domingo, 30 de marzo de 2014

100 Años de Octavio Paz: De la Vanguardia Revolucionaria a la Recuperación del Sentido Por Alberto Espinosa

A 100 Años de Octavio Paz:
De la Vanguardia Revolucionaria a la Recuperación del Sentido
Por Alberto Espinosa



I
    A 100 años del natalicio de Octavio Paz vale la pena asomarse a uno de sus libros más vertiginosos, a la vez que reflexivos, donde el eximio poeta y pensador delinea claramente los contornos de lo que se ha estratificado en nuestros días bajo la forma de la “ideología globalizada”–también llamada “pensamiento único”, por ser el único posible. Idea total del mundo que devalora todas las demás ideas y que no es sino la expresión de la tecnocracia postmoderna y su imperio, a la vez de la abundancia y de la mediocridad.  Su característica más notable es la del hombre sin legitimidad y sin origen, concebido como hijo de sus obras, de la técnica, de la fortuna y de sí mismo, que lo mismo lleva a cabo el asesinato ritual del padre que se entrega a la aventura histórica sin nostalgias y sin pasado, echado para adelante en pos de la conquista del futuro como mercenario del cosmos.
   Sus expresiones más visibles se encuentran en el territorio del arte, en donde se ha desarrollado una “estética de la indiferencia”, debajo de la cual late un indisimulable nihilismo. Los artistas, en efecto, no realizan así ni arte ni anti-arte, sino no arte: desechando el valor artesanal de la maestría y la moral del oficio, de lo bien hecho y a conciencia, han preferido las manipulaciones técnicas de los aparatos modernos, las imágenes del erotismo estéril, cifras de la promiscuidad o de la impotencia, el gesto gratuito o el acto exhibicionista del performance, ese género híbrido que se permite tocar cualquier sector de la cultura sin ninguna competencia o profesionalismo, y en cuyo irracionalismo puede verse una retrogradación del ser humano a las formas más primitivas de pensamiento, que se dirigen hacia la magia, o a la negación de la realidad, hacia la irrealidad subterránea del surrealismo que frisan igual el circo que el teatro o las creencias fantasiosas –en una muy clara tendencia doble: por una parte, de reducir el arte o a meros ejercicios de la egolatría o a mera banalidad de la inconsciencia, y; por la otra, de completar el cuadro al negar el estatuto de artista a quien lo merece, para lo cual se vale de la publicidad e incluso de las instituciones en una estrategia a la vez de ocultación y de prestidigitación.
   Obras que evidencian así carencia de rigor y de trabajo, vació de creación y nula inteligencia, cuyos valores son así los de la ocurrencia huera y arbitraria o los de la mansa sumisión al dogma estético vanguardista, que no es otro así que el manierismo de la frivolidad ahincado en el materialismo del consumo o del culto al instante –y cuya función no es otra, como ha señalado actualmente Avelina Lesper, que vaciar a la sociedad de inteligencia para hacer rebaños manipulables, llevándola de tal manera a la estructuración de un mundo dominado por una burocracia de hombres grises que, a la manera de la casta atea de los mandarines, nos conduzca mansamente a un tipo de barbarie cuya única norma es la angustiosa necesidad de la exclusión. Y todo ello ante un público sumiso, por no decir colaboracionista y dogmático, que haya en tal despliegue escénico la oportunidad para satisfacer fácilmente su vanidad y su arrogancia. Arte efectivamente endogámico y elitista, aunque simultáneamente segregacionista, hecho para entretener, para distraer y adormecer a una estructura burocrática complaciente, atenazado a la vez por patrocinadores e instituciones cultuales, todo lo cual crea una especie de dictadura en la contemplación.
   El artista postmoderno se ha presentado, sin embargo, como un rebelde, pero actualmente su rebeldía no es sólo contra la tradición; también marcha en contra de la utopía y aún del respeto generacional. Rebeldía sin guía ni horizonte, pues, donde lo único que destaca es el oscuro presentimiento del fin de la historia, del fin del tiempo –sin que de ello se derive ni una mitología coherente, ni una vuelta a las comunidades de fe trascendente. El apogeo del artista rebelde se consume así en una tensión irresuelta entre la inconformidad y el convencionalismo: tensión de contrarios que se resquebraja al producir su opuesto: la indiferencia, la parálisis del sentido y el confinamiento de la conciencia. Sus signos, sus síntomas sería mejor decir, son los de una ausencia, los de una carencia: los de un hueco en la conciencia.
   Hijo de su tiempo y de la sociedad industrial, lo mismo capitalista que socialista, el artista moderno-contemporáneo se caracteriza por buscar un eje en el particularismo y la excepción: en la novedad, trasmutada a su vez en originalidad uniforme. Su excentricismo y extremismo se explica porque al igual que la sociedad que lo aplaude, ha perdido el centro: el símbolo de origen, el fundamento mítico que como principio anterior da fundamento y horizonte a una comunidad. Hijo también de las vanguardias, cuya misión fue cortar el cordón umbilical con el pasado y lanzarse hacia el futuro –el cual, sin embargo, resulta inasible, resolviéndose en cambio el vivir meramente al día, dejando a la vez pasar el tiempo a la manera de un mero espectador o, que mejor, de acaparador, de un acumulador o de un consumista, que es dueño de los superfluo pero carece de lo esencial. Retrogradación del hombre, pues, hacia las formas más llanas de la animalidad por carente tanto de vida interior como de normas universales de comportamiento, donde lo que reina no es la reflexión y la calma de la vida consciente, sino el vacío succionador del mundo, resuelto a su vez en el movimiento de la distracción, de ser traído y llevado de aquí para allá sin dirección, en una especie de inmovilidad frenética. Vértigo postmoderno, pues, que al intentar hacer de la ausencia de norma y de regla un centro, es devorado por la moda, por el tiempo, que luego de uniformar el particularismo y la excepción… a la vez lo seca y lo desecha, lanzándose, como Sísifo, en la búsqueda del nuevo particularismo, sin poder alcanzar nunca al estabilidad.
   La nueva rebeldía del artista postmoderno desemboca de tal manera en un nihilismo ambiguo; domesticado y aceptado por el poder y las instituciones, rasurado de uñas y garras, se encuentra a la vez aceptado por la sociedad y neutralizado en su disidencia, a la vez premiado, pero al precio de ser despojado de conciencia. Curioso rebelde, pues, que está a la vez satisfecho por el hartazgo de los bienes materiales a que le da acceso la sociedad industrial y la tecnocracia administrativa, pero que en su fondo sin embargo permanece en la zozobra de la angustia, íntimamente insatisfecho por su abyección en el hartazgo y por la incontenible evaporación de las ideas –caído en un mundo en el que no puede sino asirse de lo inmediato. La rebeldía del artista contemporáneo se resuelve así en la indistinción y en la indiferencia, en una especie de muerte de los valores, de las ideas, de los ideales e incluso de las formas eternas, siendo sus expresiones más perfectas la del silencio o la del grito. Ambas expresiones de un indisimulable temor y temblor psíquico, de una inconstancia y falta de perseverancia dubitativa también, en donde se manifiesta una profunda falta de desarrollo. En efecto, las construcciones artísticas de nuestro tiempo se revelan como estructuras incompletas, hechas a partir de fragmentos, que se mueven por oposiciones complementarias y donde se enfrentan los espíritus de la creación y de la destrucción unidos desgarrando y escindiendo la conciencia en el hombre, dando por resultado un muy inestable compuesto de amor y simultáneo odio a la creación y a sí mismo.
   Fuga hacia el futuro, es verdad, que se resuelve en la angustia del acto instantáneo –más movido por las tendencias, impulsos y apetitos, así como por los ilusiones del deseo y sus instintos, que por la razón o por la fe. Rebeldía sin utopía y futuro sin seducción, pues, desde cuya atalaya sólo puede atisbarse la última revolución: la de la vuelta originaria y la del fin de la historia, la de la retorno del tiempo a su punto de partida y de los astros a sus orígenes. Aunque… tal vez no todavía; porque antes de ello la estética de la indiferencia se ha transformado en la estética totalitaria de la muerte de lo sagrado y de la profanación, donde lo único que alcanza la novedad es la reprobación de la herejía, la vuelta a la disolución de los deseos en el río los cuerpos o en el caos sensualista de la disipación -abandonada la fe en el colectivismo, convertido el socialismo en un dogma carente de vida, amputado por el autoritarismo y el culto a la personalidad, esterilizado por la cátedra, sellado por sus sociedades cerradas y sus desviaciones policiacas.
   Intentona que de ser una flagrante contradicción bien podría llamarse "religión inmanentista", en cuyo o instantaneismo o presentismo destaca como nota sobresaliente el ir exacerbando el valor de la existencia en detrimento de la esencia, de las esencias, renegando de la misma naturaleza humana (dando como su resultado su maleamiento social o su enfermedad), negando también  la esencia del verdadero arte, en una muy clara invocación a la magia, amañada y desfondada en el abismo de la apariencia o en la mística inferior  de la pseudo-tranza, y que sólo pueden prefigurar las sombras tenebristas del caos. Estética, pues, donde se vuelve sólita la arbitrariedad de las obras y la sumisión al dogma postmoderno, tan patente en el arte actual, cuya rebeldía termina plegada a una convención social -convencionalismo que, al ser filtrado en todas las capas de la institución, se presenta como un sorbete succionador, profundamente perturbador del buen criterio y del buen gusto. Como una simple convención, decía, cuyo ancho sendero es también la peor de todas las locuras.
   La filosofía de tales conformaciones no es otra que el vitalismo existencialista o la razón histórica del historicismo –ambos modelos de la razón que nos hablan de una época carente de fundamentos. Porque la razón de la historia no puede ser sino la dialéctica, que en sus concatenación de negaciones sólo puede afirmar el cambio, la novedad, pues sólo vive a fuerza de dividirse al negarse a sí misma, no pudiendo hallar el ella la razón humana reposo al ser siempre una y … cambiante. Razón contradictoria, pues, que sobre todo no puede proporcionar una idea coherente del hombre –el cual no es reductible a las determinaciones de la historia o de sus clases, al poseer una naturaleza, una esencia, de la cual se derivan una serie de exclusivas, de propios o propiedades, una de las cuales es la posibilidad de ser verdaderamente libre, por la elección de una libertad ascendente, emplumadora, bajo cuyo orden pueda captarse clara y sencillamente la estabilidad de la norma, la raíz de la esencia y de la ley eterna –en la que por lo tanto se contiene la hybris fáustica de nuestro tiempo, cerrándole el paso al subjetivismo de la inmoderada expansión del “yo”, y se limita tanto el deseo de placer como el ansia de poder, de acuerdo a una libertad tan tradicional como perfectamente autónoma, despojada de los grilletes de la esclavitud que por dicha desmesura mantienen al hombre atado a las falsas ilusiones del mundo o a los deseos irrefrenados, y perfectamente universal al no estar fundada ni en la particularidad ni en la mala fe o en los riesgosos avatares de la excepción.
   Para el socialismo no queda sino el examen individual de la conciencia, la revisión y la autocrítica; la resurrección del espíritu crítico y la lucha por un socialismo democrático y abierto. Para la contemplación y para el arte no hay más que volver a la reflexión de la razón y del hombre para recuperar el sentido, pues el sentido de lo humano es siempre rescate de la tradición y de los símbolos, en los que a la vez se cifra el origen y el destino de nuestra pertenencia a un orden supraindividual y a una comunidad de fe trascendente.



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