lunes, 9 de septiembre de 2013

VII.-Dn Héctor Palencia Alonso: la Luz y la Herida (7ª de 9 Prtes)

   VII.- Don Héctor Palencia Alonso: la Luz y la Herida
 (7ª de 9 Partes) 

   Crisis es cambio. Puede ser para peor -el terror de la novedad moderna que conlleva la disolución de los valores tradicionales y es muchas veces promotora de lo incognoscible o del caos-, pero también puede ser un cambio para mejor. Héctor Palencia luchó como nadie contra los dragones del subjetivismo axiológico o de los valores, contra la ficción de los deseos de poder de individuos y grupos, que al mezclar realidad y querer enturbian la visión, incluso contra la pedestre calumnia que supo soportar como la cruz orientadora que señala el camino de la montaña y su aguda pendiente. ¿Para qué abundar sobre la necesidad urgente del conservador de rescatar valores puestos en riesgo por el desmayo de los afeminados o por la avanzada de los abajo, para qué hacer el lamentable inventario de las insidias urdidas por la soberbia o la pereza hechas con los materiales deleznables del resentimiento o del lodo? Porque con el escepticismo contemporáneo, el inmanentismo, el dogmatismo, o el relativismo historicistra en tanto posiciones intelectuales, acaso no vale la pena ni enfrentar ni afrontar o confrontar –puesto que son posiciones que por principio disuelven el principio de razón, el cual pareciera parecerles una afrenta. Que a ellos quede la figura ejemplar del maestro como quedaba la imagen del león muerto ante el hocico del perro vivo. Las ociosas críticas de burócratas no culturizados o culiatornillados no tendrán otra función que la de revelar su pertenencia a la liviandad pestilente de los demonios del viento o al batir de alas de las importunidades de la mosca  –pues la altura metafórica de un hombre no se mide por la provocación de la rabia o del rumor entripado del coprofílico socialismo intestino, sino por su resistencia al diente roedor del tiempo. Porque, por otra parte, la tragedia del mundo contemporánea, su malentendido, el gusano que corroe su raíz, es el dar a colasión un mundo donde nadie nunca es reconocido –epítome de la famosa ceguera positivista ante los valores.
   Para saltar los formidables obstáculos sociales y psicológicos que estas actitudes desviadas de relacionarse comunitariamente entrañan, el abogado Héctor Palencia Alonso llevó a cabo una fundamental tarea historiográfica, destacando todas las aristas y valorando los sobresalientes matices espirituales de las principales figuras de la cultura durangueña. Su obra de historiador, en efecto, sentó las bases para la mejor comprensión de la trascendencia humanística de las principales figuras culturales, haciendo desfilar por sus páginas la galería completa de sus principales presencias –a las que siempre supo tratar con ponderación y generosidad o de las que dio escrupuloso y fiel testimonio. Con modestia y hasta humildad dejó el esclarecimiento último y exhaustivo del concepto por el forjado de “Durangueñeidad” a los jóvenes científicos de lo social y artistas que lo suceden y ahora han de tomarle el relevo real en el tiempo -pues el supo, estoy seguro de ello, sembrar en las jóvenes generaciones la inquietud por el conocimiento de lo “propio”, y esperó siempre de ellas su participación decidida en los problemas urgentes de Durango, confiado en que ellas serían unidas e iluminadas por el amor a lo que también fue su tierra, su solar amado.
   La cultura era entendida por el maestro no sólo como un haber obtenido, como la suma de creaciones humanas acumulada en el transcurso de los años, sino en lo que tienen de características particulares, poniendo así el acento en lo que hay en ellas de distintivo por su modulación en un grupo social y en un ambiente geográfico –aspecto social y comunitario que da a los hombres una diferenciación formal por la fisonomía cultural regional y cronológica. Es decir, la cultura implica en su fondo más íntimo un sistema de patrones de conducta que caracteriza a los miembros de una sociedad. Porque la cultura de una sociedad, alimentada por los logros distintivos de sus figuras, resultado a su vez de la invención social, se compone en su núcleo esencial de ideas tradicionales –esto es, históricamente obtenidas y tamizadas, seleccionadas y trasmitidas por la comunicación oral y la lengua escrita. La pasión cultural distingue nuestra país ante la mirada del extranjero. Los mexicanos, en efecto, queremos serlo porque a la vez que detectamos en la difusa atmósfera del tiempo nuestro pasado histórico fecundo y glorioso, queremos ser: ver en acto al país dibujado y que se nos muestra sólo en potencia, lastrado por la caída en que lo sumió la decadencia y conquista de nuestra cultura.
   Nostalgia de sentirse herederos de un pasado histórico fecundo y el terror sagrado de ver ante nosotros el presente decadente o vacío de pueblos improvisados. Por un lado la caída, por el otro la esperanza de una grandeza futura inocente aún de toda caída en el retroceso del cacique, del fundamentalista, del jefe providencial, de la revuelta de los de abajo, de los vulgares, en la regresión del individualismo, en el apelmasamiento del peligroso gregarismo, o en la tela arácnida tejida por el obligado gangsterismo de las asociaciones políticas... en los traumas endémicos y atavismos ancestrales de nuestras costumbres y que en realidad son sólo llagas, lastres, ficciones de imperios o cosmogonías del caos. El olvido del ser del que tanto se quejaba el mago Tolkien, al ver triturados por la industria y los detritus arrojados por la modernidad en términos de fantasmas y sombras los verdes prados y los valles, los jardines amados de la vieja infancia. Por el otro lado la fe en que tal mundo puede aún recuperarse.
   La “Durangueñeidad” es así el concepto y la tesis con que el maestro supo encapsular  una hermosa filosofía del hombre y de la historia: como las pautas de la cultura históricamente obtenidas en una sociedad que resultan válidas para nuestra más sana convivencia. Porque la Historia no es solo lo que le pasa al hombre, lo que pasa y al pasar se convierte en polvo y ceniza, haciendo al hombre un mero “ser para la muerte”. No. La Historia, lo ha dicho el maestro, siendo la más bella y trágica obra de Dios, siendo la incansable devoradora del tiempo, es también lo que va constituyendo a un ser espiritual, siendo una modalidad de lo que llamamos vida. Es verdad, la Historia es también origen y símbolo.
   Al destacar la vida de los hombres durangueños que nos han legado con sus obras estilo a nuestras vidas, gusto a nuestros afanes estéticos y rumbo a nuestros ideales y esperanzas el Maestro Palencia Alonso a la vez ponía un dique a los tiempos de cambio y revueltos que corren, desangelados en parte por las tremendas técnicas de comunicación masiva, las cuales nos ponen de hinojos ante las grandes potencias que cuentan con sofisticados y eficaces instrumentos de propaganda para sus criterios axiológicos –muchas veces, hay que decirlo, lastrados por el afán guerrero, de la competencia innoble o llanamente mercenarios, megalómanos y mezquinos (elementos modernos materia de la irresponsabilidad y el olvido). La “durangueñeidad” no es así sino un concepto particular, extensible y rebautizable en cada región geográfica de nuestra tierra debido a su generosa plasticidad, del viejo ideal del provincialismo. La trascendencia de tal actitud efectivamente radica en encontrarse en él la potencia suficiente no sólo para exaltar el alma nacional, sino también para recobrar y perfeccionar un estilo de vida propio, congruente a las características derivadas de la esencia de cada región.
   La durangueñeidad es así el concepto matriz para acentuar algo muy valioso que hemos perdido, que no es sólo articulador de lo social sino también de la vida interior del espíritu de la intimidad. Sólo se puede recobrar lo que se ha perdido. Tal es a estructura misma del valor, hecha de deseo, de carencia, pero también de visión y de futuribilidad. Para volver a ver, para volver al ser y  disolver las brumas vertiginosas engendradoras del olvido, el maestro se apegó a tesis del zacatecano Ramón López Velarde, que con el santo olor de la panadería en el recuerdo respirable escribió para su Suave Patria:

“Patria, te doy de tu dicha la clave:
se siempre igual, fiel a tu espejo diario;
cincuenta veces es igual el AVE
taladrada en el hilo del rosario,
y es más feliz que tú, Patria suave".


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