martes, 14 de enero de 2014

Andrés Henestrosa: las Verdades Sencillas Primera Parte: La Zaga de Vasconcelos Por Alberto Espinosa Orozco

Andrés Henestrosa: las Verdades Sencillas
Primera Parte: La Zaga de Vasconcelos
Por Alberto Espinosa Orozco 
 “Pues siempre hubo más cerilla
en los oídos que en el mar sirenas”
Tomás Segovia

I
   Gracias a las incansables diligencias del Maestro y Educador Don Héctor Palencia Alonso vino hace algunos años a la Casa de la Cultura de Durango Don Andrés Henestrosa para uno de los festivales Revueltas del ICED. Viajó horas por aire y décadas por el pasado y la historia para llegar hasta  nosotros y volver a recordarnos, como si de viejos alumnos se tratara, la lenta lección de los más acendrados valores nacionales, modulando su henchida y preciosa memoria, en la que reverberaron las huellas más profundas del vasconcelismo y de la cultura mexicana del siglo XX.
   Conocedor en carne propia de que la única manera de ser plenamente universal es siendo generoso y personal, el maestro Henestrosa realizó, en cada una de sus intervenciones orales, un dibujo minucioso de nuestros valores nacionales, de nuestra comunidad geográfica, de nuestras paisanas figuras y de nuestros ideales próximos, ascendiendo repetidamente de los planos cotidianos con los que hemos crecido, familiares y amigos, a los planos filosóficos de estratos de aplicabilidad universal, generalizables a cada rasgo de lo humano –o en la medida que tales valores no son sino el desarrollo y la descripción regional, existencial y circunstancial, de la condición humana en general y en profundidad. Así, el sabio y pálido oaxaqueño dio forma viva a un género intelectual que se acerca a la “crítica de nuestro tiempo” y cuyas bases se asientan en la descripción de la esencia humana (“antropología filosófica) cuyo carácter nacionalista dimana de la  situacionalidad en que labra el docto  miniaturista,  en su esmerada orfebrería, las ideas eternas tomando como figuras y formas lo próximo, teniendo como objeto y finalidad  el prójimo con quien  crecemos.
II
   Henestrosa rememoró sus correrías al lado Vasconcelos, poniendo tintes de singular dramatismo al evocar los momentos más crudos de represión política cuando después de cuatro años abandonó con su grupo la Secretaría de Educción Publica. Pero lo que hay que destacar ahora de sus memorias es el sentido de reivindicación social que tuvo desde el principio el proyecto de Vasconcelos, haciendo de la escuela un privilegio de todos los hombres y de todas las clases sociales de alcances universales.
   La tarea del Ateneo de la Juventud en 1910, al estallar la revolución armada de 1910, fue la de llevar cabo una campaña filosófica para abolir el positivismo y sus perversiones psicologistas como doctrina oficial en las escuelas. Al frente de tal zaga cultural se encontraba Antonio Caso, pero también José Vasconcelos. Al tomar el cargo como ministro de Educación en el alba de los años 20 ´s, Vasconcelos definió una política acorde con los ideales tácitos de la revolución, precisándolos y dándoles expresión y cuerpo sustantivo. En la época de Vasconcelos, es verdad, los ideales de la revolución, cuyos fines eran los de renovar completamente la enseñanza, adquieren plena conciencia a través de obras constructivas de pensamiento y de creación.
     Como ha señalado Samuel Ramos la intención que animaba la reforma educativa de Vasconcelos nació de una comprensión profunda de las necesidades del pueblo mexicano, pues fue Vasconcelos quien entendió la verdad sencilla, que de tan sencilla nadie para en mientes, de que lo que hay que enseñar al pueblo mexicano es a vivir –pues nuestro pueblo ha aprendido a aguantar la vida, a soportarla, que ha sabido, pues, a resistir para no morir... pero que ha requerido de una larga y dolorosa experiencia para aprender el arte de la vida. Como nadie el pintor durangueño Fermín Revueltas supo interpretar ese sentido orientado en dirección de la vida y convocar las imágenes en sus murales, pero sobre todo en su obra vitral, de ese sentido fertilizador de la existencia.
   El plan educativo de Vasconcelos ha sido el más justo, el más  acertado y por ello el más mexicano de todos los que hallan dirigido la educación pública de nuestra nación, hasta el grado de poder afirmarse que todo lo bueno que se ha hecho en la “escuela mexicana” no ha sido sino prolongación de los esfuerzos del maestro. Como ningún pedagogo ignora sus ideales quedaron fijados no sólo en las instituciones inscritas con la obra colectiva de la inteligencia y los artistas mexicanos que en su zaga lo acompañaron, sino también en un libro en verdad esencial para la educación nacional: De Robinsón a Odiseo (Pedagogía Estructurativa), el cual editado en España en 1935 no circuló en la América española por obstrucción de la ideología imperialista masónica enemiga de las raíces del hispanismo y de la catolicidad, según reza en el prólogo, y no fue reimpreso sino hasta más de tres lustros después en México[1]
   En efecto, en su acción pública el ateneísta mexicano supo dejar un gran boceto genial de los ideales de la educación mexicana, creando no sólo la escuela de la pequeña industria, la escuela técnica, la escuela agrícola y la escuela rural, sino también la figura del “maestro misionero” ideado en el ejemplo de los grandes misioneros españoles y que fuera encarnado por algunos de los artistas más sensibles que lo rodeaban. Vasconcelos, es verdad, hizo cantar a todo un pueblo sus viejas canciones empolvadas, sacándolas al aire de la luz del día: dignificó a la música y al arte popular que protegió e impulsó por todos los medios a su alcance, editó la los clásicos del pensamiento universal, impulsó con su protección al pensamiento y la literatura, vinculando el renacimiento de la pintura a su nombre y que al mismo tiempo ampliaba los límites estrechos del nacionalismo reducido a regionalismo ramplón o a particularismo folklórico de pretensiones trascendentales por los caciques gubernamentales en turno; reavivó el parentesco con los países de habla hispánica haciendo del “hispanoamericanismo” una especie de patriotismo mayor. Así, puede afirmarse sin hipérbole que a partir de esa experiencia todo lo que se ha hecho en educación ha sido reedición o prolongación de los ideales de Vasconcelos.
III
   La seria labor de cultura nacional asumida por el filósofo tuvo como núcleo, en efecto, la tarea de limpiar al laicismo de sus falsas adherencias antirreligiosas y de las larvas antiliberales del positivismo. Porque el laicismo creado por el Estado mexicano la hacerse cargo de la educación pública y darla como base en sus agencias de enseñanza intentó abstenerse de toda orientación ideológica. Creando un laicismo neutro y sin responsabilidad, que obligaba en principio a todas a las escuelas a mantenerse indiferente frente a ciertas creencias fundamentales y de respetarlas en el educando –derivándose de ello sin embargo un tendencia a la negación de las ideas religiosas, tocándole a la gobierno de Juárez como política educativa el positivismo elevado a doctrina oficial. El juarismo ha sido, no en política, sino en educación, un nuevo y pernicioso positivismo: ciego ante la realidad de los valores, sordo a los murmullos de la metafísica y mudo ante los reclamos urgentes del humanismo.
    El mayor equívoco en la asimilación de las corrientes extrajeras en la educación ha sido el modelo de John Dewey, adoptado por esos años en el sistema educativo de la Unión Soviética, de “adaptar” los impulsos del alumno a las exigencias y propósitos de la sociedad y al medio. cuya orientación no es otra que la de adiestrar para el servilismo, o a lo sumo instruir para hacer habitantes de factoría –renunciando a la cultura libre dotada de miras superiores que los ejercicios de la esclavitud. Su resultado no ha sido otro que la del “maestro nuevo”, en cuya insurgencia no se encuentra en verdad sino un infantilismo de actitud, en el fondo regresiva y feroz, rebelde a todos los principios generales de la sabiduría y sumiso al mito social.
   Porque el maestro es un agente de la sabiduría libre de todo compromiso con el Estado que no sea el de educar, resistiendo con ello a la confusión de los instintos gregarios, pues su misión es la de unir la tendencia y el impuso a la tradición, renovando con sus anhelos el contenido de la humanidad, reestableciendo con ello la comunicación con los valores más altos y definitivos de la cultura. De ser agente adaptación social el maestro se vuelve prescindible. Porque el criterio behaborista de adaptación al amiente sólo sabe de un criterio pragmático y utilitario, para el cual solo cabe preguntar ¿cómo puedo aprovechar las cosas?, desechando la pregunta filosófica esencial de ¿cuál es el ser que las anima?  De acuerdo al primer postulado el maestro devine un infeliz burlado, pus queda en la absoluta oscuridad el valor estoico de la virtud cumplida como fuente de autoridad y modelo a seguir, quedando el criterio de estimación pública a merced del primer aventurero o rufián encumbrado. Porque la rebeldía contra la tradición, por alejada de la situacionalidad y la circunstancia al ser vista como algo difuso y abstracto, no es sino la condena en la cárcel de la necesidad, siendo la doctrina de la adaptación al ambiente un medio coactivo del maquinismo de nuestra edad que duerme el anhelo legítimo de los grandes modelos y los valores sobrehumanos del mundo. Porque es cuando no sentimos libres de la necesidad que aparecen las facultades superiores que engendran la cultura como doble desinterés teórico y poético del mundo. 
   El protestantismo pedagógico moderno no contiene como modelo humano sino al de Robinsón arrojado a la isla de Juan Fernández, quien tiene que inventarse un Viernes al que leer la primera ocurrencia que sale de su pluma, a falta del cual y a la luz de las velas no resta sino quedar chiflando en la loma –sustituyendo así la “Escuela Nueva” la tradición edificante de Odiseo, cuyo modelo humano forjado en la astucia no menos que en la elocuencia se esforzaba por reinstalar el fluido eléctrico de las luces que continúan el esfuerzo humano, conectando así con el espíritu de los grandes hombres de todos los tiempos. Desembarazarse de la autoridad resulta más fácil que reemplazarla, ya que tal mistificación ha sido siempre la lucha de los hombres sin autoridad por sustituir a los hombres autorizados –jóvenes envejecidos o viejos que anhelan a juventud porque nunca llegarán a la madurez y que cuando se les obliga  precisar su posición y definir sus conceptos irremediablemente caen en la más ramplona vaguead o en la confusión más abismada.
   El maestro como el adelantado que es no debe enseñar, de acuerdo a la concepción de Vasconcelos, la sumisión a la realidad sino, por lo contrario, a vencerla, a sobreponerse al ambiente y a la necesidad, pues lo que nos singulariza como especie en el Cosmos es el poder de crear valores inmateriales, es el tener ilusiones -que por medio de la cultura y el arte rompen la gruesa cáscara enmohecida del lugar común y traspasando la rustica costra de la necesidad, nos hacen vivir en un mundo mejor, más luminoso y apacible, en donde reina el espíritu sin dejo de opresión o regusto de amargura.
   Por ello la educción es para Vasconcelos un proceso de adiestramiento, pero también de expansión (libertad) y realización de la conciencia, que es por lo que el ambiente puede enriquecerse con el alma educada. Por ello la más importante lección del aula es enseñarnos a conocer un mundo que escapa a la necesidad y que se desenvuelve según las reglas de la moral y del espíritu. El niño porción radiante del espíritu que como la semilla guarda dentro de sí posibilidades maravillosas e inesperadas fulguraciones debe así no rebajarse al dominio de la realidad o al terror social de las instituciones en crisis, sino abrirse al mundo de la ilusión, la cultura y es espíritu para poder germinar. Un atisbo de tal proyecto pedagógico clasicista alcanzó el honor de la tipografía con la edición y recientemente la reedición en dos gruesos volúmenes de las Lecturas Clásicas para Niños por parte la Secretaría de Educación Pública, realizadas con la intención no de la “adaptación al medio”, sino con el noble propósito de fusionar al futuro mexicano y a corto plazo el reino del saber, de los lenguajes y del espíritu -abatiendo con ello los rancios discursos de los neógogos que aceptan la cultura... a condición de que se realice a largo plazo, pues presienten que es entonces, al encontrar la muerte de la existencia, que quedará pelada y en su prístina nudez la pureza de la esencia... o por aspirar como recompensa metafísica a la vacuidad helada de la nada.





[1] José Vasconcelos, De Robinsón a Odiseo (Pedagogía Estructurativa), Ed Constancia, México, 1952, 263 pp. 



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