domingo, 21 de julio de 2013

Tomas Segovia: La Permanencia del Sentido Por Alberto Espinosa Orozco

Tomas Segovia: la Permanencia del Sentido
Por Alberto Espinosa Orozco

“Este cuerpo que Dios pone en mis brazos
para enseñarme a andar por el olvido
no se ni de quien es.”
Emilio Prados

"En último término nadie saca de las cosas,
los libros incluidos, más de lo que él ya sabe.
Para aquello a que por propia experiencia
no se tiene acceso, tampoco se tiene oído."
F. Nietzsche
I
   Muy pocos escritores mexicanos tienen tamaños para ser considerados merecedores del premio Nobel de literatura -reconocimiento de intersubjetividad (universalidad del valor) sobre el mérito literario de un autor, otorgado por la  académica comunidad sapiencial sueca. Ello no implica ni que se lo otorguen a quien más lo vale ni que nadie sepa a voces quien -como poeta, crítico, traductor, filósofo, lingüista y narrador, como cúspide insuperable pues de toda la saga cultural española-mexicana, preservada bajo su seductor comando-, más representa la figura de universalidad y rigor y la mejor tradición del humanismo ilustrado en toda la lengua castellana contemporánea.
   La improbabilidad de tal reconocimiento a Tomás Segovia puede atribuirse al desorden imperante en nuestras propias letras mexicanas, que ha hecho por ejemplo de Gilberto Owen “un poeta desconocido”, de Octavio Paz un poeta “que no les gusta” y del mismo Segovia un escritor “demasiado inteligente”, autorizando subrepticiamente así la desidia para sumergirnos en ellos y colmar su laguna achacando todo ello a la “mala suerte” que esa desidia implica. Confabulación literaria y rendición de espíritu que ha actualizado en México una instancia de la mítica “Bagdad olvidadiza” –donde un gaviero colombiano constata la realidad de sus “ídolos a nado” y un “diputado de la juventud del pueblo” purifica con agua y jabón las crudas huellas de sus resbalones y deslices para acaparar con ello en medio de la revolución sexual todo el “sollozar de sus mitologías”.
   En la obra del pensador, poeta y traductor Tomás Segovia se siente inmediatamente una desproporción entre su escasa resonancia y sus claros merecimientos –como traductor ha vertido a nuestra lengua más de un centenar de obras fundamentales, en especial de los intelectuales de la se­gunda mitad del siglo XX, tales como Jakes Lacan, Paul Auster y Mircea Eliade, así como de poetas como Víctor Hugo, Gerard de Nerval,  José María Rilke, Ungaretti, Cesar Pavese y André Bretón por lo que ha sido reconocido en España con el premio de traducción Alfonso X en tres ocasiones; director de la Re­vista Mexicana de Literatura (1958-1963), secretario de redacción de Plural de Octavio Paz y miembro del consejo de redacción de Vuelta, por ser artífice de una obra excepcional en los campos de la narrativa (Trizadero, Personajes mirando una nube, Otro Invierno), el ensayo (Actitudes, Contracorrientes, Cuaderno Inoportuno, Páginas de Ida y Vuelta y señaladamente Poética y Profética)  y la poesía (Anagnóriosis, Cantata a Solas) también ha sido galardonado con los premios Xavier Villaurrutia (1972), Octavio Paz (2000) y recientemente Juan Rulfo (2005). A todo ello habría que sumar su labor de conferencista genial y maestro de generaciones en la UNAM, UAM, el Colegio de México y la Fundación Octavio Paz, siendo el primer ocupante en 2005 de la Cátedra “México, país de asilo” de la Facultad de Derecho de la UNAM.
II
   El desdibujamiento de su figura puede verse así no sólo con un coeficiente de anormalidad, propio de los mecanismos cronológicos bradicardicos de la cultura, sino también, lo que es más doloroso, como el retraso de su epifanía. Porque en Segovia ha encarnado, como en ningún otro poeta de su generación, ese arquetipo de hombre al que llamamos “el poeta” Porque en él se muestran, en desarmante evidencia, las condiciones extremas y últimas del verdadero artista y del esencial amor lírico, del doloroso sentir estético del hombre desgarrado entre el amor a la mujer (Eurídice) y el amor a la lira (la confesión musical de la comunicación amorosa). La poesía de Tomás Segovia, en efecto, no es para cualquiera. Su distinción estriba en ser una poesía filosófica en el más riguroso sentido de la palabra, por cultivar el amor a las esencias.
   En efecto, la persistencia y honradez que caracteriza la obra de Segovia, y que a veces, es cierto, se antoja casi angélica, se debe a que vivimos un tiempo revuelto, donde  nadie quie­re continuar la tarea de construir al hombre y donde por tanto está de moda el antihhumanismo, en donde los dragones del edén se han despertado  para hechizar al hombre y reducir sus intereses al goce del cuerpo y a la sensualidad hedonista del consumismo, fines a los que se accede por medio de dedicar toda energía en hacer dinero o dejándose coptar por los poderes de nuestro tiempo, enmascarándose de disidente aplaudido o sometiéndose a las más crudas formas pragmáticas de servilismo. No sin ingenuidad Segovia ha optado por ir a contracifra, pues siempre ha pensado que  si estamos en este mundo es para construir al hombre -construir por tanto la justicia, la hermandad, la verdad y revelar la belleza del mundo. Así, al cultivar el amor a las esencias y penetrar en la naturaleza de los seres y las cosas, el poeta a la vez se ha sumergido –¡y  a que altura!-  en las profundidades del ser humano, destacando lo que hay inscrito en  él de semilla universal y de relevo espiritual.
   Así, su obra no es sino el resultado de la morosa tarea de amarrar las cosas en un as de espigas luminosas bajo la luz distinta de la tradición y del espíritu, a veces empañado por la escarcha oscura de la melancolía, y que por lo mismo tiene la fuerza de poner en evidencia a sus fantasmas y de situarse más acá del lector por situarse más cerca de la vida. Así, para Segovia la poesía es una forma de resistencia y de dignidad, de resistir incluso a eso que llaman progreso. Pues el peligro radical de nuestra época es que se detenga la humanidad y entremos en la boca sin fondo del caos y la barbarie.
   Por todo ello la última etapa pública por la que atraviesa la obra de Tomás Segovia es, sin duda, la más dura, pero también la más importante de todas. En la hora afortunada de la clarividencia Octavio Paz escribió alguna vez que Tomás Segovia había nacido dos veces, una en España donde lo parieron (1927), otra en México donde llegó a vivir a los trece años  y donde escribió de joven sus primeros poemas –añadiendo estar seguro de que le esperaba un nuevo nacimiento. Última etapa de plena madurez en que tras el vértigo y los dolorosos trabajos de parto espiritual asumidos por la intimidad y los desvelos del poeta –quien con ello ha consolidado una matria inarrebatable-, ha tocado el tiempo de imponerse en la luz pública para por fin nacer al reconocimiento de lo otros, constituyendo así una patria ideal insobornable.
   Después de su éxito inicial y su correlativa suma de malentendidos, después de la negación cuya tarea es deshacer lo efímero, después de la valoración indirecta -pero progresiva y silenciosa. Se trata de la etapa donde a la crítica vocacional toca apaisar los frutos de las épocas recorridas por el poeta, detenerse en los innúmeros caminos que ha abierto oxigenándolos, respirar hondamente, para luego pensar en sus opciones antinómicas y empezar a construir los mapas de su vastísima orografía, asentando lo que tienen de relevo tradicional y de semilla universal.
III
   Podría decirse que la obra de Tomás Segovia como poeta, crítico, dramaturgo, cuentista y traductor, es una obra orgullosa. Empero, se trata de una obra orgullosa de sí misma.: interesada y valiosa no por ser un bien empotrado en el mausoleo de la cultura, sino por abrirse como una fruta y germinar como una planta. Quiero decir que se trata, ante todo, de un cuerpo de pensamiento vivo, cuyo orgullo es en el fondo una enorme humildad: el humilde orgullo que, como la bondad, es un surtidor de paradojas, una fuente de oximorons y contrasentidos -porque estamos hablando de un hombre, de una personalidad que ha existido para esa obra, para esa tarea, convirtiéndose así en su propio hijo. Porque el padre de la obra, el artista creador, se convierte así en su amanuense, en su aprendiz -que es todo lo contrario a ser su tirano o estar sometido, subyugado u oprimido por la ansiedad de la obra. Es entonces cuando la relación que le da unidad al creador y a lo creado, como la que conjunta al amor filial entre el padre y el hijo, radica en una idéntica voluntad: en que ambos quieren lo mismo. Y ¿como llamar si no al hombre que ha salido tan fuera de sí como para poner todo su orgullo en una obra, hasta poder sentirse y ser su hijo? Pudiera haber otra expresión equiparable de ese movimiento dialéctico: su nombre es heroísmo. Porque esa obra es también la obra de la lengua española y frente a lo que nos encontramos es ante uno de los cimientos de la lengua contemporánea española.
   La primera noción que surge de su lectura, que se levanta y emerge a la vista de sus textos, es la presencia de la "diafanidad". Quiero decir, de la lucidez. Porque lo que se cuela por entre las rendijas de sus líneas es la sensación física de una atmósfera a la vez grave y respirable, viva y real como la carne y el aire, pero también como la aventura y el despliegue de la historicidad -sensación que acaso pueda convocarse técnicamente con otra expresión: la de "tener-sentido". El mundo que habitan sus palabras, coincide así con una fuente, con  un surtidor lumínico de fluidez, arrebatado en un centro que pareciera girar más allá de la historia, por estar más acá de la memoria: en el mismo borbotón natal del tiempo.
   Así, lo que más me asombra es la apertura de la geografía -más aún todavía que estar dispuesto a cantar. Eso que me gustaría llamar el paisaje de la voz. La punta seca de ese compás hundido en el camino del tiempo, sólo para transportar el sueño y la vida; ese saber que se está parado en un puesto de vigía para vislumbrar la curva de la eternidad (quizás lo santo), y a la vez conocer por familiaridad que errar no es sino andar perpetuamente por lo transitorio: buscar, o mejor dicho, estar en ese difícil equilibro entre la esencia y la existencia. Y ello se debe a que, lo mismo en su poesía que en su prosa, se encuentra un sentimiento diáfano que es a la vez un pensamiento.
   Pero ese sentimiento-pensamiento se orienta en Segovia hacia una región que generalmente se acepta ya como algo extraviado definitivamente, como una pérdida irrestituible: como el lugar insituable de la realidad. Ese sentimiento, objeto ya de la curiosidad del relicario, del museógrafo o del historiador, es rescatado por Segovia desde una posición en que la verdad del lenguaje no es diferente de la verdad moral. Se trata, en efecto, de una sentimentalidad ante la que nos quedamos literalmente perplejos, justamente por tratarse de una cordialidad pensante -quiero decir: de una razón poética. Palabra práctico-estética que es un ámbito en el que aún en medio de la delgadez del aire es posible respirar. Su ley poética es así también una segunda ética, un arte de la vida que implica el rescate de la realidad. Ese "hablar en sano", es en Segovia esencialmente un "hablar con ganas" de un mundo de claridad, de una esfera del ser en el que se da la constitución estética, poética del hombre.
   Probablemente esto se deba a que el poeta continuamente esta "pensando" en el lector -pero "pensando" en él justamente como su prójimo, acogiéndolo, acercándose, presintiendole. De ello se deriva el contacto casi palpaple que logran sus textos y esa sensación propia a todo verdadero arte, de toda real experiencia estética de ser escuchado, tomado en cuenta por el creador. La palabra, en efecto, se adapta a quien va dirigida (alucución). Lo que distingue a la poesía de Segovia es, por una parte, no es sólo la manera en que cuenta o describe las emociones, ciñéndose fielmente al contenido de lo dado, sino la forma en que nos las da, en que las va creando delante de nosotros: por el otro, la manera en que el pensamiento que las acompaña no se entrega como añadido o hipostasiado a la imagen, sino como un pensamiento que es poético él mismo. Así, por ejemplo,  cuando el poeta exclama:

“Sólo con el tiempo de la carne
se le da carne al tiempo”
o cuando clama:
“Porque migajas de amor no son amor
porque el pan de amor no da migajas”
e incluso cuando reclama:
“Hoy no se mata se denuncia
nuestro imperio se erige a fuerza
de dejar sitios vacantes”

  ¿Y no es la posición del que se dirige al otro como a un prójimo irreductible, al que a la vez va encontrando y reconociendo con la singularidad de una persona, donde la poesía encarna –no como la forma plástica en que subsume a las ideas, supo bajo la especie de la poesía de las ideas mismas-, el mismo lugar de lo sagrado-poético, el tiempo mismo de la epifaía poetico-religiosa?
IV
   Quizá sea esa "modernidad" de los antiguos, eso que por desacostumbrado ya no sabemos reconocer (la forma más auténtica del pensamiento: el momento en que de la carne nace el espíritu articulado en voz), lo que hace que su obra provoque un gesto que es a la vez cómplice del silencio, pero también de la escucha  -¿para qué, en tiempos tan poco justificados ellos mismos, en tiempos de miseria, hablar de la fragilidad de la memoria? Lo que importa, y de eso estoy seguro, es la belleza. Por supuesto que me refiero a la belleza del mundo transparentado por el poeta en esa encarnación del valor que es la conciencia.
   La expresión de la personalidad de Segovia, se sitúa en un punto de vista privilegiado, en donde a pesar de ser tan moderno y actual, resulta de una hondura clásica. Su lenguaje, como todo lenguaje, como toda comunicación que articula una situación de convivencia, se vale de una retórica. Pero su retórica "purista" no es de la especie de lo perfecto, sino de lo completo. Se trata, en efecto, de un lenguaje poético que tiene la suprema cualidad de lo íntegro -es decir, de la "descripción completa" del mundo. Del mundo del hombre, se entiende -no hay otro para el hombre. Eso sólo lo puede lograr una poesía rigurosa. Por un lado, rigurosa por hacer que en su forma hable un contenido; por el otro, por hacer que ese contenido esté vivo.
   El problema de la forma, ¿quién no lo sabe?, es complicadísimo. Porque a las formas les sucede lo que a todo: ser desvencijadas por el tiempo, volverse vehículos fatigados de la trasmisión, dermatoesqueletos, clasificaciones espumosas de la ideal, polvo de fórmulas vacías carentes del tiempo de la vida. Frecuentemente las formas ahogan la poesía con el pretexto de salvarla -como el rito de la universalidad en la moral o la regla de la libertad en religión. Para que la poesía hable no del regusto de sí misma (tradicionalismo), sino con un auténtico contenido, tiene que hacerse nueva: tiene que hacerse moderna. A la vez, para que ese contenido hable como una respiración tiene que hacerse un organismo completo, vivo: tiene que volverse clásica.
   De ahí que la poesía de Segovia sea tan modernamente clásica, o, si se prefiere, tan clásicamente moderna. Poesía, en efecto, oriunda del rigor y de la perfección. Pero no de una perfección meramente "formal", "retórica". Porque aquí no se trata de un perfeccionismo, ni de un purismo formalista -de ese esteticismo que, en materia sociológica, resulta tan profundamente disolvente. Eso sería, precisamente, clasicismo. No se trata, pues, de un arte abstracto, desencajado de la realidad -del arte de la belleza fría que labra no cosas sino objetos fragmentados, identificables pero inimaginables, o representantes de sí mismos y meramente tautológicos. Por el contrario, se trata de una poesía enemiga de los barroquismos formales, pero en modo alguno indisciplinada. La perfección de la forma, como en Juan Ramón Jiménez, es asumida como un tipo de exactitud sui generis: la que es sólo para desaparecer, para dejar existir en el contenido, para ser algo indirecto, meramente latente, como una nostalgia que acomoda su pérdida deteniéndola un momento en el rocío y que entre las sombras de la aurora el contenido eche raíces. Probablemente porque la forma va indisolublemente unida al tiempo. Pero no a un tiempo abstracto, supraindividual, sino al tiempo concreto de la carne, de la vivencia: de la aventura del espíritu. Así, su retórica, su perfección, es de la materia de lo completo -que es la materia de la carne. Exacta como la carne de la historia; exacta como el tiempo de la vida.
V
   La obra de Tomás Segovia es la de una creación en cierto sentido marcada con el signo de la filosofía: con la flecha de orientación hacia a una verdadera visión e idea del mundo en su totalidad -que, en mucho, corre paralela a las aguas todavía fértiles de la corriente fenomenológica. No me refiero a los sistemas cerrados, ni al metafísico animal kantiano que sólo puede crecer desde adentro. Por lo contrario, apunto a un espíritu de escuela, a una tradición mexicana de auténtico pensamiento vital y de raigambre personista, constituida en una continuidad espiritual, en una hermandad -cuyos vórtices salientes habría que buscarlos en Ramón Gaya, Juan Larrea, José Gaos, Juan Ramón Jiménez, Gilberto Owen, Jorge Cuesta y, sin duda, en Octavio Paz. Es cierto que más que de influencias habría que hablar de ecos, de reverberaciones, de coincidencias. No lo es menos que habría también que ver ese conjunto de creaciones bajo la especie de la familiaridad, del parentesco -y, acaso, de la más alta comunión que hay entre los hombres: la pertenencia a una misma misión, a un mismo destino.
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   Mostrar de qué lado cae el espíritu es, en muchos casos, un asunto de la duración. Se trata, en efecto, del "momento" detenido que limita la contingencia, para que en su terreno desbrozado vuelva a esplender la imagen de lo ideal, de lo esencial... y el suelo de la posibilidad. También a Octavio Paz le llevó lo que, en la medida de la biografía individual, habría que medir con la taza de un tiempo enorme.
   El ritmo de la cultura es, como el de los imperios, otra cosa. Semejante al tempo de la conformación de las nacionalidades o de las gestas históricas, la transindividualidad de la cultura pareciera tener la medida cronológica de las catedrales o de los siglos: de la música de roca. Ese cuerpo lento, que vive de la mineralogía de la montaña y que como ella se arquitectura como una catedral labrada por el tallar escultórico del viento, participa también de la Memoria -pues tiene como su función más propia el ir articulando el sentido auténticamente social del hombre. En efecto, si el hombre está hecho de memoria es porque está constituido de cultura, de sociedad tradicional, de relevos de sentido.
   Así, lo que habría que empezar a comprender un poco y en su seno es la clase de sociedad pergeñada por la cultura y su condición de posibilidad, la evidencia de su suelo nutricio. La circunstancia moldeada en el diálogo entre generaciones, hecha necesariamente de asimilaciones y reacciones entre juventud y madurez -y entre soledad y comunión-, sólo puede partir de la evidencia que constituye la voz de la poesía. Pero ello equivale, en los momentos de crisis profunda de una cultura, a un viraje radical de la reflexión hacia la constitución misma de lo humano: a la re-invención radical de la memoria cultural y al trabajo de situarla objetivamente en la íntima distancia de la "luz pública" y del coloquio articulador de una comunidad. Se trata, en efecto, del punto copernicano en que la atmósfera cultural de un mundo da un vuelco para retornar, para volver a sí misma limpiando sus entumecimientos.
   Esa labor sintética es llevada a cabo en nuestra época, en donde las potencias metafísicas de la filosofía occidental se han desecado, por el órgano social de la poesía. El poeta es así el destinado a encarnar uno de los estados ideales de la existencia: aquél de la extrema cultura, en donde, gracias a la organización que es capaz de darse a sí mismo, el hombre vuelve a relacionarse consigo y con su entorno para germinar las potencias infinitas. Tarea de relacionar nuevamente las necesidades y energías del hombre aglutinando su experiencia en una nueva imagen del mundo -inextricablemente ligada al cuerpo idiomático de una lengua. Acaso por ello, el genio poético de Tomás Segovia coincide en su querer decir, no con una pretendida voluntad nacional, sino con la profunda voluntad del espíritu colectivo de una lengua, al revelar sus aspiraciones y sentimientos más elevados, al ser portadora de un mensaje en donde adquiere conciencia una cultura. Lugar hospitalario que no puede sino abrirse con un desarmamiento y una herida, pero que es también el sitio desbordado de la evidencia en donde celebrar la comunión del espíritu: ese frotamiento de inhalación inspirada y exhalación eléctrica, esa atmósfera de pertenencia humana -que está más cerca de la voz de los dioses que del conocimiento.
   Quizá no sea casual que Segovia esté emparentado con un buen número de grandes poetas contemporáneos de la Europa latina, en un rasgo al parecer fortuito. Me refiero a la aventura del viaje geográfico, que si lo ha hecho ser medio extranjero en su propia lengua, también la ha permitido visitar ese círculo, nuclearmente filosófico, en donde se cierra y conjuga el viaje con la esperanza. En el caso de Segovia habría que agregar otra circunstancia "española-mexicana" peculiarísima: la del transtierro republicano. Podría pensarse así en dos arquetipos del "extranjero" en la mismidad de una patria que no es idéntica, en dos figuras de la aventura esperanzada: el viaje de la adolescencia en la etapa de la entrada de la vida a la plenitud (Tomás Segovia, poeta de la poesía) y el recorrido de la lenta salida de la vida a la madurez y a la vejes o a la muerte (José Gaos filósofo de la filosofía): poesía y filosofía, otra vez, en esencial correlación.
   Pero lo que interesa destacar aquí es la distancia peculiar con la propia lengua. No me refiero a quien regresa a la lengua poética de la metrópoli para conquistarla, sino al que sale en su búsqueda para reencontrarla como algo a la vez fresco y arisco -en la originaria virginidad de lo primario, con la primitividad lírica de una desnudez que no queda sino reinventar, sino rearticular. Entre esas coordenadas habría que situar el lugar de compenetración, la relación exclusiva y razón suficiente que da a un hombre un puesto singular, hasta el extremo de la individualización excepcional, en un orden que trasciende lo particular. Ver, pues, el infiltrarse de una voz en el sentido de algo que, a falta de otra palabra mejor, igualmente me gustaría llamar "cosmos" que "morada".
  Es sobre todo desde la región de ese contraste entre el poeta y su mundo (sitio del puro diálogo), donde se siente más caldeado el ánimo, más dispuesto para el coloquio, para ese extranjero lugar que es el poeta.  



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