martes, 22 de abril de 2014

José Luis Calzada: la Magia y la Mímesis Por Alberto Espinosa Orozco

José Luis Calzada: la Magia y la Mímesis

Por Alberto Espinosa Orozco 



I
   El arte de la pintura es, esencialmente, la encarnación de la aspiración poética de llevar al ser de la presencia la luz solar que se filtra por las rendijas de este mudo caído y sublunar, afectado de contingencia, vacío y muerte,  para ayudarnos con ello, como un brillante hilo de Ariadna metafísico, a salir de la caverna laberíntica de las apariencias sensibles y poder mirar ya no la sombra de los objetos difusos ahogados de ignorancia y afectados de encadenadoras tinieblas, sino  las cosas del mundo ordenas por la mirada de la luz espiritual o bajo el manto de su luz certera y definitiva. Porque el hombre común y moliente  camina por el mundo como el nativo de las sombras, desgarrado por la jungla en que se ceba el lugar común, sordo a la musical armonía de las esferas superiores, ciego a los valores, calidades y calideces de la luz espiritual y el conocimiento poético, carcomido por la polilla del absurdo, falso y contradictorio, petrificado por los símbolos del arraigo y de la pertenencia coagulados en moneda apropiable o enmohecidos de pudrición y roídos por la desolación del vacío.
   El delicado grabador y pintor simbolista José Luis Calzada se introduce así en el tema de la noche y el sueño para desde esa región filtrar tanto los síntomas del extravío como la vereda sinuosa de la luz del día. Para ello abiertamente apela a la psicología del romanticismo y a la “magia natural” de la imaginación creadora. Así, su viaje tiene una rica analogía con el descenso a los infiernos de practicado por los artistas radicales y absolutos, justamente porque sabe que en algún lugar de los abismos del inconsciente corazón reposa  toda la riqueza de nuestra vida.



   La obra de Calzada no es así sino la búsqueda de los principios ciertos de lo eterno que infatigablemente busca en los registros eidéticos del sueño o la memoria la figura esencia y en ella la constelación de valores que nos orienten en la interminable lucha contra los poderes ambiguo y dobles, disolventes y sombríos de la noche oscura del cuerpo y de la materia.  Así, el artista que es José Luis Calzada realiza el descenso a los abismos interiores siguiendo la amplia tradición espiritual del camino romántico: la aprensión de la imagen esencial y privilegiada. En efecto, todo el tesoro del conocimiento, lo mismo que el de la felicidad humana, consiste en un puñado de imágenes –infinitamente rearticulable y reinterpretable-, puesto que los sentimientos y las pasiones más caras del ser humano no escuchan más que las imágenes y sólo hablan por medio de ellas. De esa inagotable riqueza interior el artista durangueño ha sabido dar forma no sólo a la nostalgia y la querencia de las cosas idas, también ha abierto una exploración a los verdaderos sueños del hombre y puesto sobre el tapete de la vida una invitación a penetrar en la conciencia de l interioridad –lugar donde se forjan los secretos de la vida intima sin la cual no nos diferenciaríamos de los animales. En efecto, la pintura es anterior a la escritura, como el trueque es anterior al comercio monetario, o la jardinería a la agricultura.



II
   En uno de sus registros la obra de Calzada es la narración del viaje nocturno que el artista efectúa como acompañante en el proverbial recorrido oscuro del sol. El testigo lúcido de la conciencia se sumerge entonces en la media naranja fúnebre de la constelad noche. Así, l exposición e más que una mera crónica de un viaje real, sino el acopio y destilación de los registros de los arquetipos memorables que dan las pautas y corcheas para relatar el recorrido espiritual de conciencia ensoñante, de la imaginación creadora.
   Partiendo del sueño confortable de la primera promesa juvenil amorosa el artista nos va guiando por los confines del vacío y la desesperación nocturna. Es cierto que en las mujeres que aparecen en sus lienzos y algodones pulula algo de la desesperación cerril de la culpa y la negatividad, algo de la viscosidad pegajosa de las ciénagas interiores, algo de oscuridad cavernosa de montañesa tiniebla, algo también del vértigo indiferente  y anónimo de las urbes modernas. Un dejo de pueblo olvidado y aletargado por las fiestas del olvido y las nupcias nocturnas de los gustos efímeros, de la inquerida bohemia evocada por Darío, del desvarío excéntrico de los placeres epicúreos de la carne, por la dispersión, el abandono, el descuido y al ira destructores de Amor –ambientes, pues, que también visitaron en su momento José Clemente Orozco, Juan Rulfo o García Marques. También se encuentra como acompañante fiel la filtrada fantasmalmente luz de la luna de mercurial memoria, de hielo de neón para entibiar el espíritu aterido, de venusino fuego y brasa en expansión, de crisol de tibia temperatura para modelar el corazón de día.




   La estética de Calzada no es otra cosa que una filosofía de la naturaleza cuya intención no es otra que la de recuperar no sólo la idea sino el sentimiento vivo de la unidad esencial entre el hombre y el mundo. Alquimista cristiano o experimental panteísta, el artista nos conduce por un mundo de magia en la que el universo es concebido como un ser viviente y dotado de alma. Así, por medio de la analogía el pintor logra mostrar, bajo un dilatado sistema de ritmos correspondencias, el movimiento que reúne a todos seres tocando a todas las cosas –puesto que no son sino emanaciones del Todo.
   No me refiero a la magia simpática de la bruja o a su pestilente caldero patético que indistintamente mezcla lo peludo y lo pelado con la ética, sino a una búsqueda espiritual más alta: aquella que intenta armonizar al hombre con los ritmos y las rimas de la vibración cósmica. Partiendo de la reverberación cromática de la luz y sus figuras, el pintor, en efecto, va destilando los finos filamentos urdidos en el mundo por Belleza. Es entonces la luna, incansable tejedora, la que va mostrando toda la red de los planos cósmicos, pues por su ciclo rítmico es en sí misma la creadora magistral de toda suerte de analogías y simetrías, equivalencias, intersecciones, correspondencias y participaciones –llevándonos de la muerte simbólica de las tinieblas al espectáculo de la fertilidad, de la fuente de energía de la vida a la nueva floración y a la regeneración de la luz. Reverberación también del mundo como la Tellus Mater, como creación armoniosa que reproduce todos los órdenes y niveles del universo como relaciones íntimas de semejanza, contigüidad, número, estructura o parentesco de las concepciones holistas.
   Bajo su cobijo pareciera entonces que toda luz se limpia o se lava como en la experiencia del primer deslumbramiento del mundo. Atmósfera, pues, en que van apareciendo las figuras bañadas por las notas nocturnales no sin sal, pero tampoco sin fosforescentes peces, que hace levitar los muebles como el sueño sobre la almohada bajo el vapor de la humeante cafetera. Espacio en que habitan los fluorescentes gallos de la alborada, o en el caballete alebrige se vuelve un tridente tangerina que es el mástil de las velas para el andrógino primordial. O es la red de latidos que en colores se derrama o la incendiada ciudad de Dite trepando hasta los altos rascacielos bajo la luz imparcial de la vaga luna vaporosa.
   Cuadros que tiene algo de la primera inocencia (naifs) pero que pronto se revelan como una inocencia segunda y ganada a conciencia  y en cuya morosa narración laten por dentro muchas cosas –que son emblemas o símbolos de sacralidad: de salvación del mundo en torno. Los iconos así tiemblan o se agitan exaltados llenos de la vida de las cosas .no sin dejar entrever algo de la tensión, del terror incluso y del horror que rodea a toda sacralidad o acto que manifiesta algo oculto.   




III
   José Luis Calzada, al igual que los largos viajeros historiantes o que los exploradores peregrinos, va encontrando así en su camino un bastión de la Belleza, de esa energía constante, de esa actitud a veces altanera pero nunca triste, que nos hace enamorarnos de la vida (porque la Belleza no es otra cosa que la apacibilidad de la vida). No es infrecuente encontrar en su obra también toda la serie de obstáculos que alejan al artista de la visión letal y directa del numen. Tampoco la persistencia del pintor por persistir en contemplación de su misterio, pues se trata de un auténtico “observador de síntesis”.  
   Porque el hombre encuentra a la creación entera en el centro de sí mismo. Todo conocimiento auténtico no es en efecto otra cosa que un descender dentro de uno, operándose en conocimiento de la realidad mediante la pura contemplación interior que, a suficiente profundidad, no puede sino encontrar la germinación de Dios en nuestra alma. Y es solo a partir de ese centro de la intimidad personal que puede lograrse una justa percepción del mundo exterior –en el fondo porque la creación visible tiene para el hombre un valor simbólico, siendo sus manifestaciones reiteradas alusiones al Único, al Santo, al Maestro.
   Así, una de las cosas que nos comunica la obra del pintor durangueño es la antigua concepción del hombre como centro del universo, que por su arte analógico y su poesía, por su conocimiento es cierto, pero sobre todo por su imaginación sensibilizada, ocupa un lugar privilegiado en la cadena de los seres, siendo por ello también el espejo en donde el universo entero, pero también en el que los seres que lo acompañan, se miran y se reconocen. Porque las relaciones de analogía y metonímicas elementales al regir a todas las manifestaciones de la vida hacen que no haya ni gesto ni acto aislado, teniendo cada obra repercusiones y ecos que se escuchan en la naturaleza toda, llegando la operación mágica del artista hasta los seres más aislados.




   Porque lo que pareciera reiterar Calzada en cada uno de sus cuadros es que el camino misterioso es el que va hacia el interior,  ahondando la vida íntima de la persona –pues es dentro de nosotros mismos donde está la eternidad con su mundo de mundos, los anchos mares que pululan de naves y de continentes, el mausoleo de los antepasados y de los ancestros, las eras que con sus rombos conforman de la trágica pelota de la historia, pero también el silencio de la amada ingrávida y el pañuelo bordado detenido en la nieve.
IV
   José Luis Calzada resulta así un gran pintor iniciático. No sólo por descreído de las formas y manías que nos atan a las sobras, también por de una manera a la vez dulce y luminosa enseñarnos que, al igual que nuestro cuerpo, el universo sensible tiene para el hombre una significación radicalmente mocional-emocional o simbólica. Más allá de la abstracta lectura que convierte homogenizando a la materia en una delgada película de lo mesurable sujeta a nuestra manipulación y usufructo, el simbolismo es algo inherente a las cosas mismas y a todo el universo creado. La naturaleza mineral, vegeta, animal y humana, convertida por la modernidad triunfante y progresista en un poema en desorden y frustrado, es así suturada por el pintor, el cual nos muestra que la tarea del arte no es sólo la de imitarla (mimesis), sino más profundamente la de reordenarla y de reconstituir su unidad. En efecto, la exvicerada poesía que adopta como tema la frustración o la nostalgia cavernosa no puede sino ser  sino una poesía frustrada de cavernícolas. Nada de eso.  La misión del verdadero artista es, por lo contrario, recrear el lenguaje primitivo de la primera presentación de las cosas –única leche que puede saciar no sólo nuestra hambre física, sino nuestra árida sequedad, nuestra sed de deseo.




   Por último habría que agregar que en el singular pintor y real artista que e José Luis Calzada hay una profunda inquietud religiosidad, entendida como honda preocupación por el destino humano. Su intento, en nada ajeno al espíritu romántico que tan tenazmente se esforzó por devolverle a la cultura las pautas para volver a sacralizar el mundo en torno, es así mismo el de la reivindicación y recuperación de lo que hay en el hombre de homo religosus en tanto modalidad irreductible. Arte y religión, en efecto, son formas rítmicas que por sistema se requieren uno a la otra. El arte, lo ha escrito Hegel en algún lugar, esta destinado a convertirse en otra cosa al disolverse por el agotamiento de sus formas estéticas –como ha sucedo en las interrumpidas vanguardias sucesivas, que solo alcanzaron dar expresión al lujo algunas veces insolente de la autonomía, de la original libertad de carácter individual. Como nos recuerda Montoya de Cruz si la novedad de la Escuela del Muralismo Mexicano estribó en el imperativo de educar a todas las clases sociales, especialmente  las clases populares y a los niños, con el fin de despertar en ellos el goce espiritual del arte, tanto en su ejercicio como en su contemplación, así la novedad del durangueño pintor de la luna, dando un paso adelante, se encuentra en la trasmisión de una tradición tan antigua como la humanidad: que en la repercusión sentimental de los ritmos nocturnos se encuentra también la plenitud de las formas y que en la veneración de ritmos y formas se encuentras también la visión de la mujer que inspira Amor, el cual despierta un alquimia interior activadora del despertar espiritual- Así, por los estrechos pasajes de la noche el artista nos lleva del hombre enfermo cuya alma confundida duerme a la angélica salud espiritual donde es posible escuchar el idioma de los pájaros y sentir de nuevo el suave abrigo que expande los rayos del sol al amanecer haciendo comprender al hombre su puesto y lugar en el cosmos cuando se apega a una vida sencilla en la que, como por primer vez, encontrase con ella, con la mujer eterna y siempre joven calentado el cotidiano café o presta para mostrarnos la vida al recorrer el mundo montada en bicicleta. 








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