miércoles, 25 de septiembre de 2013

José Manuel González: Rasgos y Tótems Por Alberto Espinosa

José Manuel González: Rasgos y Tótems

“La desnudez es la luz que nos viste cuando nada nos viste.”
Tomás Segovia




I
      La obra plástica del artista durangueño José Manuel González está marcada con el signo, muchas veces amorfo, de la existenciariedad, de lo que lejos de coronar una esencia o exclusiva humana se muestra como lo accidental que la trastoca o menoscaba. Sin embargo, aunque preñada por las muescas del azar y la contingencia, incluso de lo equívoco, sus estudios fisonómicos son también profundas inspecciones sobre el espejo del rostro, de las aguas frecuentemente oscuras que corren al interior de la vitalidad sentimental, intelectual o intuitiva del ser humano. Su reino de investigación es en mucho el dominio de la reserva, de la “pureza del mal”, de la mutilación y la incomunicación, en donde el dolor y la pena laceran y tuercen los gestos con que los individuos transparentan sus movimientos sentimentales de ánimo ya sea a modo de protesta, de reacción ante la realidad caída del mundo, ya sea bajo la forma desolada de rebelión (religiosa, existencial o sexual), de ira o de tristeza como consecuencias anímicas ante la negativa o la imposibilidad de participar de la realidad vivificante de la creación.
   Su tema, así, es en cierto modo, el del mal. Es el fruto negro abordado por el arte, hoy más que nunca actual, de la tragedia. Solo que ese tema es retomado con todos los matices en que lo decanta la perspectiva de la modernidad dominadora, con todo el peso y los estragos que causan los troqueles maquinales de su corona de hierro al devastar los finos filamentos de la sensibilidad humana. Desde la perspectiva personal en que a González se le presenta el fenómeno de la inconsciencia y de la mala voluntad, no puede sino crear una obra a la vez original y convincente, estremecedora muchas veces por lo que hay en ella de experiencia estética del “horror”, de humor viscoso y negro o de nocturna maravilla monstruosa, la cual provoca en la realidad concreta  el movimiento a la reflexión sobre la punzante belleza de lo terrible, mostrando, más allá de la función del arte como gusto o armonía sentimental-sensible, las ancestrales regiones traumáticas de nuestra memoria psíquica en sus tortuosos pasajes de kratofanías o de horror sagrado.
   Pareciera así que los fantasmas de su imaginación y las sombras toman cuerpo y forma visible para mostrar lo que hay en la realidad de resistencia, de opacidad impenetrable. Y ello lo logra mediante el recurso del contraste, abordando la realidad de la persona en lo que en ella se deja vislumbrar de transparencia y exposición, de pliegue desplegado –empero, sus figuras frecuentemente emergen o se vislumbran como prisioneras de las presiones y los efectos de la dominación y el sojusgamiento, de una fuerza y un poder que parecieran inamovibles y sólidos sólo por su mudez, por la apariencia de realidad que nos da lo resistente, lo inexpresable, lo que al escabullirse al diálogo y a la transparencia del habla no puede ser sino una torre silente, pues es en ello donde el orden se funda como defensa que ni se delata ni se traiciona (pues es el orden de la enemistad y de la guerra). Es la fuerza de lo impenetrable y de lo resistente, la cual en su oscuridad solo pide el sometimiento y el silencio (Tomás Segovia).
   González, por el contrario, explora la otra faceta, la otra actitud ante la vida, no la fuerza del ser que nos resiste para hacernos caer bajo su dominio (del ser que coincidiendo con lo instituido y extraviado en el laberinto de la soledad nos da el espectáculo de la fuerza y la dominación, pero es incapaz de darnos la fuerza misma, porque en el torreón que celosamente vigila se oculta la mudez escondida de la reserva, de lo encubierto), sino la debilidad del ser que nos da la cara y al abrirse a la mirada nos da respuesta, que es capaz de vergüenza y de delatarse al no coincidir consigo mismo, pero que al obligarnos también a responder nos da otra fuerza: aquella que deja en las manos del destinatario el poder de no destruir, sino de, al reconocernos, darnos el valor humano de lo compartible . 
   En efecto, las obras de Manuel González tienen como herramienta esa otra fuerza, la fuerza desarmada y desarmante de la verdadera poesía. Es la paradójica debilidad del rostro transparente que al hablar se explica y así se descubre abandonando las armas por aspirar a una victoria más alta, no sobre el contrincante, sino sobre la fuerza y la violencia mismas. Desde esta indefensión ante el ataque la astucia  del artista durangueño se concentra entonces en pedir, en solicitar al otro que se vuelva transparente, a que abandone la opacidad impenetrable de la incomunicación para hacerse así también totalmente reconocible.
   No es otra la estrategia de la estrategia de la seducción, la que va urdiendo así la trama de una moral más alta. No la del que nos despoja de nuestras “máscaras” y ropajes para ponernos en evidencia, para poner en exhibición nuestras vergüenzas. Por el contrario, lo que el dibujante intenta en cada una de sus sanguinas y claroscuros es el desnudamiento entendido como luz, como iluminación mutua de las miradas. Porque la luz y la iluminación que intenta proyectar su obra es aquella que da consistencia sin quitarnos la libertad, que procura darnos sentido sin volvernos seres degradados o absurdos, que da un continente sin explotar o parasitar insensiblemente el contenido. Atmósfera  pues que no es reflexión y rechazo de la luz, sino el baño donde encarnan y aparecen las cosas. Ámbito pues de la transparencia donde puede emerger lo secreto y lo invisible. El trabajo del maestro González resulta entonces una ruda labor conjunta, donde en el telar de la realidad caída del mundo se imbrican los plateados hilos anímicos de la seducción, pero también de la generosidad.



II
   Así, para el artista el mundo empieza por aparecer marcado con los estigmas de lo pseudo, de lo cuasi modal, de las cuasi-cosas o quisi-cosas, de lo  incompleto o mutilado. Los rasgos caracterológicos son descritos icónicamente entonces por el autor a través de figuras antropohistóricas en las que tanto la sociedad como el sujeto individual pueden  reconocerse críticamente, con toda la carga de contenidos de la cultura, de valores y de anti-valores consagrados por nuestro tiempo. Se trata tanto de figuras ejemplares como de aquellas otras execrables aportadas por la peculiar catástrofe neurótica, social e históricamente condicionada, de nuestra edad moderna. De esta guisa van apareciendo por la mano del dibujante expresionista los polos cardinales de los temperamentos humanos, tanto en lo que tienen de complexión psico-fisiológica como en la evolución de la individualidad que condiciona en los hombres la diferenciación psíquica. De tal suerte surgen, por virtud de la manufactura artesanal, el rescate graduado de la caracterología humana. Desde el fondo de la mancha de carboncillo las altas luces volumétricas van trazando las formas arquetípicas o los tipos humanos, para dar  a la realidad bidimensional de la imagen una contundencia, por decirlo así, escultórica a sus figuras. Los tipos humanos son vistos entonces en lo que tienen de fijeza, de huella o expresión estática, de disposición habitual o de predominio de un mecanismo permanente que marca el rostro en lo que hay en él de disposición dominante, de postura entera ante la vida o el mundo.
   Por un lado, los tipos sentimentales o psíquicos, en los que el movimiento de ánimo se estabiliza en un gesto o en ademán conmovedor, los cuales recorren desde las imágenes del hijo de la deidad crucificado por los poderosos y el vulgo hasta la mujer abnegada roída por la angustia que le suscita el mundo en torno, o por el ceñudo quijote en su lucha contra los dragones del viento. Por el otro, los tipos pneumáticos o reflexivos, en los cuales no es infrecuente encontrar las figuras modélicas del gnosticismo anomista, del sensualismo dionisiaco o del libertinismo absoluto, y en donde tan vana como vacuamente se intenta vindicar  los extremos siniestros de lo impúdico, lo desvergonzado o lo abominable que hay en la desafortunada disolución de yo (de la “ipseidad”). Especimenes extremos de esa perpetua mala hierba del intelectualismo absurdo y exacerbado, en los cuales empero se revela el afán insito a la especie de justificación, de universal justificación, y donde el animal racional que enferma sentimental y anímicamente se ve impulsado en su trasgresión e insuficiencia a exacerbar la inteligencia y el racionalismo hasta los despeñaderos patológicos de lo contra-natura. También llegan a marcar su puesto los tipos hílicos o perceptivos obsesionados por las formas puras o entregados a la contemplación, en los cuales, de manera apolínea, hay el predominio de la tendencia y el gusto por los volúmenes y las formas, ya en el concentrado monje que medita y ora a favor de su encomienda atesorando entre sus manos el doloroso crucifijo, ya en el acerado perfil del rudo peleador olvidado. 
   Radiografía, pues, de la antropología psíquica, del ánima y el animus humana en que se expresa laucontinúa lucha y la reconciliación periódica entre lo apolíneo y lo dionisiaco, entre la escultura y la música, entre los extremos fantásticos del sueño y la embriaguez. Por un lado los tipos humanos que acarician en la imaginación o en la fantasía su íntima visión, como si de un faro marino se tratara para sortear la tormenta moderno-contemporánea; por el otro aquellos que dan rienda suelta a la libertad del instinto y al goce que hay en la disolución del individuo o en la regresión animalesca del gregarismo. En un extremo, las formas determinadas dominadas por la medida, por el número y la delimitación que hay en el dominio de lo salvaje e insumiso que funda el principio de individuación y la contemplación platónica de las ideas puras (lo apolíneo); en  el otro, la violación del principio de la persona finita (y aquí los trazos y las líneas tocan también los límites últimos de la abstracción de las formas), que da lo mismo lugar a la fusión anímica que se encuentra en la reconciliación y en la fiesta (formando en la identidad de valores y símbolos los principios de la colaboración mutua y de la comunidad), que los lamentables excesos de los rituales orgiásticos disolventes tanto de la comunidad como de la persona (lo dionisiaco).
   Otra característica notable en la obra del maestro González es el haber sabido captar y sintetizar los tipos autóctonos, folklóricos y típicos de la mexicanidad. Frecuentemente nos hacen recordar a las figuras dominantes del inconsciente colectivo, perfiladas con maestría ya por el psicoanálisis del mexicano efectuado hace siete décadas por Samuel Ramos. Se trata, es verdad, preferentemente de los tipos defectuosos que pululan en nuestra cultura, los cuales reflejan o condensan los modos desviados de relacionarse socialmente que tenemos en nuestra latitud geográfica. Galería de la desdicha por la que desfilan lo mismo el pelado y el pendejo que el lépero o el patán, o el rufián y sus modos de valentín durangueño que el caradura o taimado borrachín de pueblo. También tienen su parte los rostros humillados por la pobreza y la opresión, por el ostracismo y el vilipendio, por la desatención y la incuria frecuentados por la miseria de nuestras costumbres sociales. El indio y la mujer, el artesano y el campesino, el negro o el mulato y sus derivaciones son, empero, tratados no sólo en lo que tienen de figuras dramáticas y de conciencias desdichas, sino sobre todo con la ternura simpática del sabio médico o del enfermero experto, pues su actitud no es sólo la de quien diagnóstica un mal o una enfermedad, sino la de quien los procura para establecer un programa completo de atención, de sanación afectiva e intelectual.
   También, es verdad, son destacadas las figuras ejemplares de la santidad, la sabiduría y el heroísmo en disímbolas figuras que si bien son emparejadas a las otras en lo que tiene su existencia de humillación y de angustia, en lo que hay de temporalidad o de “ser arrojado ahí” (dasein), no se confunden o mezclan sin más en la marmita de la tradición o en el caldo amorfo de la mera historicidad, sino que son presentados como claramente discernibles en lo hay en ellos de tipos de excepción y de modelo a imitar por acendrar o especializar alguna exclusiva humana, de pulir o consagrar algún rasgo humano esencial.




III
     Tótems y nahulaes, pero también interdicciones y consejas populares, son así puestos ante los ojos por el artista mediante el hechizo de la analogía, el cual pareciera advertirnos no sólo de los peligros contemporáneos que hay en el intento desesperado de fundar al hombre en las raíces oscuras de la animalidad, cosa que sería una ficción, un falso fundamento, sino que, yendo más lejos, atisba en esos lejanos parecidos o en las familiaridades profundas de la semejanza hasta que punto los vasos comunicantes de la relación poética nos hermanan con el mundo, nos estrechan para elevar o nos emparientan para levantar a la creación entera a un nivel superior. De nada serviría quedarse en la torre de marfil, por decirlo así chiflando en la loma, tratando a esas figuras o sus proyecciones con la distancia displicente del zoólogo o del mórbido botánico (José Luis Cuevas). No. Nada de eso. Se trata, por lo contrario, de destacar en ellos lo que hay de resistencia en su posición frente al mundo o de dolor y pena frente a una realidad trágica y condenada (José Clemente Orozco).
   Frente a los terrores y espantos del destino, sobre la oscura capa que envuelve a la profunda noche, el artista regional ha sabido destacar no sólo lo que en nuestra era pervive de posibilidades en el refinamiento y la autonomía de la persona para legislarse a sí misma, sino también los obstáculos y las miserias que impiden la libertad de realización de la persona. 
 Poesía y psicología, pues, en esencial correlación (medicina). Estudio del amor a la vida (psicología),  y expresión rotunda de la vida del amor (poesía lírica) en donde sobresale el cuidado y la simpatía por lo simple o lo sencillo, por lo pobre o diezmado, por lo excluido. La empatía ante el dolor ajeno, el ponerse en lugar de y co-sentir, puede verse así como un consentir para dejar que los seres menguados manifiesten por contraste las aptitudes y predisposiciones de carácter con las que el genio de la naturaleza o de la especie dota a cada ser al venir al mundo, revelando con ello el primer fenómeno de la vida, el  fenómeno de la significación o vitalidad con todo lo que hay en ella de enfermedad y de chancro, pero también de potencia y de auténtica medida del valor.
   Así, las huellas de los movimientos o estados afectivos modificando e individuando el rostro con el tiempo, son puestas de relieve en un primer momento como de huéspedes morosos que han alcanzado carta de residencia definitiva en la fisonomía de la persona. No se trata, empero, del género del retrato o de la caricatura. No exactamente. Porque el artista va más allá. En la atribución de esencias caracterológicas, de catalogación de los tipos humanos en el trabajo de psicología profunda, hay en el autor una infatigable búsqueda., por decirlo así submarina y nocturna, del deslumbrante mundo divino que también reina en el hombre. Más allá o más acá o antes de ese fondo sombrío de las distorsiones de la personal individualidad, aguijadas por el moscardón de la desidia o picoteadas por impío buitre del materialismo, el artista va sugiriendo a la esperanza sobre la cual ha de campear algún día la ilusión sonriente.




IV
   Habría que agregar que tampoco le es ajeno, sino del todo esencial, el necesario viaje a Oriente. Como buen romántico, González explora a su modo y en su tesitura estilística la seguridad anímica de las doctrinas de redención que dan un asidero eterno al alma humana. Más que Grecia, el artista pareciera realizar la crítica a la civilización de Occidente mediante una singular inmersión en las raíces históricas mismas de la formación de la psicología y el inconsciente de la humanidad. Destacar ese componente historicista que hay en el desarrollo de la psicología, es no sólo enfrentar a los hipógrifos de las presiones y neurosis condicionadas de nuestra edad, también es el pistón, el motor que le permite un viaje por todos los lugares y tiempos del mundo para extraer, por así expresarlo, los códigos genéticos y culturales que diezman y socavan la realidad diaria de la persona.
   Por último, no queda sino destacar tres rasgos en el finísimo artista que es José Manuel González Daher: son las virtudes modestas de la generosidad y la humildad, pero sobre todo la fraternidad con que toca a las cosas del mundo. A esas cualidades que hay en su persona y en su obra hay que agregar,  en su imperativo artesanal, una nota más necesaria al arte de todos los tiempos: su nombre es el de nobleza, el de pureza de intención.   Porque el arte no es, como algunos creen por perversión o hastío, un escape de la realidad, mucho menos “magia” maquinal tendiente a la apropiación de la realidad, tampoco sádica lástima o mera conmiseración. Su función ha sido también la de ser medio de armonización con las figuras de la hermosura y con el orden luminoso de la creación del mundo. Porque el arte es una sub-creación cuya final tarea acaso radique en la búsqueda y el encuentro de un arte de la vida, de un gaya ciencia, de un gay saber, de un gay saber.









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