sábado, 18 de enero de 2014

Gorgonas, Harpías y Erinnias Por Alberto Espinosa Orozco

Gorgonas, Harpías y Erinnias
Por Alberto Espinosa Orozco 




Las Gorgonas
   Las Gorgonas son monstruos femeninos horripilantes y alados cuyos cabellos son serpientes, su boca portadora de colmillos vampíricos y una mirada literalmente petrificadora. Propiamente son en número tres hermanas: Euríale, Esteno y Medusa. De ellas sólo Medusa es un ser mortal. El héroe Perseo logró vencerla en el mundo Ático de la antigüedad, y sigue venciéndola en la poesía y en el mito por el poder de la imaginación -cada vez que en el arte pretende petrificar a los símbolos que constituyen la fluidez de la memoria ya para fundirlos y dejarnos de piedra, en estéril estatua, en imagen inmóvil de sí mismos, ya al disectarlos en el quirófano analítico, ya al fundar con ellos imponentes religiones bastardas. Contrariamente a las Erinias, las Gorgonas representan el tormento de la culpabilidad reprimida por la vacua vanidad, y por ello mismo inconfesada.
   Perseo la venció al pulimentar su escudo cual espejo y mostrarle el reflejo de su horripilante fisonomía, congelándola de esta suerte en el pavoroso grito del silente eco gestual. Perseo la degolló con la temible espada, entregando la cabeza serpentina a Atenea, quien la colocó en su escudo de armas. El cuerpo de Medusa rodó al mar. Cuando su ardiente sangre degollada tocó la espuma de las aguas, saló volando disparado como un cohete de sidra sideral el caballo Pegaso, alado y perfecto como el ideal y respingando como el hielo seco cuando chillando salta al tocar el agua cálida; de la sangre que penetró las aguas, petrificado y vivo como las preciosas gemas de la tierra, se brindaron al mar los arteriales reflejos del coral.
  Del coral puede decirse que, en la geológica belleza encarnada de su sangre de piedra podemos leer igual el mármol del ojo que el ébano de la mirada, o bien recorrer sus ramificadas ramas y sentir el fuego concentrado y diminuto de la antorcha patética que en la ira hierve y en la vena estalla, o seguir sus caprichosas formas y señales por la perfección del hilo de oro en que remata una manita tunca de alacrán, igual que una guirnalda, una rosa, un cangrejo o una salamandra –que siempre es, pues, esto o aquello, comunicándose, como la exuberante vida, como la eterna ley de analogía, que se resiste a la insidia de la piedra (de lo todo-nada de la masa que en su solo ser es solo piedra), por lo que nunca es nada en su furia y fuerza ígnea, congelada por la presión del agua o detenida, por lo que siempre es algo, aunque fragmentario que poco a poco se resuelve en todo o en lo que todo se resuelve.
   Situacionalmente danzando en su prefiguración de formas, abriéndose camino desde la fijeza de lo expresado a la fluida significación de lo expresivo, Coral y Pegaso son los dos hijos insólitos de esa lejana divinidad mortal de funesta memoria narcisista, recordada con el nombre de Medusa –como si de engendros abominables nacieran flores, cantos, dulces cuentos, como si el odio engendrara por repulsión de sí mismo cosas divinas, como sucede con las bellas miradas y las niñas (cosas de hadas que según se cuenta llegan alguna vez, ahora cada vez más rara, a suceder).
   Hermana morfológica de las Gorgonas, o de una de ellas, de la Envidia, deidad hija del gigante Palas y de Estigia, la laguna vislumbrada en la sombría comedia del Hades por Dante a la zaga de Ovidio. La cabeza erizada de serpientes y la mirada torva colocan a Envidia entre los siete pecados capitales de acuerdo al ranking del simbolismo cristiano.



  Hay que consignar en tanto lejano pariente de las Gorgonas: a la Hidra. El cuerpo de la Hidra es del tamaño de un perro grande, tiene ocho cabezas de serpiente con cuellos muy largos y se dice que vivió en los pantanos. Nuevamente  a Hércules toca combatirla, aplastando sus cabezas y quemando sus cuellos cercenados para que no se reprodujeran o brotasen más cabezas serpentinas. La tensión simbólica de las Gorgonas alcanza la forma del oximoron categorial, pues en ellas se da la “coincidencia de los opuestos” en las notas constituyentes de su esencia, al aliar la belleza de la mujer con la fealdad híbrida del monstruo alado, acuñando la figura de las posibilidades indefinidas de transformación de la naturaleza.
   Gilberto Owen vio en Medusa, no sólo al monstruo infernal de figura femenina, también presintió  que la expresión de su sentido religioso primitivo y profundo no era otra que una de las instancias del drama del arte. El arte petrifica cuando por mala suerte, pereza o desidia una comunidad decide para una cultura el olvido de su traición, no sólo como la pasividad de no acordarse de su valor o de su continuidad, sino como el olvido idiota de arrancarnos algo para dejarnos frívolamente con el lugar común de la obras manoseadas u oficializadas, de cuya soberbia hinchazón no sólo se sirve el eructo repetitivo del sapo o el diccionario académico y sus tautológicos onanismos, sino que también es la hoya irónicamente convexa donde se cifra el desamparo e indigencia de los pares.  La poesía se propone, al igual que el mito, la tarea de rescatar significaciones perdidas, de liberar signos cautivos o señales disimuladas en el mundo, labor que queda abierta interminablemente al lector de proseguir sacando a la luz todas las significaciones posibles que la obra de arte contiene o implica. El mito petrifica, como el arte y la literatura, cada vez que intentamos mirarlo con vanidad para mirarnos tal cual somos subjetiva o exteriormente o cuando se literalizan sus símbolos.



Las Harpías
  Nada se caracteriza por su no tener, por su no ser –pues el ser es positividad, atributo y sustancia: esencia. De lo contrario, los adjetivos de las cosas serían, a más de vacuos u ociosos, en número infinito. El ser de las Harpías, como el de las arcaicas Sirenas, no consiste meramente en no tener piernas y pelvis de mujer, sino en tenerlos de ave. Las Harpías son divinidades fúnebres mensajeras del Hades  griego, seres malignos y agresivos encargadas de llevar a las almas al otro mundo infernal y subterráneo –acaso por ello se les hace familiares con frecuencia de las sirenas y las Gorgonas, pero también de las Erinias y las Euménides.
   Se les conoce también como “armonías maléficas” de las energías cósmicas, figuradas bajo la imagen de seres malignos y agresivos dedicados a atormentar y martirizar constantemente a los hombres. Las Harpías simbolizan así cual los negros nubarrones la profunda negatividad de los remordimientos de conciencia que siguen a la consecución de los deseos perversos. Cual el día que se vuelve oscuro y húmedo, acechante y temeroso, así el alma del espíritu réprobo o del extraviado. Las Harpías aparecen entonces asechando con sus garras agudas y olor infecto, con su indigencia a la vez humana y femenina, volando como las brujas en busca de su presa dispuestas a atormentar a las almas equívocas con dolor y molestia, tramando para ello incesantes maldades.
  La vos “Harpías” significa “rapaces” o “ladronas”, siendo seres más que succionadores, captadores. De su nombre deriva Harpagón, la ciudad de las harpías. Su número, al igual que el de las Gorgonas, es también trino: Aeolo (La Borrasca), Ocípite (La Rauda, La Vela) y Celeno (La Oscura). Furias que corren cual veloces nubarrones diabólicos, portadoras de la venganza y el resentimiento, prestas a proveer el infierno del accidente súbito o de la muerte repentina.
   Primeramente doncellas aladas, las Harpías acaban por convertirse en seres extraños con cuerpo de ave, cabeza y pecho humano y orejas de oso –siendo en este sentido feroces “sirenas voladoras”. Representan la alegoría de los vicios humanos y de los remordimientos que siguen a la consecución de los deseos invertidos, pervertidos o malversados. Como las brujas, suelen aparecer en número de tres y sólo pueden ser expulsadas por el soplo del viento del hijo del dios Boreas.
  Se caracterizan por su mala condición, por su codicia y su astucia. Son frecuentes sus iconos en el arte decorativo medieval, adoptando en la heráldica un cuerpo de águila de sentido siniestro. Sin duda representan una alegoría de la culpa y la deuda moral –por lo que se les relaciona siempre con las Erinias romanas. En el fondo simbolizan a la inevitable sombra que acompaña al gozo de las pasiones viciosas, tanto los tormentos obsesivos que hacen sufrir al deseo, cuanto los remordimientos culpables que persiguen a la satisfacción perversa. Las Harpías figuran así, más que nada, la disposición a los vicios y las provocaciones de la maldad (las tentaciones), que el castigo doloroso que lava una culpa, o la pena que subsana el orden cósmico (Erinias).
  Goethe las visualizó en su Fáusto bajo la forma de tres brujas, de tres hechiceras hermanas de la muerte. En efecto, las brujas fáusticas son, como las Harpías griegas, feroces persecutoras de la culpa. Los mefistofélicos fantasmas no son otros que las tres brujas alemanas: Mengel (Falta), Schud (Duda) y Not (Miseria), las cuales preceden al oscuro cegador al que anuncian, su hermano Tod (Muerte) –contrafigura de Sorge, (La Cuidadosa). La carencia y la insuficiencia, la deuda culpable y la necesidad apremiante son así los estigmas y las ganzúas que atraen al inesperado, no menos que a la cura o al cuidado. Las dos caras, podría decirse, de la promesa: el “tu morirás” bíblico, por una parte, y el no menos renovado parto testamentario “el que vive en mí no morirá”. Por su parte Dante las visitó en el Canto XIII del Infierno en la celdas de los suicidas.



   Contrafigura de las Harpías son las Moiras griegas o Parcas romanas, hijas de Zeus y Temis y hermanas de las Horas. Toca a ellas aparecer en los dos momentos definitivos de la vida: el nacimiento y la muerte. El nacimiento da inicio a la realidad de nuestra vida (que es la realidad única de la persona), mientras la muerte da termino a la vida de una manera absoluta, alcanzando a labrar el perfil definitivo y último de la realidad personal hasta en las partes más subjetivas e incomunicables, más íntimas y absolutamente intransferibles del ser individual (la vida como proceso de individuación creciente cerrado por la muerte).
   Las Moiras representan la vida con sus parcelas de dolor y felicidad, bajo la figura de tres hilanderas; Cloto que es la hilandera que teje el dibujo de los acontecimientos de la vida mortal del individuo; Láquesis, quien urde el hilo representante del carácter fortuito, azaroso y contingente de la existencia y sus acontecimientos relevantes, y; Átropos quien trama inflexiblemente la inmutabilidad del destino. Cada hombre tiene su Moira, pues las hadas del destino no son sino la personificación del inflexible, del inexorable destino individual –hasta el grado de hacer pensar en un determinismo, acaso de raigambre historicista, absoluto, como en el laberinto de hierro de algunas mitologías germánicas o en el de papel de los nuevos totalitarismos burocráticos.




Las Erinnias
   Las Erinnias son divinidades vengadoras griegas, que Roma asimiló bajo la forma de Furias vengadoras. Tienen, al igual que las Gorgonas, un aspecto alado y terrible, pero suman a la cabellera serpentina, terribles látigos chasqueantes para castigar las faltas de los hombres a las normas o principios de los dioses. Fuerzas castigadoras y persecutoras que hacen a los hombres culpables vivir en constante temor. Así, simbolizan los sentimientos paranoides sufridos bajo la especie del remordimiento o de la mala conciencia, atraídos sobre si por quienes han roto su armonía interior, que se han alejado del palacio de Apolo. Dante las ilumina en su relato al encontrarlas a las puertas de la ciudad de Dite. Ciervas de Proserpina, la Reina del Dolor Eterno (Plutón) aparecen las tres furias rodeadas de hidras venenosas, ciñendo sus horribles sienes por cabellos de pequeñas serpientes y cerastas: a la izquierda Megera, a la derecha Alectón y al centro Tisífona.
  Al igual que las Gorgonas y las Harpías, las Erinnias son demonios ctónicos de espantoso rostro que toman cuerpo de perro o de serpiente. Seres del inframundo, que a manera de instrumentos de la venganza divina siembran terror en el corazón de los hombres, las Erinias se identifican en este sentido con la conciencia réproba o culpable, no menos que con el sentimiento de autodestrucción que acompaña las faltas inexpiables. En particular son las enviadas a castigar a quienes se exceden en sus derechos a costa de los demás.
   Se trata de mujeres que van en grupo y son del todo repugnantes, pues roncan con resoplidos repelentes surgiendo de sus ojos odiosos humores (Esquilo). Nacen de las gotas de sangre que cayeron a la tierra de los testículos de Uranos mutilado por Cronos, siendo así la contrafigura de Afrodita Citerea. Seres odiosos para los hombres, pero también para los dioses olímpicos, las Erinias nacieron a consecuencia del mal, habitando por ello las hondonadas y las tinieblas del Tártaro –sitio subterráneo profundo equidistante del Hades como la Tierra lo es del Cielo. Desde ese lugar rocoso e infranqueable al que no llega a escaparse ni un leve rayo de sol las Erinias, augustas e inflexibles, nunca olvidan una falta.
   Las furiosas bacantes que cuidan a los mortales en medio del fangal del horrible resentimiento, la cólera, la irritación y los gritos estridentes, a las tristes hijas de la Noche se les llama en su morada bajo tierra “Maldiciones”, pues tienen el poder de  aniquilar a los mortales por la perdición. La Musa terrible que inspira sus cantos hace que los himnos de las Erinias se eleve cual canción enloquecedora, encadenando y arrastrando el alma del culpable al extravío destructor del juicio, sumiéndolo en la ruina de lo demencial. El canto que deja marchito a los mortales, el himno que no acompaña la lira, así como la vengativa danza de sus pies ante el abismo no son  sino la manifestación estética y visible de su persecución aniquiladora.
   Al igual que las Moiras (el Destino), en el origen eran espíritus guardianes de la naturaleza y el orden (físico y moral) del mundo. Se desarrollan más tarde y se especifican como divinidades vengadoras del crimen. Metáfora cronológica de la evolución de la conciencia, que primero veda y prohíbe, para luego condenar y destruir al agente o responsable de la trasgresión. Se transforman en Euménides cuando la razón reconduce a la conciencia mórbida y así apacigua la desesperación sufrida o el padecer de la angustia. Espíritus, pues, vindicativos que gustan de castigar, torturar y atormentar a quienes ejercen violencia a los principios, las Erinias se transforman con el tiempo en Euménides, seres benévolos que representan el arrepentimiento conciliador, siendo los espíritus de la compasión, el perdón, la superación y la sublimación. Su acción benéfica es la de liberar al culpable de la angustia, siendo símbolo del arrepentimiento conciliador.



   Erinias y Euménides representan así las dos tendencias del alma pecadora. Las despiadadas Erinias acuñan el emblema de la furia vengadora, de la cólera desatada bajo la forma del tormento de los remordimientos autodestructivos en quien rechaza la culpa. Por lo contrario, aparecen con el rostro de benévolas Euménides cuando la autoconfesión de la culpa se transforma en pesar liberador y sublimado, logrando con ello la conversión interior y el retorno al orden. En cualquier caso, ambos grupos representan a genios protectores de la moral, especialmente del orden familiar, siendo los principales espíritus que luchan contra la anarquía en las costumbres.

   Pariente de las Erinias y las sirenas no habría que olvidar en esta revista a Eris, diosa griega de la discordia y según Homero hermana y compañera de Marte. De acuerdo a la teogonía hesiódica hija de la Noche y no se recuerda ya si del Olvido, solía representarse con una mujer de aterrador aspecto por sus alas y el poder de lo súbito, el elemento sorpresa,  que éstas le conferían. Es madre del Olvido, pero también del Hambre, las Penas, las Querellas, el Engaño y la Ilegalidad. Divinidad dual, la diosa tiene un gemelo, una hermana o un aspecto que da existencia a otra Eris benéfica, personificación de la noble rivalidad. El robo de la manzana de Eris con la leyenda “A la más hermosa” desató, cuentan los libros legendarios, la guerra de Troya.



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