Su “razón demetérica”, así, no puede ser otra que la del pecado; pues sus fechorías los acusan en la misma medida en que ellos son conscientes y saben de sus culpas e iniquidades insensatas, carentes de valor, despojando a los otros de la aplicación del derecho, o neutrales ante la injusticia e indiferentes todos a la acción sensata.
   Rechazo, pues, no sólo al racionalismo tradicional por desafección a la razón, al logos salvador y a las esencias, que se pone del lado de las filosofías irracionales, vitalistas o nihilistas, para quedar prendados del devenir de tiempo, del viejo padre Cronos, que en la dialéctica de su devenir todo lo devora, hasta quedar presos de las utopías cronológicas y sus inmanentes promesas incumplibles de un paraíso puramente terrenal, confinadamente egoísta y mezquinamente hedónico, donde incuso el “heroísmo” queda achaparrado al tamaño de cualquiera.
   Dos ídolos pueblan entonces el corazón de apostasía: por un lado, no la idealidad, sino la idolatría del ego, resuelto en voraz narcisismo que reclama todo para sí; forma particularmente aguda de solipsismo y del confinamiento, presa en las redes del espejo abstracto del propio pensamiento que, a su vez, deriva en un nuevo y trmible gregarismo (noscentrimo), de sociedades trabadas por la oscura red de complicidades y beneficios materiales mutuos (componendas). Por el otro, la idolatría por el tiempo que pasa, que va del efímero instante y el ahora a la historia; no la voluntad contemplativa de lo eterno derramada como la gota de agua en la diminuta cascada de la fuente o en el tobogán de la hoja que la amaca, sino el tiempo sometido, súbdito del capricho o de la particular voluntad hedonista; sobre todo, adoración al tiempo histórico, donde la misma historia de la razón se convierte en la razón de la historia –en una muy contradictoria “razón histórica”, pues, guiada por la ciega voluntad de poderío, de hegemonía y expansión totalitaria,  y cuyo único método tartamudo es el de la negación, el de la dialéctica, en el despliegue de sus inacabables hibridismos e interminables mutaciones de punta.
  Dialéctica del rebelde, pues, que no puede hacer de la ideología una filosofía o un pensamiento reflexivo y plenamente creativo, al carecer de conciencia, reduciéndose a repetir un pequeño corpus de filosofemas, a manera de consignas mecánicas, adoctrinadoras, como hace el activista social de nulificada voz proyectando sus sobadas rimas mendicantes y la vez pagadas de sì mismas mediante el embudo del aparato altoparlante.
  Dialéctica del devenir, en efecto, que transforma la protesta del rebelde en premiado conformismo convencional; rebelde vuelto revuelto, volteado que no va de vuelta, sinop que va ya con la corriente rasurado de uñas y despojado de dientes, prendido como un tierno mamón a las hinchadas ubres presupuestales: engullido, asimilado, amaestrado, neutralizado. Porque el rebelde entonces, al no aceptar su culpa, no puede reconocer por la autocrítica al enemigo interno que lo sojuzga y esclaviza, impotente  por tanto para someter a su propio animal o a su demonio –por lo que mejor se inventa n enemigo, fuer de sí, una ficción abstracta contra la cual fingir el combate: una nación, una era histórica, una clase social a la que acusar, volviéndose entonces adversario, negando también con ello la fraternidad a los hermanos. Momento de enajenación ya destructiva consistente en la posibilidad de volverse el enemigo.
   El nuevo dios: el paganismo personalista de la propia existencia –en la que cada rebelde, en la que cada demonio dice al otro: non serviam (no seré siervo) Su única verdad: lo que es de hecho… pero sin razón de ser. Orbe de la tóxica desesperación íntima, de la despersonalización gregaria también, donde de hecho lo que se vive es la angustiosa separación de Dios y de todo lo sagrado, donde en la intermitente distracción o en la tozuda negligencia se sufre su abandono.


VIII
   Falsa virtud,  pues, consistente en descreer de lo sobrenatural, de resistir a su “tentación”, de perder el temor de Dios, que no puede llevar sino a una infausta semejanza, a una metàfora, de la que se deriva una simbòlica invertida: el vivir "como si" Dios no existiera -lo que conlleva la perversión del deseo y la adulteración del lenguaje, al separarse de la conciencia y de la luz (que es Dios), por la mancha de la culpa y la herrumbre del pecado. Porque, como recuerda Octavio Paz, el hombre no puede renunciar a lo sobrenatural, ni mucho menos a la metafísica, habrá que agregar, so pena de desbarrancarse en una “mística inferior”. Del mismo modo que sucede en a iconoclastía, como en el apóstata, que no puede sino sustituir unas imágenes por otras, que vuelven siempre, por más que sean las de los dioses paganos, sujetos a los terribles estragos del tiempo, alcanzado las formas más lamentables y degradadas de la corrupción; de la misma forma, decía, el descreído no puede, en sus frustradas intentonas, sino sustituir lo sobrenatural con sucedáneos ideológicos, ya sean políticos o pseudo-filosóficos –que es lo peor que nos puede pasar,  pues entraña un tan complejo como irresuelto sistema de superposiciones y de desplazamientos, donde se reemplaza la esperanza trascendente por la imagen de un paraíso terrestre, puramente inmanente y sin trascendencia alguna, donde insensiblemente el rebelde pasa a tomar la posición de la autoridad, pero sin haber sido él mismo antes redimido. Todo lo cual más bien delata el “hoyo en la conciencia” del que habla el clarividente poeta mexicano, un hueco, que luego se ha pretendido llenar con toda clase de sueños, de ilusiones vanas del deseo y de tornasoladas quimeras, trufadas de traiciones, de olvidos, de hechicerías, herejías, falsificaciones y adulterios, que no pueden hacer otra cosa que convocar abiertamente al caos.
  Porque no son entonces los justos, los piadosos, los hombres de bien los que ocupan la palestra, sino los hijos de rebelión: uno, montado en su criminal codicia; el otro exhibiendo la crápula de sus andanzas, como exhibe el bastardo el gargajo en la solapa -guiados todos por su capricho, medrando todos en sus propia ventaja, desechando con burla seguir el camino recto: el pastor convertido en perro mudo, voraz e insaciable, incapaz de hallar satisfacción o de llenase; videntes ciegos, guardianes dormidos o vigías egoístas usados, un poco más allá, por el malvado tumultuoso, que arroja a su camino cieno y limo, enfangado en sus placeres impuros y poniendo tropezadero a los hijo de la luz.
   Mundo de la rebeldía, pues, agasajada, institucionalizada, premiada, pero que hace vivir la experiencia del estigma del hombre moderno: caer en el golfo de lo indefinido, de lo indeterminado, de lo no esencial, del azar y de la contingencia, fácilmente saciado en su vanidad por los hechos nudos, inmanentes, o bailando sobre la delgada película de lo mensurable o sobre el vacío –fanático de su propio ser corroído por la nada, con indisimulable sed de no dejar de ser y la vez con hambre insaciable al no querer dejar que los otros sean. Mundo del rebelde, pues, debatido entre las dos posibilidades últimas que constituyen el fondo nativo y mismo de lo humano: entregar el alma  Dios …o vendérsela al diablo.      



   

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