martes, 6 de agosto de 2013

Paty Aguirre (Fragmentarium) VIII.- Lo Angustia por lo Temporal Por Alberto Espinosa Orozco

Paty Aguirre (Fragmentarium) 
VIII.- Lo Angustia por lo Temporal 
Por Alberto Espinosa Orozco

 


   En un segundo grupo se encuentran los retratos de una serie de seres humanos sujetos a la estrechez y limitación, no tanto material o de la necesidad, cuanto ética o moral, por tratarse de la esfera donde el hombre se concibe exclusivamente confinado en su finitud: ya meramente como carne para el goce de los sentidos, ya para el despliegue de sus fuerzas instintivas o para desarrollo de su voluntad de poder –siendo su visión del mundo, por consecuencia lógica, la de un ser arrojado ahí (Dassein), la de un ser sin esencia propia, determinado por su sola historicidad y el juego social, siendo su angustia radical al ser constitutiva, por ser sin posible trascendencia metafísica, por ser para la muerte.
   Su cifra, en efecto, es la vida vivida desde angustia radical que se desvía de su objeto propio, el interior de la persona, para concentrarse en el confinamiento de lo temporal y proyectarse así como una incontrolada sed por alcanzar los estados de conciencia que brinda la comodidad, también por un ansia de posesión de las cosas temporales y finitas. Hombre sumidos pues en la barbarie, por falta de civilidad, por ajenos a la tradición y a la razón, que propiamente son incapaces de hablar la verdadera lengua, anclados a un folklorismo a medias ficticio a medias vernáculo, que en la urbe o en el salón solo atina en su expresión a dar con el vocabulario propio de las pasiones, o con el elemental de la vida biológica y de las emociones. 
   Aparecen entonces representados en la obra, a manera de emblema para tal sector, el conjunto hacinado de los ratones, en cuyo pequeño grupo va inscrita la idea del parasitismo, de la miseria moral que comunica la peste o que contagia y propaga las enfermedades. Se trata también del lugar emblemático reservado en la gran composición al símbolo zoomorfo de las actividades nocturnas y clandestinas, relacionadas con la avidez, el robo y la apropiación ilícita de las riquezas, o bien con la nerviosa avaricia, al estar los pequeños robadores fascinados con el poder y el brillo –razón por la cual, ligados al horror por frotarse sus pequeñas y delgadas manecillas en actitud que evoca la ambición y las atrocidades inmundas y despreciables de lo oculto, han sido asociados con la guerra, la muerte y la pestilencia.



   Así, los ratoncillos son un emblema de la sólita ignorancia cultivada de nuestro tiempo, que a fuerza de perderse en lo exterior da la espalda a la inteligencia, contrayendo el mayor de todos los peligros: el que circunscribe el espacio de las singularidades a una nota común: la codicia por los bienes materiales y la ambición vulgar por  el dinero. Lejos de ellos la reflexión de que si no trajimos con nosotros nada al mundo, nada podremos llevarnos de él con nuestra partida; permaneciendo así tan hinchados de orgullo distantes de la humildad, que se conforma y contenta en el trabajo, con la comida y el vestido. Así, el retablo no deja de insinuar cómo es que el afán por la comodidad, la seguridad y el dinero resulta la raíz de todos los males, pues los que quieren enriquecerse caen en la tentación de muchas codicias insensatas y perniciosas, siendo así lazados por el diablo que los hunde en la ruina y la perdición. Porque muchos que se dejan llevar por el afán del oro se atraviesan a sí mismos con muchos sufrimientos y dolores.[1] Porque el  riesgo mayor de la avidez por la riqueza es la perdida de la infinitud ética, y el peligro de hundirse con ello, cada vez más y más, en la limitación y estrechez moral, bajo las cuales el hombre se modifica a sí mismo hasta volverse en realidad completamente finito -convertirlo finalmente en una repetición, en una cacofonía o en un número, que terminan por disolver al hombre o extraviarlo, al no ser sino uno copia, un cualquiera, tan sólo uno más de tantos y tantos. También regresión del hombre a las formas de la animalidad, pues, que luego de llevarlo a ser una cabeza de ganado, amenaza con solidarizarlo con niveles más bajos de la creación.
   Desesperarse por lo temporal, la angustia derivada de matar el tiempo y dejar las cosas simplemente correr, encubre sin embargo un ansia más interior, brumosa e inconfesada, cuyo trasfondo no es sino la desesperación por lo eterno. Si el yo se vuelve irreal en la existencia posible de lo infinito abstracto, por el contrario cuando sólo obedece y se somete a la necesidad de las fronteras interiores se trasforma en mole o tiritante gelatina, donde todo se ha convertido en necesario y en meramente espacial, ya por en la pura trivialidad de lo cotidiano, ya por las cuestiones de hecho de las rutinas burocráticas (matter of facts) –donde sin embargo sopla como un viento fatigado la fría helada del espíritu. Mundo sin metáfora ni fantasía, pues, en el cual la pura ambición materialista del egoísmo ciego abstractamente deposita lo absoluta en una forma disminuida de lo infinito o la vacía en un molde enfermizo de lo eterno: alcancía de las ambiciones donde todo se va convirtiendo en el despilfarro de las pulsiones urgentes de lo necesario. Así, al volverse  su dios la necesidad, al no tener ningún Dios, la religión del hombre se traslada a la sumisión mundana, bajo cuyo yugo  sobreviene la asfixia, proveniente del alejamiento del espíritu, de la perdida del espíritu en el hombre,  que estando incapacitada para la plegaría termina por no poder respirar a todo pulmón y oxigenarse.



    La necesidad se presenta entonces como pura pedantería falta de espíritu o como pura trivialidad carente de toda realidad y posibilidad efectiva, moviéndose entones el hombre en la atmosfera vaporosa del cálculo: de lo que es posible dentro de la probabilidad. El ranchero y el burgués entran así en una curiosa asimilación negativa: el no tener ninguno de ambos imaginación, transcurriendo sus vidas en una insulsa sumatoria de  experiencias banales donde prevalece lo sensible sobre lo intelectual. Hombres dominados por lo onírico, pues, donde lo sensible se mueven solo en el estrecho espectro estético de lo agradable-desagrabable, que en  aprensión casi táctil del mundo ruedan angustiados simulando gran seguridad, falsa en el fondo por vacía de espíritu, hasta que finalmente cesan las ilusiones de los sentidos. En todo caso ocultamiento y simulación de la verdadera realidad: la secreta desesperación que roe el interior de la persona cuando se es simplemente de hecho,  inconsciente de ser espíritu, y donde el amor sobre el trasfondo del mundo es visto sólo como forma voraz y feroz del egoísmo, es decir, como un recurso más para el desesperado. Placeres refinados, ennoblecidos, elevados, embellecidos, que sin embargo no son más que virtudes paganas: vicios espléndidos y rigurosa negación moderna del espíritu.
   Mundo de vanidades y de infatuados, pues, que le dicen alegremente adiós a la verdad, sacando acaso un pañuelo blanco en la estación para despedir al tren de la trascendencia,  para inmediatamente después marcharse a vivir en los sótanos del inconsciente y sumirse en las cloacas de la molicie del cuerpo, en un constante y angustioso dejarse ir tras los engaños de lo  aparente, siendo así fácilmente succionados por las valoraciones de lo que es indiferente.  Hombres naturales, inconsciente del espíritu, cuya autenticidad alanza el radio de los objetos a la mano, que gastan sus días en la eterna monotonía de despojarse de su originalidad característica y retornar a la primitiva barbarie.
   La mundanidad es la suma de los hombres adscritos al mundo, de los hombres castrados espiritualmente, despojados de su originalidad primitiva, quienes pierden su singularidad más esencial renunciando a ser sí mismos por miedo a los hombres, resultándoles fácil y cómodo ser como los demás, perdiendo la fe en sí mismos en favor del éxito mundano, de la vida cómoda y placentera, de la facilidad y seguridad que otorga ser como los demás -pero que están despojados de su propio yo por el cual arriesgarlo todo, callándose prudentemente para verse más bonitos entre la muchedumbre, siendo sin embargo como una moneda acuñada en serie, como una canica pulida y sin bordes, como un mono de imitación o un número perdido en la multitud que sin tener un yo propio, sin ser propiamente personas, resultan, empero, terriblemente egoístas.



   Por parte del paciente puede decirse que sobre sufrir un estado de ansiedad suele presentar un cuadro de rebeldía e inconformidad, baja autoestima, depresión e intermitentes ataques de ira, a los que hay que sumar una vaga distracción ligada a una retrogradación hacia la animalidad en la que funcionan exclusivamente los instintos elementales, en una reducción de la persona que, de ser del sexo femenino, es sometida por rufianes y proxenetas a base de maltratos, golpizas, sin faltar el abuso físico y la violación, compensando tales vejaciones con dosis indiscriminadas de estimulantes, somníferos, excesos alcohólicos, verbales y de comportamiento –a todo lo cual hay que sumar los sentimientos de vergüenza y culpabilidad que acompañan como una sombra a la víctima, determinada por poderosos instintos biológicos. Animal humillado, vegetal dormido, que en la bonanza de la carne, en la voluptuosidad o en la concupiscencia, encuentra una forma vulgar de equilibrio –estando sin embargo reducido, disuelto en un plasma amorfo dentro del cual abrazadas se debaten la desesperación y la nada. Proceso de animalización del ser humano también, que al solicitar solo las exigencias de la nutrición, que al anhelar solo los beneficios materialistas y la bonanza de la carne, termina no sólo por no relacionarse con Dios, sino tampoco consigo mismo, llegando así a una completa disociación de la propia personalidad.
   Caída en la mundanidad, pues, definida como esa instancia que atribuye un valor infinito a lo que en realidad es indiferente, construyendo para ello ídolos de barro; instancia también que se apresura a remarcar las diferencias entre el hombre y sus hermanos para con ello hinchan compensatoriamente el ego -siendo en realidad el yo la cosa sobre la que el mundo menos quisiera saber, y la cosa por tanto más peligrosa en el mundo, donde resulta de lo más riesgoso hacer notar que se tiene un yo, que se ha labrado una personalidad propia o que se es original, pues en tales casos se ha abierto el insondable poso de la memoria y del alma humana. Por lo contrario, perder el yo pasa en el mundo como una cosa sin importancia, como una nadería, aunque sea justamente en ello que el mundo trabaja infatigablemente y pone todo su interés. Su resultado suele ser que el hombre reducido a una cifra y devorado por el mundo no sea más que un puesto, un lugar en el sistema, un número al que le precede uno y le sucede otro -y que al carecer de una relación con la infinitud se vuelve perfectamente finito debido a sus estrecheces y limitaciones ética, siendo como todo el mundo, una repetición monótona troquelada en serie. Vida definida, pues, por su exterioridad, que en esencia no nos hace distinguibles de los animales, donde el simbolismo mismo queda confinado a las capas más exteriores de la apariencia finita, vana, sujeta a corrupción y al polvo, o de la ropa, de las joyas, de los versos o las aparatosas posesiones temporales.



   El error fundamental de la estreches moral es a fin de cuentas el del prevalecimiento de lo sensible sobre lo intelectual, donde los hombres al ser dominados por lo anímico-sensual no pueden sino ver a las sensaciones como su dicha, consecuentemente despidiéndose del espíritu y de la verdad. Empero, cuando las ilusiones de los sentidos cesan en la total falta de espíritu, cuando pasa el goce efímero y el éxtasis toca sus límites extremos para extinguirse, la seguridad vacía de espíritu se esfuma también y sobreviene entonces la terrible angustia y el tambalearse de la existencia. Entonces los hombres dedicados a la innoble tarea de engordar y crecer como bueyes haciendo alarde de ser no más que vientres, enfrentan el peligro mayor, que devora a naciones en masa: la superioridad vacía de espíritu, que  no es en el fondo sino secreta desesperación, cuya sobrada irresponsabilidad consiste en no ser consciente de sí en cuanto espíritu ni de querer serlo, fomentando así el estado larvario de confusión y de tiniebla interior, ya sea entregándose desaforadamente a la inmediatez, ya sea viviendo en esta misma inmediatez como alguien quebrantado por haber perdió su posición en lo temporal. Pérdida del espíritu, pues, que conlleva perder la posibilidad de reconocimiento de uno mismo e incuso toda intimidad, ya en el extravío de la farsa de las aventuras de la inmediatez, ya al estar sometido pasivamente a las presiones de lo externo. Vida que al tener poca conciencia de existir el hombre en tanto espíritu, queda relegada a la inmediatez, ya arrojándose a una especie de ingenuidad infantil y encantadora que lo que busca en realidad es la suprema astucia salirse siempre con la suya, ya dándose alternativamente a la frivolidad de la irreflexión, a la chismosería y a la maledicencia de la hipocresía disimulada, ya a la ingeniosidad sofisticada en que consiste el vano activismo de los sueños.
   Comprensión completamente trivial y materialista de la existencia que, queriendo desentenderse de sí misma y desesperándose por lo temporal, no hace en realidad sino encubrir la angustia por la pérdida de lo eterno, troquelándose así un yo  terco e inferior, que se arroja a la inconsciencia, por debilidad y fragilidad o por soberbia, hundiéndose  más bajo cada vez al someter y emparejar el espíritu del hombre al ser del animal. Retrato, pues, de las escenas anodinas del hombre natural, incapaz de comprender y someterse a lo extraordinario que anida en el espíritu. Estrechez de corazón también, que lucha contra lo eterno que hay en el hombre, tratando de emparejarse a los hechos meramente externos de la existencia, hasta el grado de desear aniquilarlo todo hundiéndolo en el barro.  



   Por un lado, debilidades de la carne humana, extirpada del logos, de la razón y del verbo que también la constituye,  la cual no puede sino dar por resultado una caterva de seres brutalizados o enviciados, que aplauden a la mentira que a la vez los esclaviza. Porque el pecado, empezando por ser consciente de sí, luego se sustrae a la clara conciencia de lo que se hace, oscureciendo así el conocimiento; ya sea al hilar el hilo de la ley, de manera farisaica, pero sin expresarla en sus vidas, volviéndose así farsantes que se amoldan a la mediocridad del mundo entorno, donde no hay fuerza de elevación ni vida en el espíritu; ya oscureciendo el conocimiento ético-religioso al dejar, como los antiguos paganos, que la naturaleza inferior acreciente su victoria al no comprender lo que es justo ni querer comprenderlo. Por el otro, complacencia y complicidad con el “derecho natural” propuesto por el mercado a depredar y a deglutir, para sí libar sin asomo de culpa las requete buscadas sustancias. Intento también de legitimar con ello una “jerarquía natural”, no basada en la fuerza bruta como la de los animales, sino en la fuerza de la habilidad, de la astucia y de la inteligencia práctica, la cual no deja a los descalificados sino la lucha a ciegas para intentar sobrevivir  –imponiendo con ello el orden de la impunidad, la mentira y la injusticia.



   Retrato efectivamente de nuestra época, asaltada por una variante especialmente frívola del diletantismo y de la simulación, donde la experiencia humana individual se ha reducido al ámbito de lo meramente profano, permaneciendo el alma individual distraída y del lado de los objetos meramente exteriores apechugando sólo la mera superficie de los símbolos caducos, cuyos signos en rotación, por virtud del mercado, la publicidad inhumana y el consumismo, producen a la larga una inextirpable sensación de vértigo e intoxicación colectiva, el cual arroja a la arena de la luz pública una serie concatenada de imágenes que no penetran la vida interior, ni la comprometen, ni la embellecen. Símbolos, pues, que ni pertenecen a la actividad propia de la fantasía colectiva, ni a una experiencia social auténtica; emblemas en cierto sentido vacuos que, al parejo del falso folklorismo trascendental, están ligados artificialmente a su institución, al ser solo el reflejo de la agobiante y monótona vida moderna, acomodada inconscientemente a la represión del deseo de no querer o no poder entender, constitutivamente incapacitada para comprender ninguna analogía, ninguna alegoría o imagen sobre la verdadera naturaleza del alma humana.
   Liviandad de lo externo y crudeza de la realidad, pues, que conduce en sus zonas limítrofes y extremas a la barbarie moderna de dislocación de las formas y de la disolución de las fronteras, donde se desarrolla una estética inconsciente de lo trágico y de la bizarra promiscuidad y en la que conviven sin distinción alguna la estilización de las formas y la fealdad, mezclando de alguna forma la ambición por altura y el regodeo en la bajeza, produciendo así indefectiblemente una realidad alarmante o desgarrada, donde el alma humana sufre los embates cosarios del irrespetuoso igualitarismo o la indistinción de la violencia. Así, una de las cosas que nos enseña la artista Patricia Aguirre al pasar revista a tales figuras es que de la humanidad no se puede escapar pero no por ser ella hereditaria, sino por ser una tarea y un ámbito en el que se entra por medio de a educación y de la cultura, en esencia por la anamnesis, donde el valor de la humanidad es propiamente otorgado y conferido. El hombre en estado natural resulta, por lo contrario, de lo más deprimente, al hacer cosas que resultan ridículas o divertidas, es verdad, pero también terribles y repugnantes. Porque de lo humano no se puede huir, ni hay escapatoria espacial ni vuelta atrás en lo temporal, pues en materia del espíritu no existen los cangrejos cronológicos pretendidos por el neo-paganismo postmoderno y contemporáneo nuestro que quisiera ser como antes del bautismo. Se trata en el fondo de n muestrario que retrata a la sociedad postideológica nuestra, desinteresada por completo de la mentira y el pecado, de la violencia incoherente, de la droga, de la contaminación del planeta y del mercado que dicta el consumo. Sociedad irresponsable ante el futuro también, cuyos objetos últimos son el consumo y la especulación financiera: paraíso inocente y cínico de ciudadanos que viven para consumir como los cerdos que viven para engordar, en beneficio de quienes los engordan, y todos ellos en una existencia cuyo verdadero fin que se les escapa. 



   Es así que la secuencia puede cerrarse con aparición del símbolo del sapo, el cual representa el aspecto acuático del ratón. El sapo, en efecto, es el emblema  que anuncia o que es portador de las lluvias; sin embargo, las metamorfosis del anfibio hacen pensar, más allá de sus asociaciones con la fertilidad, en las modificaciones y mutaciones del ser, cuya imagen se resuelve  en la del príncipe convertido en sapo –estando la imagen relacionada así con los hechizos demoniacos, con la estupidez y con la magia negra. Símbolo de la materia oscura, de la tierra fecundada por las lluvias y de la sexualidad femenina, la imagen remite también a los pensamientos fragmentarios y dispersos, a la enseñanza aburrida y rutinaria, y a las preocupaciones materiales de la existencia. Porque el símbolo del sapo, que  hace referencia a la transición entre el agua y la tierra, siendo por ello una imagen ambigua de la evolución: la del paso de lo heterogéneo a lo homogéneo que, sin embargo puede involucionar, simbolizando por  tanto la vuelta de los sucesos ya superados y la torpeza humana –pues el sapo,  por vivir en un pozo o en una charca, es símbolo de lo viejo, de la lentitud y de la lujuria.
   Las imágenes de ratones y ranas remiten a determinadas formas de la descomposición y de la disolución, de la suciedad y de la podredumbre: a las colonias de larvas y gusanos que crecen con una vitalidad monstruosa en los cadáveres, como las ranas y ratones que crecen y se reproducen incontroladamente que a su vez producen un sentimiento biológico de nausea y asco. Sentimiento de temor que penetra directamente en lo biológico, por ser cosas que atentan directamente en contra de la vida; ansiedad también por la correspondencia que tales imágenes pueden tener con el humano revolverse de la masa viviente de la gente, ante el temor de quedar aniquilado el individuo bajo una categoría múltiple. Sentimiento de repugnancia, pues, por el hormigueo y el pulular de los parásitos, asociados a los harapos de los muñecos mugrosos, a los terrenos mugrientos y a las enfermedades asquerosas. Visiones todas ellas que conducen a una especie de ascesis laica, a la contemplación de cómo es que todo se descompone en este mundo evanescente de ilusiones y transido por los dolores. Imágenes de la pesadumbre del mundo que, sin embargo, conducen a la indiferencia de la contemplación y a la ecuanimidad de la conciencia, que ya sin las perturbaciones de la voluptuosidad o del apetito puede contemplar igual una pierna de ternera que la de una mujer.  





[1] (1ª Carta a Timoteo, 6; 9  a 10)







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