miércoles, 18 de septiembre de 2013

Los Viejos Maestros de la Academia Por Alberto Espinosa Orozco

Los Viejos Maestros de la Academia de San Carlos
Por Alberto Espinosa Orozco



Imagen relacionada

Imagen relacionada 
Imagen relacionada

Resultado de imagen para german gedovius
 
   Mientras tanto el viejo maestro Germán Gedovius generaba entre los alumnos de la Academia de San Carlos un gran entusiasmo por trabajar, recorriendo los caballetes haciendo correcciones y dando consejos. Pintor prolijo y fuerte  Gedovius cultivaba el simbolismo modernista y era muy estimado por sus discípulos debido principalmente a su sinceridad como maestro y honradez como artista. Había permanecido en Alemania por ocho años y cultivaba un naturalismo romántico de tientes simbolistas que marcó a toda una generación.
   En la Academia se encontraban también el maestro Santiago Rebull (1829-1902), quien había sido seguidor  del gran pintor francés Ingres, verdadero maestro clásico dedicado a descubrir en la superficie plana los movimientos esenciales de la vida que contuvieran la posibilidad del movimiento perpetuo, siguiendo para ello lineamientos filosóficos de origen pitagórico y soñando en la posibilidad de una pintura que aliara a la vez las formas geoméricas puras y la pureza del color.  Santiago Rebull había pintado por orden de Maximiliano de Habsburgo un fresco en las terrazas del Castillo de Chapultepec con el tema de “Las Bacantes”, deidades que pintó con gracia y carnalidad terrenas –son los delirios de Histia y del culto a Dionisio, el menadismo de la posesión y la desmoralización.  Fue el pintor predilecto de la Corte de Maximiliano, pintando un retrato del Archiduque de cuerpo completo, por lo cual se lo condecoró con la cruz de “Oficial de a orden de Guadalupe”. Los paneles fueron iniciados durante el Imperio y terminados en la época de Porfirio Díaz. En el año de 1867 el mismo Rebull restauró los frescos y completó los tableros que faltaban.  Santiago Rebull poseía una conciencia artística muy desarrollada al estar interesado en el movimiento de la vida y de las cosas, intentando desprenderse de la vida vulgar que nos ata a la materia para poner en la superficie bidimensional y plana del cuadro lo esencial al movimiento de la vida, concibiendo así la posibilidad del momento perpetuo, como el de un sistema solar encerrado en un marco. La pureza de línea de Rebull sólo es comparable a la de su maestro Jean Auguste Dominique Ingres.


   Los maestro de la academia en ese entonces eran Rebull, Velasco, Parra y Andrés Ríos -un pintor costumbrista que pintó un San Juan y un Paseo por Santa Anita. El resto de los maestros era un conjunto de oficiales de la artificiosidad, de atildados expertos en la incomprensión sin límite ni fondo, de pedantes serviles de la sociedad metropolitana, de profesores flojos, impermeables a la belleza, melindrosamente dictatoriales y, en suma, mediocres. Junto aquellos se en contra la magnifica compañía de los modelos de yeso de los escultores clásicos donde se desarrollaba la habilidad en el óleo, el pastel, el lápiz y la tinta, junto por un gusto por el esfuerzo.
    Leandro Izaguirre, un importante pintor de temas históricos, y Félix Parra, quien aplicaba los conocimientos matemáticos a la óptica y a la composición siendo también un gran enamorado y sabio conocedor del arte indígena y de la arqueología mexicana, dejando de ello testimonio su Fray Bartolomé de las Casas. Hay que sumar a la lista a Andrés Ríos, pintor costumbrista maestro de Diego Rivera, para quien confiesa haber sido un maestro de arte extremadamente interesante, y; singularmente, José María Velasco, el gran paisajista mexicano del siglo XIX, quien descubrió la luz y el colorido sin igual del valle de México, llegando a establecer para cada tono una situación precisa, al grado de poder ser medible.
Asistían a la Academia Rubén Guzmán, un pintor de mucho talento, y el mencionado Alberto Fuster, un artista brillante, de concepciones alegóricas grandiosas, muy apreciado por José Clemente Orozco, por ser al mismo tiempo un profundo conocedor de la técnica pictórica, artista a quien se deben telas memorables de largo aliento como el Cristóbal crucificado (2.48 x 2.09)  Prometeo (2.50 x 1.05) y Apoteosis de la paz (2.90 x 6.25). Las enseñanzas de San Carlos  más que académicas eran clasicistas y tradicionales, pues consistían en el amor y el conocimiento al detalle del oficio y de la artesanía de la pintura, todo lo cual vino a ser destruido por el verdadero academicismo.












        
       Por su parte, el caso de Antonio María Fabrés y Costa (Barcelona, 1854; Roma, 1936) es notable. A los 13 años ingresó a la Real Academia Catalana de Bellas Artes de San Jordi, marchando a Roma los 21 años de edad, donde se relacionó con los inventores del Art Noveau Fortuny, Pradilla y Villegas Cordero, quienes incursionaban en el realismo romántico con temas orientales y medievales, siguiendo de lejos el "Purismo" de gran Johann Friedrich Overbeck (1789-1869) y la Escuela de los Nazarenos, acusando sin embargo inequívocos síntomas de decadencia estética y moral. Orientalismo puramente ornamental, pues, que sería calificado de ampuloso, incuso de "arte burgués", al que se le llamó despectivamente "art pompier". Estilo básicamente preocupado por la precisión y la perfección en el detalle minucioso en el dibujo y sus trucos para lograr efectos lumínicos, cuyo resultado no podía ser otro que el de mera acumulación decorativo de ademanes y de objetos alcanzando, por su propia naturaleza, como tema canónico en que realizarse, el de los Pachas y los Harems (de "harim", mujeres) de los orientales. Fabrés viajó a Paris en 1894 cosechando fama y fortuna con sus elaboradas acuarelas.

    Viajó a México en 1902, donde permaneció hasta 1907, invitado por Porfirio Díaz, siendo nombrado Director de Pintura en la Academia de San Carlos, remplazando a un envejecido Santiago Rebull. En un momento dado tuvo como fervientes discípulos a Saturnino Herrán, a Diego Rivera y a José Clemente Orozco, quienes ávidamente abrevaron de sus enseñanzas -siendo Saturnino Herrán, el más influenciado por el estilo perfeccionista y orientalista de su maestro. Tuvo repetidos enfrentamientos con el Director de la Academia de San Carlos, el Arquitecto Antonio Rivas Mercado, quien lo criticaba en la prensa por sus rarezas y extravagancias. Amigo, sin embargo, de Porfirio Díaz, quien le encargó incluso la decoración de Palacio de Bellas Artes, nombrándolo para ello como Inspector General de Arte. En lo personal, el egregio dictador encargo a Fabrés el diseño y decoración de la Sala de Armas de su residencia personal en la Calle de Cadena) luego llamada Capuchinas, hoy Venustiano Carranza): 150 Mtrs.2, que el forró con láminas de cobre y acero con extraños motivos palaciegos, en lo que se incluía la escultura de un Leviatán.     

      Empero, comenta José Clemente Orozco en su Autobiografía, pronto toda aquella escuela quedó arruinada al invadir como un cáncer a la Academia el aflojamiento de la disciplina, la cual fue paulatinamente roída por la lepra de los fósiles, el fácil sensualismo ejercido a hurtadillas detrás de los caballetes, sumándose la inquerencia de la bohemia de melena, pereza y alcohol. Luego de la desaparición de los métodos de orden y disciplina quedó sólo la ineptitud y la rutina. El gusano de la mezquindad periodística también fue engordando al ensañarse contra Antonio Fabrés, al que se juzgó, por su engañosa pincelada, de ampuloso y exótico, de insoportablemente anacrónico e incluso de falso, el cual deja en sus obras no otra sensación que la del tedio.
  





























   En el año de 1903 el viajero, socialista utópico, escritor y pintor Gerardo Murillo, conocido ya para entonces como el Dr. Atl (1875-1967), había regresado de Europa trayendo el arco iris de los impresionistas y todas las audacias fauvistas de la Escuela de París. De joven había estudiado en Guadalajara, su ciudad natal, pintura académica con Felipe Castro, marchando a la capital a la capital a los 21 años para estudiar en la Escuela Nacional de Bellas Artes. Sin embargo, un año después, en 1897, partió a Europa pensionado con un apoyo de mil pesos otorgado por el gobierno de Porfirio Díaz y el apoyo del gobierno de Jalisco. Instalado en Italia descubrió el socialismo que en esa época inflamaba al viejo continente, ingresando a la Universidad del Estado de Roma para estudiar filosofía con Antonio Cabriola, un académico riguroso que se carteaba con Federico Engels, y asiste a los cursos de derecho de Enrico Ferri, hombre elocuente y carismático que agitaba a los jóvenes al proclamar la revolución inevitable, pero cuyo pensamiento socialista contenía también las semillas del fascismo italiano, que pronto comenzarían a germinar en las conciencias creciendo como una mala hierva. Murillo colabora entonces con el Partido Socialista italiano y trabaja en el periódico Avanti. Se trasladó a París quedando imantado por los pintores impresionistas y postimpresinistas, así como las propuestas de la primea vanguardia, participando en el Salón de 1900 con su Autorretrato, el cual obtuvo el segundo lugar y medalla de plata en el importante certamen.  También decoró los muros de una villa romana en 1901, representando la lucha del hombre frente al cosmos y la sociedad –murales que fueron posteriormente destruidos. 








   Luego de viajar por Alemania, España e Inglaterra regresa Gerardo Murillo a México. Tiene 29 años de edad en 1903 y viaja pronto a su ciudad natal para realizar dos exposiciones de su obra, las cuales acompaña con una serie de conferencias en las que se proclama sobre la necesidad de renovar las expresiones artísticas del clasicismo y el academicismo mexicano, enfatizando la riqueza oculta en las grandes pinturas del Renacimiento. En el año de 1904 se integra a la Escuela Nacional de Bellas Artes logrando pronto un estudio en la Academia de San Carlos y trabajar para la institución de arte, primero como restaurador y experto en arte, puesto que ocupa durante varios años, restaurando, clasificando y evaluando las diversas colecciones de la escuela, y dictaminado y valuando obras que la Academia podía adquirir, para después ser aceptado como maestro de dibujo geométrico. Participó también en los Talleres de Pintura y Dibujo Nocturno, en los que con palabra fácil e insinuante hablaba de su vida en Roma, de sus correrías por Europa, y entusiasmadamente de algo increíble y maravilloso: de las grandes pinturas murales de la Capilla Sextina y de los inmensos frescos del Renacimiento, cuya técnica se había perdido durante 400 años. También de la necesidad de que un pintor completo se preocupara de la parte física y química del oficio, de cómo estaba preparada la tela, de que reacciones químicas iban a producirse y de lo que eran los colores- el mismo inventaría para 1909 los colores secos a la resina, los “atlcolors”, consistentes en unas barritas de color con base de cera, petróleo y resina, parecidos al pastel pero más resistentes y de fácil manejo, los cuales se podían sobreponer indefinidamente produciendo una inmensa gama de tonos de sorprendente luminosidad, potentes igual para pintar sobre un papel que sobre una piedra del Popocatepetl. También despertó  a sus contemporáneos sobre la importancia del arte popular… e incendió las conciencias  al arremeter contra los métodos de enseñanza de las artes en la academia, por lo que en los corrillos de la escuela se ganó por ese tiempo el remoquete de “el Agitador”. Y en esa agitación de las conciencias  y exacerbación del ánimo latió también el sueño del socialismo bíblico y la caballería andante, inflamada por la abnegación, la defensa de los débiles, la protección de los desposeídos y el enaltecimiento de la piedad en nombre de orden suprasensible  Nuevo Renacimiento de la cultura, pues, cuyos ideales sociales estaban secretamente alimentados por una concepción esotérica y metafísica del mundo.
   Fue así que bajo su impulso en los Talleres de Dibujo Nocturno de la Academia la técnica original enseñada por Fabrés fue modificada sustancialmente hasta convertirse en un método de trabajo perfectamente dinámico y moderno. Se continuó con la idea del dibujo concienzudo, pero hecha cada vez con mayor rapidez, para adiestrar más la mano y el ojo, disminuyendo el tiempo de copia a una hora, a quince minutos, hasta llegar a hacer croquis rapidísimos, en fracción de minuto y poder pintar un modelo en movimiento, para lo cual se exigía la simplificación del trazo, hasta volverlo instantáneo, con lo que se lograba que apareciera el estilo personal de cada estudiante.
   De tal modo se fue creando de nuevo una situación de confianza generalizada, surgiendo el primer bote revolucionario en el campo de las artes bajo la forma de una abierta rebelión contra la idea de México como un sirviente colonial, como un país atrasado, de una raza inferior y degenerada cuyos rastacueros tropicales sólo podían aspirar a pintar como en París y ser juzgados por sus críticos –naciendo la sospecha que tal situación colonial no era sino un hábil truco de comerciantes.
   Se trataba de una revuelta general contra la cultura imitativa, cuya base psicológica se sustenta en el complejo de inferioridad. Despertar de la conciencia, pues, de que México tenía una personalidad propia ya forjada y que valía tanto como cualquier otra y que por consiguiente podíamos hacer tanto o más que las culturas europeas.  El sentimiento de expansión de la conciencia y de liberación de las almas fue tan alto que adquirió el tono de la profecía, pues se llegó a sentir que nosotros también podíamos producir un filósofo como Kant o un poeta como Víctor Hugo, arrancar el hierro de la tierra y hacer barcos y maquinaria y levantar ciudades prodigiosas, crear naves y explorar el universo, pues, a fin de cunetas, nosotros descendíamos de dos razas de Titanes. No se traba de soberbia, dice José Clemente Orozco, sino de confianza en nuestro propio ser y en nuestro destino.
   Aquel ambiente visionario de efervescencia idealista sirvió inmediatamente para que los pintores fueran los primeros que abrieron los ojos, dándose cuenta así de la realidad del país en que vivíamos. Gerardo Murillo, luego de decorar los muros del Salón de Actos de la Escuela nacional de Bellas Artes con desnudos de mujeres y poniendo a prueba sus “atl-colors” en 1908, se fue a vivir al Popocatepetl; Saturnino Herrán (1887-1918) comenzó a pintar a las criollas de la sociedad mexicana y José Clemente Orozco exploró los peores barrios de la ciudad de México para apresar con su pincel las sombras pestilentes de los aposentos cerrados, dibujando la casa de las lágrimas con sus damas de vida galante y tambaleantes caballeros borrachos. Fue entonces que empezó a aparecer en las telas, como una aurora, poco a poco, el verdadero paisaje y rostro mexicano, las formas y colores familiares y concretos de la realidad nacional, gracias al entrenamiento a fondo de los pintores y la disciplina rigurosa  –todo lo cual significó el primer paso en la liberación de la tiranía estética extranjera infiltrada gota a gota como un veneno en la academia y el gusto patrio.
  El Dr. Atl formó entonces el Centro Artístico el cual, en medio de tendencias anarquizantes y socialistas, logró aglutinar a un número considerable de artistas antiacadémicos, nacionalistas y rebeldes. El Centro Artístico sirvió así de foro a Gerardo Murillo para expresar sus profecías sobre el próximo “fin de la civilización burguesa”. Al poco tiempo México sufriría los primeros estertores de ese fin de mundo moderno y los dolores de parto del contemporáneo, experimentado los artistas visionarios por medio de la fantasía las primeras proyecciones de una nueva edad por venir. La idea de la pintura mural empezaba a cuajar en la mente de los artistas. Saturnino Herrán, entre 1908 y 1910, consiguió unos tableros de gran formato por encargo del maestro Justo Sierra para la Escuela de Artes y Oficios. En la misma época el mismo Herrán planteó los dibujos monumentales para el friso del Palacio de Bellas Artes llamado Nuestros Dioses.  Fue el mismo Justo Sierra quien encargó  en 1910 al pintor jaliciense Jorge Enciso la decoración con motivos mexicanos de las escuelas Gertrudis de Armendáriz y Vasco de Quiroga en la colonia La Bolsa (hoy Morelos), los cuales fueron posteriormente destruidos.
   Para 1910 se contrató una costosa exposición de Pintura Española Contemporánea de los pintores Zuluaga y Sorolla que adornaron el lujoso Pabellón en la Avenida Juárez para celebrar el centenario de la Independencia. El Centro Artístico protestó airadamente, logrando que el gobierno de Porfirio Díaz les concediera tres mil pesos que, sabiamente administrados por el pintor Joaquín Clausell, se usaron para montar, en septiembre de 1910,  la famosa  “Exposición Colectiva de la Academia” que contó con la participación de 50 pintores y 10 escultores, y fue publicitada mediante un cartel de Gerardo Murillo de dos figuras desnudas y el cono de un volcán, logrando,  a decir de Clemente Orozco, un éxito grandioso. Envalentonado, el grupo dirigido por Gerardo Murillo pidió muros en los edificios públicos, consiguiendo los primeros días de  noviembre de 1910 por parte de la Secretaría de Instrucción la decoración del Anfiteatro de la Escuela Nacional Preparatoria de San Ildefonso. Cuando los andamios estaban ya instalados para iniciar la obra en noviembre del mismo año… estalla la Revolución armada de México el día 20 del mismo mes La gran obra de la pintura mural mexicana quedaba temporalmente suspendida. 

2)  La arena del  olvido se ha encargado de ensombrecer  la figura del arquitecto Roberto Álvarez Espinosa,  quien es el autor del monumento a Fray Bartolomé de las Casos de la Catedral Metropolitana, también el responsable de acabar la construcción del Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México, siendo también autor de otras muchas otras obras de mérito.
 



Maestros de la Academia de San Carlos: Velasco, Pina, Parra, Barragán y alumnos. Plata sobre gelatina

En esta imagen Justo Sierra al centro, acompañado por el director de la Academia Antonio Rivas Mercado y el subdirector Antonio Fabrés, José María Velazco atrás, y en rojo con una flecha Adamo Boari, también se encuentran Federico mariscal y Nicolas Mariscal 

No hay comentarios:

Publicar un comentario