domingo, 22 de septiembre de 2013

José Manuel González: Pulvis es et in Pulverem Revertiris Por Alberto Espinosa

José Manuel González:  Pulvis es et in Pulverem Revertiris






 Te ganarás el pan con el sudor de tu frente
hasta que vuelvas a la tierra de la cual te has formado
pues polvo eres y en polvo te convertirás.“
(Génesis 3, 19)

Si los hombres son polvo
eso que el viento levanta por el camino
son hombres.“
Octavio Paz

I
   Junto con José Ortega y Gasset puede afirmarse, no sin hipérbole, que el tema cardinal de toda la historia de la pintura ha sido el polvo. El polvo, la materia vieja e invariable levantada y organizada de nuevo por los remolinos del viento, por el hálito de los estilos, de los espíritus o musas que aumentan y enriquecen idealmente el universo. José Manuel González trabaja el polvo, el tema de la historia de la pintura, bajo uno de sus modos más radicales y extremos: el de la materia abrazada por el fuego, por la combustión de todos los deseos, las emociones y pasiones. Fuego que quisiera por un momento ser todo esplendor, para coincidir, acaso sólo por un momento, con el alma, con la sustancia del mundo –pero que al ser  ceniza, residuo dejado al extinguiese el baile de las llamas, es símbolo de penitencia, de la conciencia de la nulidad de la creatura frente al Creador, de la nada, del pecado  y de la muerte.
   En la arena extrema del calro-oscuro el artista recuerda en cada una de sus obras la gigantesca, la descomunal contienda entre Ormuz y Arimán, del Logos esencial y estable contra el confuso devenir de Cronos, oscilante, mudable y múltiple, entre el Verbo y el Tiempo en el hombre. En ese foro de contornos tenebristas, el dibujante ha buscado el extraño éter luminoso que en muchos casos encontró su modelo y preceptor Fernando Mijares. Porque acaso la misión de ambos artistas ha sido en el fondo la misma: la de edificar de nuevo la casa del hombre, la de reconstruir su auténtica morada… a partir de la intemperie, de la horfandad y el desamparo. Para ello hace falta no más, pero tampoco menos, que ser otro para dejar de ser y ser de nuevo el mismo –superando el terror de dar forma a lo informe, vida a lo muerto e inanimado.
   El arte de González participa de la estética moderna dentro de un estilo expresionista, pero agregando a ella un componente artesanal de cuño popular y de raigambre religiosa. En efecto, el artista que es José Manuel puede considerarse, por sus métodos de trabajos rudimentarios y precarios, por la forma de distribución y el costo de sus obras y por su amor al oficio, como un artesano. Sin embargo, por el contenido de su obra es también un artista moderno. Obra, pues, doble y contradictoria, que al ser crítica de sí misma dialécticamente se convierte en un tercero: en un arte revolucionario y religioso. Pero ¿qué es el arte moderno?, y después ¿qué es la artesanía?
II
   Puede decirse que arte clásico es la técnica y la sabiduría tradicional de imitar la luz y la forma del alma encerrada en un espíritu viviente. Estética de la tradición, cuyas notas técnicas son el canon de la luz, la medida y  la proporción. La modernidad estética ha preferido, por el contrario, los extremos: no la tradición, sino el ahora cambiante en movimiento, no la imantación de la luz, sino la expresión de la sombra excéntrica, del extravío informe, de la indefinición y la carencia. Por un lado la copia clásica de la creación, de lo lleno y lo sólido, del ser o la esencia: de lo pleno. Por el otro, más que la imitación, la creación moderna del vacío. Dos versiones del arte que se contrarían –porque, como nos recuerda el existencialismo, el ser existe tanto como el no ser.
   Estética de la sorpresa ha calificado Octavio Paz al arte moderno. Es verdad. La belleza moderna no es más la del modelo ideal propuesto por la tradición, sino la figura singular y bizarra, que tras el manto de la novedad reintroduce en el presente lo monstruoso. El arte moderno, sin bien no puede definirse en su marcado existencialismo, puede sin embargo caracterizase por su búsqueda de la novedad y de lo raro, de la sorpresa del ahora e incluso de lo horrible. No es el pasado, con sus leyes éticas y figuras simbólicas lo que define al presente, no la imitación del arquetipo, de la figura digna o grande, de los espíritus del panteón heleno y romano o del  dios encarnado del cristianismo, no la representación del sabio, del héroe o del genio, sino la crítica de la tradición y la refutación de la eternidad por la metamorfosis de la realidad en novedad transitoria. Más que un sentimiento, que al estar formado valora las propiedades del objeto atractivo por rasgos determinados, lo moderno es más que nada una sensación, ambigua y vaga, hecha justamente de la indefinición y dispersión de la esencia. La estética moderna es búsqueda excéntrica e incansable de realidades cambiantes e impredecibles, inclinada en su decadencia sobre las maravillas y horrores de la sucesión. También estética purgativa y, en su límite más abstracto, estética de la desencarnación de la presencia.
   Crítica de la tradición e inversión de su perspectiva, la modernidad entraña una refutación de la eternidad que invita a negar el pasado con sus figuras simbólicas y leyes éticas, afirmando con ello un nuevo absoluto: el presente inestable y caprichoso, contingente y equívoco, cambiante e imprevisible. En su extremo post-moderno lo absoluto se fragmenta, dando cabida a todas las épocas y civilizaciones… y al relativismo escéptico donde se mezclan todas las tradiciones y de todos los estilos. O mejor, ya no hay belleza discernible, ni canon clásico, ni sistema o visión del mundo –sólo el ahora, que en su flujo y reflujo arroja a la playa del arte las maravillas de la sucesión marcadas con el signo de la muerte.
   En efecto, la hermosura buscada por los modernos está lastrada por un carácter  negativo, hecho de extrañeza y excentricidad, que al abominar de la figura esencial y de toda esencia, aplana la singularidad del hombre en representantes fallidos de su naturaleza. Sus figuras son así las de la angustia (Eduardo Munch), las del marginado (Van Gogh), las del lépero y el criminal (José Luis Cuevas), las del oprimido o de la prostituta (José Clemente Orozco). Formas que expresan la infinitud de la subjetividad interior, refinadisimas en virtud de la autonomía de carácter posibilitada por el liberalismo contemporáneo, pero que al estar marcadas por la conciencia del cambio, se vuelven figuras irregulares y deformes, raras y muchas veces vacías, marcadas con el estigma de la conciencia desgarrada: con el signo de la desdicha. Mundo que al carecer de sustancias orientadoras en que descansar, se precipita aceleradamente y desbocado en búsqueda del ahora, del presente inquietante –pero no de la presencia. No más lo lleno, lo sólido, lo denso –sino la ligereza insoportable de la existencia inconsciente e impulsiva, que a toda costa busca el olvido de la realidad o del ser.
   El sol negro de la melancolía, atisbado por el proteico Alberto Durero lo mismo que cantado en su ocaso por el gentil Gerard de Nerval, ha presidido toda la época moderna. Su universo no está poblado por signos tradicionales y compartidos por todos, sino por multitud de figuras y tradiciones contradictorias e inconciliables, acuñadoras del nihilismo y, en último término, instrumentadoras de la dispersión del sentido y de la disolución de la realidad. Estética de lo particular, que convierte la creación artística en accidente original y a éste en repetición mecánica, la vanguardia en academicismo y la revelación del presente en confirmación de la historia. Acaso porque la hermosura buscada por el hombre moderno no sea en el fondo otra que la belleza del mal.
III
   Las figuras de José Manuel González son también la expresión de la conciencia desdichada o escindida que ha marcado a toda nuestra época, presa de la melancolía, la angustia, la desesperación inconsciente y las distracciones inútiles e insuficientes, a fin de cuentas insatisfactorias. Época, pues, contraria a la naturaleza humana que, de acuerdo al canon ético clásico, aspira por si misma al amor y a la felicidad para realizarse a sí misma.
   El artista durangueño, en efecto, ha incursionado en ese abismado reino para, a partir del uso de escasos elementos a la mano y del acopio de maravillas obsoletas, a partir de la falta, la destrucción y el encuentro, erigir de nuevo al mundo. Así, el tema de José Manuel pareciera ser en principio el de la insatisfacción o el de la opresión. Como para Schopenhauer el mundo se le revela al artista empañado de pesimismo: polarizado en la miseria y el dolor que ocupan gran parte del mundo, teniendo como correlato capilar para los que lo esquivan el tedio, que penosamente asecha en cada rincón. Acaso porque placer y dolor, no encontrándose nunca en el mismo tiempo, están atados por un lazo inseparable, como las dos raíces de una muela, de tal modo que cuando uno llega, bien pronto viene a sustituirle su enemigo y compañero.
   Sus imágenes, así, son figuras de la insatisfacción provocada por lo incompleto y no definido, por lo informe y mal acondicionado. También son metáforas de la tristeza que hay en toda destrucción.  Figuras sujetas a la opresión del vicio, la pobreza, el desprecio o la miseria. Ángeles que en el vértigo de la caída se van despojando hasta de las prendas mismas de su humanidad, para volverse seres grotescos, marcados por la accidentalidad y la contingencia que frustra su esencia como la de seres cojitrancos. Más que alegorías, expresiones de dolor por la joroba y la manquedad de la existencia. Iconos cuyo significado estético es el sentimiento de pesar por las imperfecciones de un mundo ante el cual el hombre no se siente responsable. Sin embargo, tal sentimiento puede mover al hombre de virtud hacia la compasión, incluso hacia la piedad y misericordia de la verdadera caridad.
   Esta cualidad de su obra se debe, probablemente, a que el artista introduce una nota artesanal y pobre en su obra gráfica, que siendo un tósigo y un cauterio es también una ética y una ternura, tocando así los temas modernos de lo bizarro, en la singularidad de sus figuras laceradas por el infortunio, con una especie de ligera pureza alada. Acaso esta nota la adquiere por el discipulado al lado de su maestro y guía, el pintor Fernando Mijares, de quien aprendió las calidades de la trasparencia, interpretada y  traducida en términos de labor artesanal y de vivencia religiosa.
   Sus dibujos sobre ceniza parecieran, en efecto, estar soplados con el material de un cristal finísimo y en fraguas de altísima temperatura, dando como resultado volúmenes escultóricos a medio camino del incendio que destruye y del agua que sacia la desértica sed del enfermo. Figuras en donde la dura densidad de la ceniza ardiendo sobre las ruinas psíquicas del hombre moderno, se combina con la blandura liquida de una imposible fe –que sería mejor llamar con el nombre de esperanza. El triunfo de lo pictórico no se vuelve entonces una desencarnación de la presencia, un mero juego gratuito más del arte puro, sino la incorporación del sufrimiento en un conjunto de signos heterogéneos que, sin embargo, no aspiran a la dispersión, sino a la unidad, no a la representación de la nada, sino al reflejo de lo más concreto que hay: nuestra propia situación caída, nuestro contacto con la  vida adolorida y mancillada, que pide a gritos su reivindicación y su redención.
   En la obra de José Manuel González no hay la soberbia pretensión de labrar figuras originales, excepcionales y únicas –fetiche del objeto intercambiable en mercancía con que se vive el fin de la idea del arte moderno (Octavio Paz).  Tampoco el peligro de quedar enjaulado en la prisión del mercado, pues el dibujante ha sabido resistir sus tentaciones en la independencia resistente, avalada por la amistad de modestos mecenazgo. Por lo contrario, en sus imágenes se expresa la vivencia de una especie de humildad, de pasión religiosa por lo que representa el objeto. Por un lado la descripción del dolor, la orfandad y el extravío de  los miserables, de los pobres, de los abandonados, que intenta captar la belleza interior de la subjetividad atormentada. Por el otro, el contraste de un misterioso pasaje, a lo largo del cual desfila el hombre a la luz de alguna concepción de lo divino. Dicho de otra manera, la humilde actitud artesanal del artista que es González lo cura de la enfermedad de la estética moderna. Pero ¿qué es, que significa la artesanía?
IV
   La artesanía, por su lado, se especifica por el amor al oficio y por la lenta adquisición de la maestría, porque su modo de hacer y su técnica, están enraizados fuertemente a la práctica tradicional. En efecto, la actitud artesanal significa también la continuidad de una tradición, ligada al lento aprendizaje al lado de un maestro, cuya práctica es la humildad del oficio. Puede ser el aprendizaje de un oficio popular (mester de juglaría), como el del zapatero o el carpintero, incluso como el del albañil, que con su modesto sombrero de fieltro corona la jerarquía de la maestría. La artesanía, entonces, no produce industrialmente, ni fabrica, ni mucho menos diseña: hace con las manos objetos de utilidad, que a la vez expresan el amor por lo bien hecho, la paciencia cuidadosa de lo realizado despacio y a conciencia. Es decir, su labor implica una ética del trabajo: por un lado la servidumbre y la humillación, la limitación y la dificultad complicada en el largo aprendizaje del oficio; por el otro, la racionalidad y la responsabilidad que ello implica, vivida por la comunidad de los artesanos como una jerarquía de valores, de la que se deriva un orgullo prestigioso.
   Sin embargo, cabe también otro modelo de artesanía: el entrañado en el aprendizaje de un oficio culto (mester de clerecía), que es justamente el caso del oficio poético, pero también, cuando menos desde el Renacimiento, del oficio del pintor. En efecto, el artista culto del Renacimiento hereda la moral del artesano: la modesta práctica y la humildad del aprendizaje del oficio –sobre cuya base empieza a despuntar la idea del genio, no entendido como la originalidad o el éxito de los modernos, sino justamente como una gracia dada a algunos después de dominar la maestría del oficio.
   La artesanía se presenta entonces como una resistencia al mundo de la mercancía industrial, por medio de una ética del trabajo independiente. También por su modo de hacer cada ejemplar individualizadamente y con mucha paciencia, como un modo de trabajo que devuelve el valor “natural“, el “aura“ a las cosas, volviéndolas objetos personalizados, útiles o bellos, pero que en ambos casos no están hechos para tirarse en la trastera de las maravillas obsoletas, sino para ser amados. Lo mismo los platos de loza fina y que los paños de verdadera lana, la silla mexicana o el equipal hechos a mano que la alcancía que hace del centavo que cae un pájaro que pía, igual un poema que una pintura. Arte, pues que se interesa en su actitud por el sentido total del universo, incluyendo en él al hombre, siendo su criterio lo significativo, lo verdadero, la congruencia con la realidad.
V
   Podría decirse que la obra de “el Chore“, como fraternalmente se le conoce, es la de un arte cosmético, no interesado tanto en la imagen sino en la sensación pura que suscita, igual la suavidad que la amargura. Que es una obra roída por el dolor y el tedio, por el nihilismo y los remordimientos, cuyo resultado es un acto de venganza, de rencor y de evasión de la realidad. O que es un arte mágico fugado hacia lo artificial para crear “otro mundo“, donde se borra la frontera entre lo real y lo imaginario permitiéndonos una absoluta amplitud de criterio que nos permite sentirnos genios en nuestro propio rincón. No lo creo.
   En primer lugar, porque a pesar de que el arte González frecuenta la belleza convulsiva del mal, lo hace para ver en ella lo significativo, lo verdadero, no el artificio, sino la búsqueda del sentido que ese mal arrojó en la totalidad. En principio, porque su estética es la moral del artesano y su arte un arte campesino que tiene un deber que cumplir. La cultura no es así para él, como no lo es para muchos de nosotros, un mercado o una evasión de la realidad. En segundo lugar, porque, al igual que muchos otros artistas indohispánicos inscritos en el movimiento de la modernidad, el dibujante no hecha atrás dos mil años de cultura cristiana, sino que como un sofista moderno lleva a cabo la obra negra de delatar los grandes abismos morales, culturales y humanos de nuestro tiempo, recubiertos superficialmente  por las ofuscantes apariencias de la civilización moderna.
   En efecto, a partir de la evidencia del sufrimiento de los seres, del ser, el dibujante extraordinario que es González muestra el revés del tapiz: la despiadada, desalmada lucha por la vida  (Maternidad, Náufrago, Niña triste), la lucha de clases (Campesino, Cargador), el resentimiento de los peores (Jugador),  la dolorosa masificación del hombre (Brozo), pero también el misterio de su individuación, no sólo por el tiempo, sino esencialmente por su relación con Dios (Pastor, Fraile).
   Así, en la obra del artista puede leerse simultáneamente el gran tema de nuestro tiempo: por una parte, la estética de la sorpresa, promovida por la modernidad escéptica y antirreligiosa, atea y nihilista; pero también, en su nota más profunda y valedera, el impuso de la estética clásica a la armonía cósmica y de la voluntad de la actitud artesanal a la trascendencia humana y religiosa. Doble motivo que de modo evangélico expresa a su manera una doble buena nueva: el poder de la congregación de los fieles y la futura redención de los humildes.
   Incursión, pues, por la vía de la tradición religiosa, humanista y filantrópica de Occidente, la cual tiene como vicios y contra-valores extremos: la profunda maldad de la codicia y el egoísmo de la usura, que toma de los otros infinitamente más de lo que da, vicios que tienen como trasfondo el sacrificio de los miserables y disminuidos. Tradición que tiene, así, como anticrotálicos los valores y virtudes cardinales contrarias: la íntima piedad y compasión, el impulso de beneficencia y caridad hacia los desfavorecidos –actitud que ha llevado incluso a las democracias cristianas a forjar leyes para el socorro de los pobres, en auxilio también de la armonía y la belleza.
   Por un lado, pues, la visita de los fantasmas del espíritu fáustico goetheano a los que hay que ver de frente: de la anciana deficiente, de la carente e insuficiente a la que siempre falta algo, Mengel (Falta); tristemente causada por la deudora y culpable, Schud (Deuda); atrayentes de la cenicienta necesidad apremiante, Not (Miseria); seguida por el oscuro hermano cegador, Tod (Muerte). Por el otro, la presencia inquietante y poderosa de la inmensa cura, Sorge (Solicitud), que se preocupa de los enfermos, por curar a las personas de sus males, que cuida a la persona de cada uno de los otros –y cuyo significado es el esfuerzo por conquistar día a día la libertad. Es el trabajo afanoso de quien se inquieta por el futuro posible. Es la voluntad que, partiendo del mal, de aquello que causa dolor, desesperación y rebeldía, logra salvarse, por querer un bien ideal que mueve a su consolidación, a su concreción. Se trata de la solidaridad con los caídos y de la preocupación por la propia persona, que desespera al entregarse a una obra, pero que por el esfuerzo sostenido de la voluntad vuelve a erigir de nuevo la morada, la moral, la casa del hombre.
VI
   El arte, nadie lo ignora, es una forma de vida. Pero el real trabajo artístico es también una forma de la fe o, si se quiere, es otra fe: la fe en el espíritu de la belleza, que es la esperanza en la armonía y la fraternidad del hombre en el cosmos y en la apacibilidad del todo. Amor al arte, que es el valor fundado en una poderosa creencia y en un sentimiento vital, esencialmente comprometidos con la vida. Es el estar del lado de la promesa, con la promesa, con-prometido con el destino del hombre. Cuando el hombre vive tiempos de miseria y de zozobra, cuando no hay de que agarrarse, siempre queda el arte para romper con su canto el hechizo hipnótico de las sirenas que nos distrae de la realidad. Queda, pues, amarrarse firmemente al mástil del arte, como a un clavo ardiendo, para escuchar, en el adolorido canto de la voz del artista, de nuevo la voz de la memoria. Porque el arte no es una cosa hecha de determinada manera, sino una cosa vivida de determinado modo.
   El artista es quien presta voz a las cosas, porque para él las cosas quieren, buscan decir lo que significan. Trata entonces de tú a las cosas. No para manipularlas como objetos útiles o mágicos, eficaces o asignificativos, sino para dialogar con ellas como con sujetos reflexivos, escuchándolas e interpretándolas, no para dejar dicho, sino para dejar decir lo que requiere, lo que solicita ser expresado a la luz del espíritu, del dador de la vida y el sentido. Es acaso sólo entonces cuando la vida puede ser vivida como obra de arte: como el sitio de las apariciones, como el lugar de la presencia.
   La ceniza, residuo de la combustión, él algo indeterminado que queda después de la extinción del fuego, tiene como simbolismo la muerte y la penitencia, pues la materia prima de la ceniza da lugar a la conciencia de la nada, de la nulidad de la creatura. La ceniza, ligera como el polvo del suelo, recuerda al hombre su origen de tierra y viento, de fuego y travesía, siendo signo de penitencia, de dolor y de arrepentimiento. Sin embargo, la ceniza es también símbolo del retorno después de la purificación de los elementos por el fuego.


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